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VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES Y RELIGIOSOS DE TODO EL PAÍS


Parroquia del Sagrado Corazón de Kinshasa
Domingo 4 de mayo de 1980

 

Queridos hermanos sacerdotes:

1. He deseado vivamente este encuentro con vosotros. Los sacerdotes, lo sabéis, ocupan un lugar especial en mi corazón y en mi plegaria. Es normal: con vosotros soy sacerdote. Aquel que ha sido constituido Pastor de todo el rebaño tiene sus ojos fijos, en primer lugar, en aquellos que comparten su pastoreo —que es el pastoreo de Cristo—, en aquellos que soportan cotidianamente "el peso del día y del calor". ¡Y es tan importante vuestra misión en la Iglesia!

El año pasado, con motivo del Jueves Santo, tuve a bien dirigir una Carta especial a todos los sacerdotes del mundo a través de sus obispos. En nombre de toda la Iglesia, os expresaba mis sentimientos de gratitud y confianza. Os recordaba vuestra identidad sacerdotal en relación con Cristo Sacerdote, el Buen Pastor; situaba vuestro ministerio en la Iglesia. También mostraba el sentido de las exigencias inherentes a vuestro estado sacerdotal. Espero que hayáis leído esta Carta y que la volveréis a leer. No puedo tratar aquí de nuevo todos sus temas, ni siquiera brevemente. Más bien diré algunos pensamientos que la prolongan. Quería sobre todo hablaros personalmente a vosotros, sacerdotes en África, sacerdotes en el Zaire. Es este uno de mis primeros encuentros en suelo africano, un encuentro privilegiado con mis hermanos sacerdotes.

2. Más allá de vuestras personas, pienso en todos los sacerdotes del continente africano. En aquellos que vinieron de lejos para comenzar la evangelización y que continúan aportando su ayuda preciosa e indispensable. No me atrevería mucho a decir "misioneros", porque todos han de ser misioneros. Pienso también —y muy especialmente en la presente alocución— en los sacerdotes que han salido de los pueblos africanos: ellos constituyen ya una respuesta rica de promesas consoladoras; son la demostración más convincente de la madurez que han adquirido vuestras jóvenes Iglesias; son ya, y están llamados cada vez más a ser sus animadores. Son particularmente numerosos en este país. Se trata de una enorme gracia que agradecemos a Dios en este centenario de la evangelización. Es también una gran responsabilidad.

3. ¿Qué pensamiento elegiría yo como tema de este encuentro, entre tantos que se acumulan en este momento en mi alma? Me parece que el mejor exordio nos lo proporciona el Apóstol Pablo, cuando exhorta a su discípulo Timoteo a reavivar el don que Dios ha depositado en él por la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6), y a acumular, con una conciencia renovada de esta gracia, la fuerza para continuar con generosidad el camino emprendido, porque "no nos ha dado Dios espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza" (ib., 1, 7).

Por tanto, nuestra meditación de hoy ha de comenzar recordando los rasgos fundamentales del sacerdocio. Ser sacerdote significa ser mediador entre Dios y los hombres, en el Mediador por excelencia que es Cristo.

Jesús pudo llevar a cabo su misión gracias a su unión total con el Padre porque era uno con El: en su condición de peregrino por los caminos de nuestra tierra (viator), estaba ya en posesión de la meta (comprehensor) a que debía conducir a los otros. Para poder continuar eficazmente la misión de Cristo, el sacerdote debe también él, de algún modo, haber llegado ya allí a donde quiere conducir a los otros: a ello llega a través de la contemplación asidua del misterio de Dios, nutrido por el estudio de la Escritura, un estudio que se despliega en oración. La fidelidad a los momentos y a los medios de oración personal, la oración más oficial de las Horas, así como también la realización digna y generosa de los actos sagrados del ministerio contribuyen a santificar al sacerdote y a conducirle a una experiencia de la presencia misteriosa y fascinante del Dios vivo, permitiéndole actuar poderosamente sobre el medio humano que le rodea.

4. Cristo ejerció su función de mediador, ante todo, a través de la inmolación de su vida en el sacrificio de la cruz, aceptado por obediencia al Padre. La cruz sigue siendo el camino "obligado" del encuentro con Dios. Es éste un camino en el que el sacerdote, ha de ir en cabeza con ánimo. Como recordaba en mi reciente Carta sobre la Eucaristía, ¿acaso no está llamado a renovar "in persona Christi", en la celebración eucarística, el sacrificio de la cruz? Según la hermosa expresión del africano Agustín de Hipona, "Cristo en el calvario fue Sacerdote y Sacrificio, y por tanto Sacerdote por ser Sacrificio" (Confesiones, X, 43, 69). El sacerdote, que en la pobreza radical de la obediencia a Dios, a la Iglesia, a su obispo, haya sabido hacer de su vida una ofrenda pura que ofrecer, en unión con Cristo, al Padre celestial, experimentará en su ministerio la fuerza victoriosa de la gracia de Cristo muerto y resucitado.

