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VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE ZAIRE*


Viernes 2 de mayo de 1980

 

Señor Presidente:

1. En la tarde de esta primera jornada en tierra zaireña, tantos pensamientos vienen ya a mi mente que las palabras se me acumulan para expresar lo que siento. ¿Es la emoción del contacto, tan deseado y al fin realizado, con los pueblos de África, empezando por el de Zaire? ¿Es la acogida que se me ha dispensado, tanto a la llegada como ya en la ciudad de Kinshasa? ¿Es el entusiasmo de la población y especialmente de la población católica que ha podido encontrar sitio, a duras penas, en la catedral y sus alrededores?

No sé ciertamente cuál será el recuerdo que se grabe más en quien inicia hoy una visita de la que se espera mucho y que quisiera correspondiese plenamente a su doble objetivo de saludo fraternal y cordial del Jefe espiritual de la Iglesia católica a las naciones africanas, y de aliento sincerísimo a las Iglesias locales.

2. Hay que subrayar —y no dejaré de recordarlo en las circunstancias que puedan presentarse— el carácter esencialmente religioso de este viaje que comienza, y me alegro de ello, por el Zaire. Cada etapa, sin embargo, ofrecerá posibilidades de encuentro con las autoridades civiles. Se trata de algo más que de observar una costumbre de cortesía que permite dar las gracias merecidas a quienes nos acogen con tan generosa hospitalidad y agradecer también la organización minuciosa y completa de mi estancia aquí. A tal respecto, Señor Presidente, aprecio perfectamente todo lo que Vuestra Excelencia y sus colaboradores han hecho para facilitar y finalmente asegurar —no hay duda de ello— el éxito de mi visita. Permítaseme decirlo ante las altas personalidades aquí reunidas, algunas de las cuales no han regateado su aportación en la medida de sus responsabilidades personales.

Es claro que yo atribuyo igualmente una gran importancia a las entrevistas con quienes tienen en sus manos el poder civil. Son otras tantas ocasiones para cambiar puntos de vista, en modo constructivo, sobre los problemas más fundamentales para el hombre, su dimensión espiritual, su dignidad y su porvenir; así como sobre la paz y la armonía entre los pueblos, sobre la libertad que pide la Iglesia para anunciar el Evangelio en nombre del respeto a las conciencias, reconocido en la mayor parte de las constituciones o de las leyes orgánicas de los Estados. El Concilio Vaticano II parece auspiciar la multiplicación de conversaciones de este tipo cuando dice: "La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas... El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna" (Gaudium et spes, 76, 3).

3. Habiendo tenido ya la satisfacción de recibir a Vuestra Excelencia en el Vaticano el año pasado, me felicito por este nuestro nuevo diálogo que seguramente favorecerá la comprensión y se revelará especialmente fructuoso. De ahí la atención con que he escuchado vuestras reflexiones. Yo estoy realmente persuadido de que, si las cuestiones africanas deben ser asunto de los africanos y no deben sufrir la presión o la ingerencia de algún bloque o eventual grupo de intereses, su acertada solución no dejará de influir, en modo benéfico, sobre los otros continentes.

Pero convendrá también, para ello, que los demás pueblos aprendan a recibir de los pueblos africanos. Estos no sólo necesitan ayuda material y técnica. Necesitan también ofrecer su .corazón, su sabiduría, su cultura, su sentido del hombre, su sentido de Dios, que muchos otros no tienen tan desarrollados. Yo quisiera lanzar al mundo en esta circunstancia un llamamiento solemne, no solamente a la ayuda, sino también a la unión internacional, es decir, a ese intercambio con el que cada una de las partes contribuya constructivamente al progreso de la humanidad.

4. Desearía igualmente que todos conociesen, desde el primer momento de este viaje, los sentimientos que experimenta el Papa mirando a África como un amigo, como un hermano. Que siente un profundo gozo al participar de las preocupaciones de muchos respecto a la paz, a los problemas planteados por el crecimiento y por la pobreza y, en una palabra, a los problemas del hombre. La fuente de ese gozo es el ver que han sido numerosas, a lo largo de los últimos años, las poblaciones que han podido conseguir la soberanía nacional, concluyendo un proceso a veces delicado, pero que les ha permitido llegar a la elección de su porvenir.

Es éste un fenómeno que yo comprendo muy bien, aunque sólo sea por mis orígenes personales. Yo conozco, porque los he vivido, los esfuerzos llevados a cabo por mi pueblo para su soberanía, Yo sé lo que quiere decir reivindicar el derecho a la autodeterminación, en nombre de la justicia y de la dignidad nacional. Ciertamente, esto no es más: que una etapa, porque todavía hace falta que la autodeterminación siga siendo efectiva y vaya acompañada de una participación real de los ciudadanos en la conducción de su propio destino: de esa forma, también el progreso podrá beneficiar más equitativamente a todos. Ciertamente, la libertad debería jugar su papel en todos los niveles en la vida política y social. La unidad de un pueblo pide también una acción perseverante, respetuosa de las peculiaridades legítimas y llevada al mismo tiempo de modo armonioso. Pero hoy existen ya tantas esperanzas, se ofrecen tantas posibilidades, que un inmenso gozo llena mi corazón, gracias a la confianza que pongo en los hombres de buena voluntad preocupados por el bien común.

5. Ahora, quisiera volver mi mirada, por encima de esta asamblea, hacia todo el pueblo zaireño y expresarle mi satisfacción por encontrarme con él. Ciertamente, hay exigencias de programación y no será posible ir a todas las regiones para visitar las poblaciones que igualmente llevo en mi corazón. Que, al menos, el paso por algunos puntos del país sea testimonio concreto del mensaje de amor de Cristo que yo desearía llevar a cada familia, a cada habitante, tanto a los católicos como a los que no comparten la misma fe. Los zaireños representan una esperanza para la Iglesia y para África. A ellos les corresponde, como buenos ciudadanos, proseguir su acción en orden al progreso de su país, con espíritu de justicia y de honradez, abriéndose a los verdaderos valores del hombre (cf. Redemptor hominis, 18). Pido a Dios que les ayude en esta noble tarea y bendiga sus esfuerzos.

Os agradezco, Señor Presidente, cuanto habéis hecho por mí desde el momento en que, al igual que el Episcopado del país, me habéis invitado tan cordialmente al Zaire. No olvidaré las palabras elevadas de vuestra alocución y os presento, lo mismo que a los miembros del Gobierno y a cuantos me honran con su presencia, mis saludos y mis mejores votos.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n. 19, p.4.

 



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