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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LAS CAPITULARES DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD
DE SAN VICENTE DE PAÚL


Viernes 11 de enero de 1980

 

Reverenda madre,
hermanas mías:

¡Imaginaos conmigo que San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac, vuestros dos fundadores, que tan unidos estuvieron en su pasión evangélica de servir a los pobres y que regresaron hacia el Señor con algunos meses de diferencia hace ya más de tres siglos, estuvieran presentes en este encuentro familiar! Pues ellos están con nosotros misteriosamente. Permitidme dejarles la palabra, siendo tan sólo su intérprete.

Mientras proseguís los trabajos de la asamblea general de la Compañía, aquellos que veneráis como vuestro Padre y vuestra Madre, quieren en primer lugar confirmaros en la actualidad de vuestra vocación. El calor de la caridad es algo de lo que los seres humanos tienen una imperiosa necesidad hoy como siempre. Es cierto que las miserias sociales del siglo XVII y la época de la Fronde están muy lejanas. Pero "los pobres están siempre entre nosotros". ¿Quién será capaz de darnos las estadísticas precisas de la pobreza real de cada país y a escala mundial? A menudo se publican números referidos al comercio, la agricultura, la industria, los bancos, el armamento, etc. Pero ¡en la época de los ordenadores sabemos el número exacto de analfabetos, de niños abandonados, de subalimentados, de ciegos, de enfermos, de hogares desquiciados, de prisioneros, de marginados, de prostitutas, de parados, de gentes que viven en los suburbios del mundo entero!... Queridas hermanas, tened sólo ojos y corazón para los pobres, como "monsieur Vincent" y "mademoiselle Legras". Para estimularos aún —si es que esto fuese necesario— os dicen: Escuchad a Nuestro Señor Jesucristo, escuchadle repetir el sentido de su misión: "El Espíritu del Señor está sobre mí... me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos..." (Lc 4, 18). Así es, el Evangelio nos presenta casi siempre a Cristo en medio de los pobres. Es su medio de vida.

Del mismo modo me parece que estos dos grandes Santos de la caridad os exigen con ternura y firmeza defender y desarrollar vuestra pertenencia radical a Jesucristo, según las promesas que renováis cada año el 25 de marzo. La castidad por Cristo y el Evangelio es el signo más profundo de esta pertenencia. Lejos de ser una alienación de la persona, supone una asombrosa promoción de las capacidades y de las necesidades de maternidad de toda mujer. Vosotras sois madres. ¡Colaboráis en la protección, la orientación, la apertura, el cuidado y el final apacible de tantas vidas humanas, tanto en el plano físico como en el moral y religioso! Ved siempre vuestro celibato consagrado como un camino de vida para los demás, y revelad este secreto a las jóvenes que vacilan en tomar el camino que vosotras habéis seguido. Amad no sólo a los pobres, sino también el ser pobres vosotras mismas en espíritu y de hecho. San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac dijeron más sobre esto con su servicio concreto a los pobres día y noche, que con largos tratados sobre la pobreza. También San Francisco de Asís fue más elocuente al despojarse de sus vestiduras que si hubiera sacado una publicación periódica sobre el desasimiento de los bienes terrenos. Y Carlos de Foucauld aportó más con su sonrisa y su bondad en medio de los pobres que publicando su autobiografía de joven oficial convertido, que eligió el último lugar en medio de los pobres. Podríamos recordar también a mi veneradísimo predecesor Pablo VI, al abandonar la tiara, realizó un gesto que aún no ha terminado de dar sus frutos en la Iglesia.

Finalmente escucháis a vuestros dos modelos de vida que os apremian a no dejar en absoluto desaparecer el espíritu de dependencia, mientras que la tendencia actual es reservarse un espacio libre en que uno no dependa de nadie, para abandonarse mejor a la propia imaginación y la propia fantasía. Sabéis que la obediencia religiosa es el más agudo de los tres clavos de oro que os ligan a Cristo a sus imitadores e imitadoras. ¿Es posible mirar a la cruz del Señor Jesús, sin conformarse a su misterio de obediencia al Padre? ¡Que los superiores religiosos sean humanos y comprensivos, pues es su deber! ¡Pero que los súbditos sean por su parte cada vez más adultos y responsables, hasta el punto de profundizar y de vivir el valor oblativo de la obediencia!

En una palabra, vuestros fundadores os dicen a vosotras y a todas vuestras compañeras: "Permaneced en el mundo sin dejaros contaminar jamás por el espíritu del mundo de que habla San Juan". Sabéis que la sal, una vez diluida, se vuelve sosa. ¡Lo que brilla es la pureza del cristal!

A usted, reverenda madre, que acaba de ser reelegida, le deseo con particular gozo un fructífero servicio a la Compañía. A las capitulares, cuya visita agradezco, y a todas las Hijas de la Caridad que sirven a Cristo en sus pobres en todo el mundo —sin olvidar su muy apreciado servicio al Vaticano— imparto mi afectuosa bendición apostólica.

 



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