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ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II
A DEPENDIENTES Y FAMILIARES
DE LAS INDUSTRIAS MERLONI DE FABRIANO, ITALIA


Viernes 3 de abril de 1981

 

Queridísimos hijos e hijas del grupo industrial "Merloni":

1. Sé que, desde hace tiempo, deseabais tener un encuentro conmigo, para recordar la importante circunstancia del 50 aniversario de la fundación de vuestra empresa. Os doy las gracias sinceramente por este deseo, y me siento muy feliz de poderlo satisfacer hoy, concediéndoos esta audiencia especial, a la que habéis venido en tan gran número y con tanta devoción.

Veo entre vosotros al señor cardenal Pietro Palazzini, el cual, como conterráneo y amigo, ha querido acompañaros juntamente con vuestro obispo, mons. Luigi Scuppa, y con algunos otros prelados de la región Picena. El saludo que afectuosamente les dirijo se extiende a todos los que estáis aquí presentes, en señal de satisfacción y felicitación: no sólo a los titulares y dirigentes de las industrias fundadas por el llorado senador Aristide Merloni, sino también a cada uno de vosotros, que dentro de ellas prestáis vuestro trabajo cotidiano, así como también a vuestros respectivos familiares.

2. No me compete "a mí evocar la historia o las líneas de desarrollo de vuestra empresa, que se ha consolidado en el sector especializado de sus productos. Sin embargo, al veros ante mí como representantes del mundo del trabajo y protagonistas en un determinado sector industrial, no puedo menos de poner de relieve las características que han marcado desde el principio esta actividad.

¿Cuáles son estas características? Quisiera recordar sólo dos de ellas: ante todo, la coordinación entre las exigencias técnicas y las exigencias humanas. Sé que el fundador eligió y quiso realizar establecimientos de dimensiones medias, que estuviesen como a medio camino entre la pequeña empresa de tipo familiar y los llamados colosos industriales.

Este me parece un punto de equilibrio, que puede asegurar el necesario respeto de las leyes intrínsecas al proceso productivo, como se configura en la organización industrial moderna y, a la vez, sirve quizá para salvaguardar mejor esos componentes humanos a los cuales el trabajo está subordinado de por sí. Cuando digo componentes humanos, hablo, por ejemplo, de la relación natural entre el trabajador y el propio ambiente familiar y socio-cultural, sin desarraigos forzados y lejanías traumáticas; pero entiendo sobre todo —como bien comprendéis— cuanto en su conjunto afecta al hombre e interesa al hombre: esto es, los derechos y los deberes, las necesidades y las aspiraciones que son propias de la persona, como núcleo vivo y sagrado, al que ya quise referirme en mi primera Encíclica Redemptor hominis (cf. II, 12; III, 14-16). El hombre, por voluntad de Dios que le ha creado y le ha colocado en la cumbre de su creación, es y debe ser siempre el centro de referencia, permaneciendo así desde el comienzo hasta el final de todo el ciclo productivo. No es el hombre para el trabajo, porque no se trata de una máquina que está al lado de otras máquinas que maniobra; sino que el trabajo es para el hombre, en cuanto es para él fuente de sustento e instrumento para su elevación cultural y moral. Se trata de cosas que conocéis, queridos hermanos e hijos; pero ante vosotros, que representáis aquí a las industrias típicas de la zona de Fabriano (permitidme recordar, en este momento, las famosas fábricas de papel, que desde el Medioevo llevaron incluso fuera de Italia el nombre de vuestra ciudad), esta llamada que hago al hombre y a su innato perfil de criatura espiritual y dotada de un destino trascendente puede constituir un elemento de oportuna y saludable reflexión.

También quiero añadir que este planteamiento humano, o "humanístico", del trabajo se une bien con otra característica, la cual —como tuve ocasión de señalar ante los trabajadores del puerto de Ancona, en septiembre de 1979 (cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 16 septiembre, 1979, pág. 8)—, es propia de vuestra gente: aludo a esa profunda afición al trabajo, que se puede llamar perseverancia y tenacidad, o, más brevemente, "laboriosidad".

Mientras recuerdo estas dos características, deseo vivamente que ellas, lejos de ser descuidadas, puedan tener ulterior desarrollo con ocasión del cincuentenario, para ser transmitidas como indicaciones de validez permanente y como patrimonio moralmente precioso a las generaciones de vuestros hijos y sucesores.

3. Pero también son patrimonio las costumbres ético-religiosas, basadas en la adhesión sincera a la fe de los padres, y también quise recordar esto en el discurso de Ancona (ib.). Efectivamente, Las Marcas tienen una riqueza tal de tradiciones, de ejemplos, de instituciones, que revelan enseguida su rostro cristiano.

Evidentemente, la sola laboriosidad, aun siendo un dato de gran valor, no puede bastar; si el hombre es una criatura que "está más alta" que las otras criaturas, tiene el deber de mirar más allá y por encima de ellas. Teniendo la luz de la inteligencia, estando elevado a la dignidad de hijo de Dios, el hombre debe mantenerse unido al Padre celestial, estableciendo y viviendo con El una relación consciente y personal que no es sólo de veneración y de fe, sino también de afecto y de caridad.

Nos hallamos —como bien advertís— en el ámbito de ese "primero y máximo mandamiento" que nos dio Jesucristo, quien nos recuerda también: "¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?" (Mt 16, 26) ¿Y de qué serviría —podría preguntarse aquí a modo de deducción lógica— el progreso económico-industrial, aunque sea grandioso e incesante, si hay una regresión paralela en el orden espiritual y moral? También os corresponde a vosotros, queridos trabajadores de Las Marcas, evitar en vuestra vida este contraste funesto, impidiendo que el bienestar material ensombrezca el auténtico bien que es la virtud, y procurando que la actual tendencia al consumismo no lleve al olvido práctico y, mucho menos, a la negación formal de Dios.

4. Hay en vuestra región un centro espiritual que, si es un sugestivo lugar de peregrinación y plegaria para todos los cristianos, lo es, por título especial, para vosotros. Este centro es Loreto, donde a la luz de la antigua tradición de la Santa Casa, se nos presenta con relieve particular uno de los misterios fundamentales de nuestra fe: el del Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre en el seno de la Virgen María. Loreto es lugar elegido de piedad mariana, pero, precisamente por esta vinculación directa con el misterio salvífico del Verbo Encarnado es, a la vez, lugar de meditación inagotable y de culto perenne a Cristo Señor y Redentor del hombre.

Es importante y necesario, queridos trabajadores, que en vuestra vida profefesional, como en vuestras familias y en la trama de las relaciones sociales, exista siempre esta sensibilidad hecha de interés, de atención y preocupación por los valores primarios e irrenunciables de la fe cristiana, que constituyen —¡recordadlo siempre!— no sólo una heredad que debéis conservar, sino también una posesión personal que debéis incrementar, testimoniar y participar a los hermanos.

Por mi parte, consideraré útil y provechoso el encuentro de hoy con vosotros, si acogéis con espíritu abierto y generoso esta exhortación mía. En el 50 aniversario hago sinceros votos por vuestra actividad de trabajadores honestos y competentes,pero —de acuerdo con mi ministerio de Pastor de la Iglesia— deseo indicaros y recomendaros la ulterior y más elevada perspectiva de una vida cristiana, inspirada en una coherencia ejemplar.

Con mi bendición apostólica.

 



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