Como mediador, el Señor Jesús fue, en todas las dimensiones de su ser, el hombre para Dios y para los hermanos. De igual modo el sacerdote; y ésta es la razón por la que se le pide consagrar toda su vida a Dios y a la Iglesia, en lo profundo de su ser, de sus facultades, y de sus sentimientos. El sacerdote que, en la elección del celibato, renuncia al amor humano para abrirse totalmente al amor de Dios, se hace libre para entregarse a los hombres con una donación que no excluye a nadie, sino que comprende a todos en la corriente de la caridad, que proviene de Dios (cf. Rom 5, 5) y conduce a Dios. El celibato, al unir al sacerdote con Dios, le libera para todas las tareas que requiere el cuidado de las almas.

5. He aquí esbozada en algunos rasgos la fisonomía esencial del sacerdote, tal como nos ha sido legada por la tradición venerable de la Iglesia. Ella posee un valor permanente ayer, hoy y mañana. No se trata de ignorar los problemas nuevos que plantea el mundo contemporáneo, así como el contexto africano, pues es necesario preparar sacerdotes que sean a la vez plenamente africanos y auténticamente cristianos. Los interrogantes planteados por la cultura en que el ministerio sacerdotal está inserido requieren una reflexión madura. Pero he recordado que de todos modos hay que abordarlos y darles solución, ante todo, a la luz de la teología fundamental.

6. No es necesario que me extienda afilara en las diferentes funciones del sacerdote. Vosotros habéis meditado y debéis releer a mentido los textos del Concilio Vaticano II, la Constitución Lumen gentium (núm. 28) y todo el Decreto Presbyterorum ordinis.

El anuncio del Evangelio, de todo el Evangelio, a cada clase de cristianos y también a los no cristianos, ha de adquirir un lugar importante en vuestra vida. Los fieles tienen derecho a ello. En este ministerio de la Palabra de Dios sobresalen notablemente la catequesis, que ha de ser capaz de alcanzar el corazón y el espíritu de vuestros compatriotas, y la formación de catequistas, religiosos y laicos. Y sed educadores de la fe y de la vida cristiana según la Iglesia. en el ámbito personal, familiar y profesional.

La digna celebración de los sacramentos, la dispensación de los misterios de Dios, es igualmente central en vuestra vida de sacerdotes. En este terreno, velad con asiduidad para preparar a los fieles a recibirlos, de modo que, por ejemplo, los sacramentos del bautismo, de la penitencia, de la Eucaristía y del matrimonio den sus frutos. Pues Cristo derrama la fuerza de su acción redentora en estos sacramentos. Lo hace especialmente en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia.

El Apóstol Pablo dijo: "Dios (...) nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5, 18). Y el Pueblo de Dios está llamado a convertirse incesantemente y a reconciliarse siempre de nuevo con Dios en Cristo. Esta reconciliación se actúa en el sacramento de la penitencia; y precisamente en él ejercéis de modo excelente vuestro ministerio de reconciliación.

Sí, conozco vuestras dificultades; tenéis que cumplir muchas tareas pastorales y os falta siempre tiempo. Pero cada cristiano tiene un derecho, sí, un derecho al encuentro personal con Cristo crucificado que perdona. Y como he dicho en mi primera Encíclica, "es al mismo tiempo un derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por El" (Redemptor hominis, 20).

Por todo esto os suplico: Considerad siempre este ministerio de reconciliación en el sacramento de la penitencia, como una de vuestras tareas más importantes.

Finalmente, el "poder espiritual" que os ha sido dado (cf. Presbyterorum ordinis, 6), se os confirió para construir la Iglesia, para conducirla como el Señor, el Buen Pastor, con una dedicación humilde y desinteresada, acogiendo siempre, con disponibilidad para asumir los diferentes ministerios y servicios que son necesarios y complementarios en la unidad del presbyterium, con una gran voluntad de colaboración entre vosotros, sacerdotes, y con vuestros obispos. El pueblo cristiano debe verse inducido a la unidad viendo el amor fraterno y la cohesión que vosotros manifestáis. Vuestra autoridad en el ejercicio de vuestras funciones está ligada a vuestra fidelidad a la Iglesia que os las ha confiado. Dejad las responsabilidades políticas a aquellos que están encargados de ellas: vosotros, vosotros tenéis otra parte, una parte magnífica, vosotros sois "jefes" con otro título y de otro modo, participando en el sacerdocio de Cristo, como sus ministros. Vuestro campo de acción, que es vasto, es el de la fe y las costumbres, en el cual se espera que prediquéis a la vez con una palabra decidida y con el ejemplo de vuestra vida.

7. Cada miembro de la Iglesia tiene en ella un papel irreemplazable. El vuestro consiste también en ayudar a todos aquellos que pertenecen a vuestras comunidades a cumplir el suyo, religiosos, religiosas y laicos. Procurad valorar sobre todo el valor de los laicos: en efecto, no hay que olvidar nunca que el bautismo y la confirmación confieren una responsabilidad específica en la Iglesia. Apruebo, por tanto, vivamente vuestra. preocupación por suscitar colaboradores, por formarlos en sus responsabilidades. Sí, hay que saber dirigirles, sin cansarse, llamadas directas, concretas y precisas, Es necesario formarlos haciéndoles tomar conciencia de las riquezas escondidas de que son portadores. Finalmente, es necesario saber colaborar de verdad, sin acaparar todas las tareas, todas las iniciativas o todas las decisiones, cuando se trata de aquello que pertenece al ámbito de sus competencias y de sus responsabilidades. Así es como sé forman comunidades vivas que representan verdaderamente una imagen de la Iglesia primitiva, en la que se ve aparecer, alrededor del Apóstol, los nombres de aquellos numerosos auxiliares, hombres y mujeres, que San Pablo saluda como "sus colaboradores en Cristo Jesús" (Rom 16, 3).

