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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA II SESIÓN ESPECIAL DE LA ONU SOBRE EL DESARME*

 

Señor Presidente,
señoras y señores representantes de los Estados miembros:

1. En junio de 1978, cuando se reunió la I sesión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el Desarme, mi predecesor el Papa Pablo VI le envió un mensaje personal en el que expresaba sus esperanzas en los resultados que la humanidad tenía el derecho a esperar de un tal esfuerzo de buena voluntad y de sabiduría política por parte de la Comunidad internacional.

Cuatro años más tarde, henos aquí reunidos de nuevo para preguntaros si estas expectativas han sido —al menos parcialmente— alcanzadas.

La respuesta a esta cuestión parece no ser ni muy tranquilizadora ni muy estimulante. Una comparación de la situación de hace cuatro años con la situación actual en materia de desarme evidencia muy pocas mejoras. Algunos piensan incluso que ha habido deterioro al menos en el sentido de que las esperanzas nacidas entonces podrían presentarse ahora como simples ilusiones. Esta constatación podría conducir fácilmente al desánimo y empujar a los responsables del destino del mundo a buscar en otro lugar la solución de los problemas —particulares o generales— que continúan perturbando la vida de los pueblos.

Muchos ven así la realidad actual. Las cifras procedentes de fuentes diversas indican un serio aumento de los gastos militares que se traduce en una más fuerte producción de diferentes tipos de armamentos a la que, según institutos especializados, corresponde una nueva escalada del comercio de armas. Los medios de información han concentrado últimamente una gran parte de su atención en la investigación y utilización a gran escala de las armas químicas. Por otra parte, nuevas armas nucleares han visto la luz.

Ante una Asamblea tan competente como la vuestra, no es necesario exponer las cifras que vuestra misma Organización ha publicado al respecto. Me sea suficiente, a título indicativo, citar el estudio según el cual el total de gastos militares del planeta corresponde a una media de ciento diez dólares por persona y por año, cosa que, para muchos habitantes de este mismo planeta, representa la renta de que disponen para vivir durante un período idéntico.

Frente a este estado de cosas me es grato expresar mi satisfacción por el hecho de que las Naciones Unidas se hayan propuesto una vez más afrontar el problema del desarme y agradezco la posibilidad que se me ofrece cortésmente de dirigiros la palabra en esta ocasión.

Aunque no sea miembro de vuestra Organización, la Santa Sede tiene ante ella, desde hace algún tiempo su propia Misión permanente de observación, lo cual le permite seguir días tras día sus actividades. Nadie ignora cuánto apreciaban mis predecesores vuestros trabajos. Yo mismo he tenido la oportunidad, sobre todo con motivo de mi visita a la sede de la ONU, de hacer mías sus palabras de estima hacia vuestra Organización. Como ellos, también yo comprendo las dificultades, incluso expresando el voto de que sus esfuerzos se vean recompensados por resultados más importantes y mejores, y reconozco su valioso e irreemplazable papel en orden a asegurar al mundo un futuro más sereno y más pacífico.

La voz que vuestra cortesía me permite hacer resonar una vez más en esta sala es la de alguien que no tiene intereses ni poderes políticos y, mucho menos, fuerza militar. Aquí, donde convergen prácticamente las de todas las naciones, grandes y pequeñas, mi palabra trae consigo el eco de la conciencia moral de la humanidad en estado puro, si me permitís esta expresión. No está acompañada por preocupaciones o intereses de otra naturaleza, que podrían velar su testimonio y hacerla menos creíble.

Una conciencia iluminada y guiada por la fe cristiana, sin duda, pero que no es por ello menos profundamente humana, sino todo lo contrario. Es, por tanto, una conciencia común a todos los hombres de buena y sincera voluntad.

Mi voz se hace eco de las angustias, aspiraciones, esperanzas y temores de millares de hombres y mujeres que, desde todas las latitudes, vuelven sus ojos hacia vuestra Asamblea preguntándose si, tal y como esperan, surgirá de ella alguna luz tranquilizadora o bien una nueva y preocupante decepción. Sin haber recibido el mandato de todos ellos, creo poder hacerme ante vosotros el intérprete fiel de estos sentimientos que son los suyos.

No deseo ni puedo entrar en los aspectos políticos y técnicos del problema del desarme tal y como hoy se presenta, pero me permitiría llamar vuestra atención sobre algunos principios éticos que están en la base de cualquier discusión y de cualquier decisión deseable en este terreno.

2. Mi punto de partida se enraíza en una constatación unánimemente admitida no sólo por vuestros pueblos, sino también por los Gobiernos que presidís o representáis: el mundo desea la paz, el mundo necesita la paz.

