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SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UNA PEREGRINACIÓN DE TURÍN

Domingo 30 de noviembre de 1980

 

Queridos hermanos y hermanas de Turín:

1. Estoy contento por encontrarme otra vez con vosotros, después de la visita que hice a vuestra ciudad el pasado mes de abril. Os saludo a todos con espíritu paterno, comenzando por vuestro Pastor, el cardenal Anastasio Ballestrero que os acompaña, a los representantes del clero, de los religiosos y religiosas, a los jóvenes, a los que sufren y a los varios grupos de parroquias y Movimientos católicos de la archidiócesis de Turín. Vuestra peregrinación tan numerosa y ciertamente densa de espiritualidad me proporciona consuelo y atestigua además vuestra gran devoción y fidelidad al Sucesor de Pedro. Por esto, os doy las gracias y mi cordial bienvenida, así como me la disteis con ocasión de mi inolvidable viaje. Todos juntos confesamos nuestra común y sólida fe en el Señor, mientras vivimos un momento fuerte de mutua caridad.

2. Me resulta hermoso revivir en este momento la jornada que transcurrió en Turín, en contacto con una gente laboriosa y generosa, capaz de compromiso no superficial, sino sentido y arraigado. Recuerdo con gusto los encuentros, además de con las autoridades, sobre todo, con los enfermos del Cottolengo, con la juventud en Valdocco, y con toda la población ante la catedral, para la celebración de la Santa Misa y en el santuario de la Gran Madre de Dios, por no hablar de los encuentros particulares con el presbiterio diocesano y con las religiosas de los diversos institutos. Pude así recibir un eficaz testimonio de amor a la Iglesia. Ciertamente que él derivaba de una sólida adhesión a Cristo, que es la Cabeza única de la Iglesia y su único Esposo, ya que la conquistó con su propia sangre (cf. Act 20, 28), como nos recuerda bien la preciosa Sábana que custodiáis y que pude venerar de forma extraordinaria en aquella circunstancia.

3. Pero mi palabra hoy quiere hacerse también estímulo y exhortación a todos vosotros y a cuantos representáis aquí. Sed siempre dignos de vuestra tradición cristiana. Pensar en la historia de la Iglesia en Turín significa necesariamente evocar la memoria de las figuras de algunos santos universalmente conocidos, entre los cuales destacan San José Benito Cottolengo y San Juan Bosco. Y, como todos saben, se trata siempre de una santidad muy concreta, basada en una peculiar atención al hombre o, dicho en términos evangélicos, en un auténtico amor al prójimo. De este testimonio cristiano tiene necesidad el hombre de hoy y de siempre. Por lo demás, de este modo el cristiano realiza plenamente su identidad. En efecto, como nos enseña San Pablo, lo que cuenta para quien vive en Cristo Jesús es "la fe actuada por la caridad" (Gal 5, 6). Es necesario ver actuadas esta fe y este amor: con ellas se nutre y crece la comunidad eclesial, con ellas también se da la más válida aportación constructiva a toda la sociedad humana. Pero es preciso mantener la justa relación entre los dos elementos, de acuerdo con el orden que entre ellos propone el Apóstol. Para nosotros, cristianos, la fe es la raíz de la caridad, esto es, en la base de todo está nuestra confrontación con el Señor crucificado: "La caridad de Cristo nos apremia (caritas Christi urget nos) persuadidos como estamos de que uno murió por todos" (2 Cor 5, 14). Es necesario esto para no caer en la simple filantropía o en entusiasmos fáciles pero de breve duración, sino para dar a nuestro compromiso en favor del hombre el fundamento inquebrantable del mismo amor con el que Dios vino a nuestro encuentro en la cruz de Jesucristo y del que absolutamente nada "podrá arrancarnos jamás" (Rom 8, 39).

4. Queridísimos, al regresar a casa, llevad a vuestros seres queridos, a los amigos y a cuantos conocéis el saludo más cordial del Papa. Decidles, especialmente a los que sufren, que los recuerda siempre en la oración y les asegura su propio afecto. Efectivamente, me es grato desearos todo bien, a fin de que vuestra prosperidad humana vaya acompañada inseparablemente de un verdadero crecimiento cristiano, tanto a nivel personal como eclesial. Que os asista siempre la gracia del Señor, de la que es prenda la particular bendición apostólica, que muy gustosamente imparto a todos.

 



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