8. En todo este trabajo pastoral, las dificultades inevitables no deben mermar nuestra confianza. "Scimus Christum surrexisse a mottuis vere". La presencia de Cristo resucitado es el fundamento seguro de una esperanza "que no quedará confundida" (Rom 5, 5). Por esta razón el sacerdote debe ser, siempre y en todo lugar, un hombre de esperanza. Es muy cierto que el mundo está transido de tensiones profundas, que muy a menudo engendran dificultades cuya solución inmediata nos sobrepasa. En tales circunstancias, y en todo tiempo, es necesario que el sacerdote sepa ofrecer a sus hermanos, a través de la palabra y el ejemplo, motivos convincentes de esperanza. Y puede hacerlo porque sus certezas no están fundadas en opiniones humanas., sino en la roca sólida de la Palabra ele Dios.

9. Sostenido por la Palabra ele Dios, el sacerdote debe revelarse como un hombre de discernimiento y un auténtico maestro de la fe.

Sí, debe ser, sobre todo en nuestra época, un hombre de discernimiento. Y esto porque, como sabemos todos, el mundo moderno ha realizado grandes progresos en el campo del saber y de la promoción humana, pero éste se halla también inundado de un gran número de ideologías y de pseudovalores que, a través de un lenguaje falaz, logran muy a menudo seducir y equivocar a muchos de nuestros contemporáneos. No sólo hay que saber no sucumbir ante ellos, esto es demasiado evidente, sino que la función de los Pastores es también formar el juicio cristiano de los fieles (cf. 1 Tim 5, 21; 1 Jn 4, 1) para que también ellos sean capaces de sustraerse a la fascinación engañosa de estos nuevos "ídolos".

De este modo el sacerdote se revelará también como un auténtico maestro de la fe. Conducirá a los cristianos a madurar en su fe, comunicándoles un conocimiento cada vez más profundo del mensaje evangélico —"no su propia sabiduría, sino la Palabra de Dios" (cf. Presbyterorum ordinis, 4)—, ayudándoles a juzgar a la luz de ésta las circunstancias de la vida. Así, gracias a vuestros esfuerzos perseverantes, hoy, en África, los católicos sabrán descubrir las respuestas que, en plena fidelidad a los valores inmutables de la Tradición, serán a la vez capaces de satisfacer de un modo adecuado las necesidades y los interrogantes del presente.

10. He recordado el papel de todos los fieles en la Iglesia. Sin embargo, al final de este encuentro, dirijo vuestra atención hacia el deber primordial que tenéis respecto a las vocaciones. El sentido de toda vocación cristiana está tan íntimamente en dependencia respecto del de la vocación sacerdotal que, en las comunidades en que este último desaparece, sería la autenticidad misma de la vida cristiana la que estaría en entredicho. Trabajad, pues, incansablemente, queridos hermanos, para hacer comprender a todo el Pueblo de Dios la importancia de las vocaciones; rogad y haced rogar por ello; cuidad de que la llamada de Cristo sea bien presentada a los jóvenes; ayudad a aquellos a quienes el Señor llama al sacerdocio o a la vida religiosa a discernir los signos de su vocación; sostenedlos a lo largo de toda su formación. Estáis persuadidos profundamente de que el porvenir de la Iglesia dependerá de sacerdotes santos, porque el sacerdocio pertenece a la estructura de la Iglesia tal como el Señor la ha querido. Finalmente, queridos hermanos; ¿no creéis que el Señor se servirá en primer lugar del ejemplo de nuestra propia vida, generosa y esplendente, para suscitar otras vocaciones?

11. Hermanos queridísimos, tened fe en vuestro sacerdocio. Es el sacerdocio de siempre, porque es una participación en el sacerdocio eterno de Cristo, "que es el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13, 8; cf. Ap 1, 17 ss.). Sí, si las exigencias del sacerdocio son muy grandes, y si a pesar de todo no he dudado en hablaros de ellas, entonces es que son la consecuencia de la proximidad del Señor, de la confianza de que da testimonio a sus sacerdotes. "Ya no os llamo siervos, sino que os digo amigos" (Jn 15, 15). Este canto del día de nuestra ordenación sigue siendo, para cada uno de vosotros, como para mí, una fuente permanente de alegría y de confianza. Esta alegría es la que yo  os invito a renovar hoy. Que la Virgen María sea siempre vuestro apoyo en el camino, y que Ella nos introduzca a todos cada día, antes de nada, en la intimidad del Señor. Con mi afectuosa bendición apostólica.

 



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