En nuestros días, rechazar la paz no significa sólo provocar el sufrimiento y las pérdidas que —hoy más que en el pasado— comporta una guerra, incluso limitada; ello podría ocasionar igualmente la total destrucción de enteras regiones, con la posible o probable amenaza de catástrofes de proporciones más amplias aún e incluso universales.

Los responsables de la vida de los pueblos parecen estar empeñados sobre todo en una febril búsqueda de las vías políticas y de las soluciones técnicas que permitan “contener” los efectos de eventuales conflictos. Incluso viéndose obligados a conocer los límites de sus esfuerzos en este sentido, persisten en estas vías: signo de lo extendida que está la convicción de que a largo plazo las guerras son inevitables y signo asimismo, y sobre todo, de que el espectro de una posible confrontación militar entre los grandes campos que dividen hoy al mundo continúa preocupando al destino de la humanidad.

Ciertamente, ninguna potencia, ningún hombre de Estado admitirá que desea proyectar una guerra o tomar la iniciativa de la misma. Con todo, la desconfianza mutua hace creer o temer que otros nutran planes o una voluntad de este género, de tal modo que ninguno parece contemplar, por su parte, otra solución posible, si no necesaria, que no sea la de preparar una fuerza defensiva suficiente para responder a un eventual ataque.

3. Muchos consideran incluso que esta preparación constituye un camino para salvaguardar la paz o, al menos, para impedir lo más posible y del modo más eficaz el desencadenamiento de conflictos, sobre todo de los grandes conflictos que comportarían el holocausto supremo de la humanidad y la destrucción de la civilización que el hombre ha conquistado a través de los siglos.

Esta continúa siendo, como se ve, la “filosofía de la paz” enunciada en el antiguo principio romano: “Si vis pacem, para bellum”.

Traducido en términos modernos, esta filosofía ha tomado el nombre de “disuasión”, y ha revestido las formas de la búsqueda de un “equilibrio de fuerzas” que, a veces, se ha denominado, no sin razón, “equilibrio del terror”.

Como resaltó mi predecesor Pablo VI: “La lógica inmanente a la búsqueda de equilibrios de las fuerzas impulsa a cada uno de los adversarios a intentar asegurar un cierto margen de superioridad por temor a encontrarse en situación de desventaja” (Mensaje a la Asamblea General de la ONU, 24 de mayo de 1978).

De este modo, en la práctica, es fácil la tentación —y el peligro continuo— de ver cómo la búsqueda de un equilibrio se transforma en búsqueda de una superioridad de tal naturaleza que vuelva a lanzar de un modo más peligroso aún la carrera de los armamentos.

He aquí, de hecho, la tendencia que parece continuar prevaleciendo hoy, y puede que incluso de un modo ano más acentuado que en el pasado. Y vosotros os habéis propuesto como objetivo específico de esta Asamblea, buscar el modo posible de invertir esta tendencia.

Este objetivo puede parecer, por decirlo así, “minimalista”, pero es de una importancia fundamental, pues semejante cambio de sentido puede permitir esperar que la humanidad se empeñará en la vía que conduce al objetivo que todos desean, aunque muchos lo continúen considerando una utopía: un desarme total, mutuo y rodeado de tales garantías de un control efectivo que dé a todos la confianza y la seguridad necesarias.

Por ello, esta sesión extraordinaria refleja además otra constatación. Así como desea la paz, el mundo desea también el desarme. El mundo necesita el desarme.

Por otra parte, todo el trabajo realizado en el seno del Comité de Desarme, en diferentes comisiones o subcomisiones y en el seno de los Gobiernos, así como la atención prestada por el público testimonia la importancia que se concede en nuestros días a la difícil cuestión del desarme.

La misma convocatoria de esta reunión lleva en sí un juicio: las naciones del mundo están ya superarmadas y demasiado comprometidas en políticas que refuerzan esta tendencia. Un juicio de este tipo incluye implícitamente la convicción de que esta tendencia es errónea y que las naciones del mundo empeñadas en esta vía deben repensar su postura.

Pero la situación es compleja y en ella entran en juego numerosos valores —algunos del más alto nivel—. Pueden expresarse puntos de vista divergentes. De ahí que sea necesario afrontar los problemas con realismo y con honestidad.

Por ello, yo pido en primer lugar a Dios que os conceda la fuerza de espíritu y la buena voluntad que se requieren para realizar vuestra tarea y hacer avanzar en la medida de lo posible la causa de la paz, objetivo último de vuestros esfuerzos durante esta sesión extraordinaria. Así, pues, mi palabra es una palabra de aliento y esperanza. Aliento para no dejar que vuestras energías se debiliten por la complejidad de las cuestiones o por los fracasos del pasado y del presente. Palabra de esperanza porque sabemos que sólo los hombres de esperanza son capaces de avanzar paciente y tenazmente hacia los objetivos dignos de los mejores esfuerzos y hacia el bien de todos.

