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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SR. DOM MINTOFF, PRIMER MINISTRO DE MALTA*

Jueves 12 de noviembre de 1981

 

Señor Primer Ministro:

Me es grato darle una cordial bienvenida, manifestándole, al mismo tiempo, mi agradecimiento por esta visita, y dirigiendo, además, por medio de usted, mi saludo lleno de buenos deseos a toda la nación maltesa.

El primer pensamiento que surge espontáneo en este momento es la evocación de las particulares relaciones milenarias que han mediado entre la Santa Sede y Malta, las cuales han sido expresión de esa constante fidelidad a Cristo y a la Iglesia que ha marcado la historia, la cultura, las costumbres y la sensibilidad de ese querido pueblo.

Efectivamente, ese pueblo se considera orgulloso de tener sus propios orígenes católicos en la estancia en la isla del Apóstol de las Gentes, llamado así, con justo título, evangelizador mediterráneo, el cual os anunció la Palabra de salvación, siendo correspondido, a su vez, por la gentileza y los dones de aquellos habitantes.

Desde entonces, y precisamente en virtud de un comienzo tan significativo y robusto, la Iglesia apostólica de Malta ha continuado correspondiendo a su vocación al Evangelio, y ha sabido conservar e incrementar, incluso en las horas difíciles de su historia, los propios valiosos recursos espirituales y el rico patrimonio de sus antiguas tradiciones de fe.

En este contexto, deseo, por mi parte, Señor Primer Ministro, manifestar también en esta circunstancia mi constante y profundo afecto –que confirma y prolonga el de mis predecesores– por el pueblo maltés, dando público testimonio de las virtudes de sus hijos, tanto por todo lo que concierne a su vida cristiana, como por lo que se refiere al compromiso en los varios sectores de la vida civil, que ha encontrado proyección incluso en el extranjero, mediante la presencia y el trabajo de los ciudadanos emigrados. Todo esto constituye una razón de sincera complacencia y representa, al mismo tiempo, una garantía segura para un porvenir sereno y laborioso de la isla.

Al hacer penetrar cada vez más el espíritu del mensaje evangélico en las cos­tumbres de un pueblo, la Iglesia no puede dejar de contribuir a consolidar los fundamentos de la sociedad, alimentando entre los hijos de una misma patria la unión fraterna, la mutua colaboración y la estima de esos valores espirituales que están en la raíz de un auténtico progreso.

Por este motivo la Iglesia, con su obra, ofrece una aportación altamente valiosa para la vida de la sociedad civil, como dan fe de ello la multiplicidad de las instituciones en el campo educativo, asistencial y caritativo, y el patrimonio inestimable de los valores que se refieren a la solidez de la institución familiar.

Para realizar este servicio la Iglesia pide la libertad que le compete, al haber recibido de Dios el mandato –que es deber y derecho– de anunciar el Evangelio en formas adecuadas a la naturaleza misma de este mensaje, y a la dignidad humana de aquellos que son sus destinatarios. Con esto, la Iglesia forma las conciencias, y por lo tanto presta el más alto servicio no sólo a los individuos para que sepan corresponder a su vocación trascendente, sino también a la comunidad civil, no pudiendo el cristiano maduro dejar de ser, a la vez, también ciudadano ejemplar.

Ésta es precisamente la obra que están desarrollando meritoriamente los obispos que tienen la cura pastoral del pueblo maltés; y quiero dar aquí testimonio de ello, sabiendo que su enseñanza también sobre la vida moral de la familia y la educación cristiana de los hijos, su empeño por sostener e incrementar las escuelas católicas y otras obras asistenciales, corresponden al genuino espíritu del Evangelio y a los valores que la Iglesia, hoy como siempre, defiende y exalta en su Magisterio.

De este modo la Iglesia y el Estado que en sus órdenes respectivos promueven el bien del hombre, coinciden en no pocas cosas.

Y, a propósito de esta colaboración, deseo asegurarle, Señor Primer Ministro, que la Iglesia conoce la voluntad y el esfuerzo desplegados por la nación maltesa, después de conseguir la independencia, para mejorar el propio nivel de vida social y para resolver los difíciles problemas económicos consi­guientes. En este noble esfuerzo, Malta hallará en los obispos y en la Santa Sede válido apoyo y plena comprensión. Así también puedo garantizar mi solicitud por todos los propósitos dirigidos a definir de modo satisfactorio la delicada y compleja participación de Malta en la vida internacional.

Es comprensible –siempre con relación a dicha colaboración entre Iglesia y Estado– que a veces puedan surgir dificultades. Para superarlas es necesario buscar un entendimiento cordial, mutua comprensión, voluntad eficaz, en las relaciones recíprocas de las respectivas autoridades constituidas; en una palabra, es necesario un profundo espíritu de diálogo. Por su parte, la Iglesia se ofrece sin ambigüedades a esta perspectiva de diálogo y se alegrará de encontrar la misma favorable disposición por parte del Estado maltés.

Con estos sentimientos y deseos invoco sobre todo el pueblo maltés y sus gobernantes la protección divina, en prenda de la cual envío a su querida Patria mi bendición apostólica.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 6 de diciembre de 1981, n.49,  p.12 .

 



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