4. Puede que no exista en nuestros días ninguna otra cuestión que afecte a tantos aspectos de la condición humana como la de los armamentos y el desarme. Comporta aspectos científicos y técnicos, aspectos sociales y económicos. Incluye asimismo graves problemas de naturaleza política que atañen a las relaciones entre Estados y entre pueblos. Nuestros sistemas mundiales de armamentos influyen, además, mucho en los procesos culturales. Coronando el conjunto, vienen las cuestiones espirituales que se refieren a la identidad misma del hombre y a sus opciones por el futuro y por las generaciones venideras.

Al ofreceros mis reflexiones, tengo presentes en mi espíritu todas estas dimensiones técnicas, científicas, sociales, económicas, políticas y, sobre todo, éticas, culturales y espirituales.

5. Desde el final de la segunda guerra mundial y el comienzo de la era atómica, la Santa Sede y la Iglesia católica han tenido una actitud muy clara. La Iglesia ha intentado sin cesar contribuir a la paz y a construir un mundo que no tenga que recurrir a la guerra para resolver las diferencias. Ha animado a mantener un clima internacional de confianza mutua y cooperación. Ha apoyado las estructuras susceptibles de asegurar la paz. Ha recordado los efectos desastrosos de la guerra. A medida que aumentaban los medios de destrucción mortífera, ha resaltado los peligros que se seguían de ello y, por encima de los peligros inmediatos, ha indicado los valores que debían cultivarse para desarrollar la cooperación, la confianza mutua, la fraternidad y la paz.

Ya en 1946, mi predecesor el Papa Pío XII se refirió a la “potencia de los nuevos instrumentos de destrucción” que llevaban a poner el problema del desarme en el centro de las discusiones internacionales con aspectos completamente nuevos (Mensaje al Colegio de los Cardenales, 24 de diciembre de 1946).

Los Papas sucesivos y el Concilio Vaticano II prosiguieron la reflexión adaptándola al contexto de los nuevos armamentos y del control de los mismos. Si los hombres se volcaran en esta tarea con buena voluntad y si tuvieran en sus corazones y en sus planes la paz como objetivo, sería posible encontrar las medidas adecuadas, elaborar las estructuras apropiadas para lograr la seguridad legítima de cada uno de los pueblos en el respeto mutuo y la paz, y entonces los arsenales del miedo y de la amenaza de muerte resultarían superfluos.

La enseñanza de la Iglesia católica es, pues, clara y coherente. Deplora la carrera de armamentos, pide, al menos, una progresiva reducción mutua y comprobable, así como mayores precauciones contra los posibles errores en el uso de las armas nucleares. Al mismo tiempo, la Iglesia reclama para cada nación el respeto a su independencia, libertad y legitima seguridad.

Deseo aseguraros que la Iglesia católica tiene una constante preocupación y que no cesará de desplegar sus esfuerzos hasta que se supriman totalmente los armamentos, se garantice la seguridad de todas las naciones y hasta que se ganen los corazones de todos los hombres para opciones éticas que garanticen una paz duradera.

6. Paso ahora al debate que os ocupa, en relación con el cual hay que reconocer, en primer lugar, que ningún componente de los asuntos internacionales puede ser considerado en forma aislada y separada de los múltiples intereses de las naciones. Sin embargo, una cosa es reconocer la interdependencia de las cuestiones y otra explotarlas para sacar ventajas en otro plano. Los armamentos, las armas nucleares y el desarme son demasiado importantes en sí mismos y para el mundo como para que se conviertan simplemente en una parte de una estrategia que explotaría su importancia intrínseca en favor de una política o de otros intereses.

7. Es importante, pues, considerar debidamente con la prudencia y la objetividad que merecen cada una de las proposiciones serias que miran a contribuir al desarme real y a crear un clima mejor. Incluso pequeños pasos tienen un valor que va más allá de su aspecto material y técnico. Sea cual sea el terreno considerado, hoy tenemos necesidad de perspectivas nuevas y de disponibilidad de escucha respetuosa y de acogida atenta de las sugerencias honestas de todos aquellos que se ocupan con responsabilidad de asuntos tan controvertidos.

En este sentido, surge lo que yo llamaría el fenómeno de la retórica. Un terreno tan tenso y, en una proporción idéntica, lleno de inevitables peligros, no puede dejar sitio a ninguna especie de discursos forzados o de posiciones provocatorias. La complacencia en la retórica, en el vocabulario inflamado y apasionado, en las amenazas veladas y las contra-amenazas y en las maniobras desleales no pueden más que exacerbar la gravedad de un problema que requiere un examen sobrio y atento. Por otra parte, los Gobiernos y sus responsables no pueden conducir los asuntos de los Estados al margen de los deseos de sus pueblos. La historia de las civilizaciones nos ofrece espantosos ejemplos de lo que ocurre cuando se intenta realizar esta experiencia. Ahora bien, los temores y preocupaciones de numerosos grupos en diversas partes del mundo demuestran que las gentes sienten un miedo cada vez mayor ante la idea de lo que podría ocurrir si unos irresponsables desencadenan una guerra nuclear.

De este modo, y un poco en todos sitios, se han desarrollado movimientos por la paz. En muchos países, estos movimientos, que se han hecho muy populares, son apoyados por un número creciente de ciudadanos de estratos sociales diferentes, de todas las edades y de formación diversa, especialmente jóvenes. Los fundamentos ideológicos de estos movimientos son múltiples. Sus proyectos, sus proposiciones, sus políticas varían mucho y pueden muchas veces ofrecer el flanco a instrumentalizaciones partidistas. Pero, por encima de estas divergencias de formas, hay un deseo de paz, profundo y sincero.

De este modo, no puedo menos de asociarme a vuestro proyecto de llamada a la opinión para que nazca una verdadera conciencia universal de los terribles riesgos de la guerra, conciencia que entrañará, a su vez, un espíritu de paz generalizado.

8. En las condiciones actuales, una disuasión basada en el equilibrio, no ciertamente como un fin en sí mismo sino como una etapa en el camino de un desarme progresivo, puede ser enjuiciada aún como moralmente aceptable.

De todos modos, para asegurar la paz es indispensable no contentarse con un mínimum continuamente marcado por un peligro real de explosión.

¿Qué hacer entonces? Dado que no existe una autoridad supranacional tal como la deseó el Papa Juan XXIII en su Encíclica Pacem in terris y que se había esperado encontrar en la Organización de las Naciones Unidas, la única solución realista ante la amenaza de guerra continúa siendo la negociación. En este punto deseo recordaros una frase de San Agustín que ha sido citada ya otras veces: “Matad la guerra con las palabras de las negociaciones, pero no matéis a los hombres con la espada”. Hoy vuelvo a reafirmar ante vosotros mi confianza en la fuerza de las negociaciones leales para llegar a soluciones justas y equitativas. Estas negociaciones exigen paciencia y constancia y deben orientarse claramente a una reducción de los armamentos equilibrada, simultánea y controlada internacionalmente.

Más concretamente aún, la evolución en curso parece llevar a una interdependencia creciente de los tipos de armamentos. ¿Cómo imaginar en estas condiciones una reducción equilibrada si las negociaciones no cubren el conjunto de las armas? En esto sentido, la continuación del estudio del “programa global de desarme”, que ha emprendido ya vuestra Organización, podría facilitar la necesaria coordinación de los diferentes foros y aportar a los resultados más verdad. equidad y eficacia.

9. De hecho las armas nucleares no son los únicos medios de guerra y de destrucción. La producción y la venta de armas convencionales en todo el mundo constituyen un fenómeno realmente alarmante y, según parece, en pleno desarrollo. Las negociaciones sobre el desarme no podrían ser completas si ignoran el hecho de que el 80 por ciento de los gastos en armamentos se dedica a las, armas convencionales. Por otra parte, el tráfico de estas armas parece evolucionar a un ritmo creciente y orientarse preferentemente hacia los países en vías de desarrollo. Cualquier paso que se dé y cualquier medida que se tome para limitar esta producción y este tráfico y para someterlos a un control cada vez más efectivo es una contribución significativa a la causa de la paz.

Recientes acontecimientos han confirmado el poder destructivo de las armas convencionales y las condiciones lamentables a que se condenan los Estados que sienten la tentó. cien de recurrir a ellas para solucionar sus diferencias.

10. Pero la consideración de los aspectos cuantitativos de los armamentos tanto nucleares como convencionales no es suficiente. Hay que prestar una atención especialísima a su perfeccionamiento logrado gracias a nuevas y avanzadas tecnologías, pues es ésta una de las dimensiones esenciales de la carrera de armamentos. Ignorarla conducirla a engañarse v a no ofrecer a los hombres deseosos de paz, más que una farsa.

En investigación y la tecnología deben ser siempre puestas al servicio del hombre. En nuestros días se las usa y se abusa de ellas con demasiada frecuencia para otros fines Dirigiéndome el 2 de junio de 1980 a los hombres de la ciencia y de la cultura de la Asamblea de la UNESCO desarrollé ampliamente este tema. Que me sea permitido también hoy sugerir al menos que un porcentaje no indiferente de los fondos dedicados a la tecnología y a la ciencia de los armamentos se reserven al desarrollo de mecanismos y dispositivos que garanticen la vida y el bienestar del hombre.

11. En su discurso a la Organización de las Naciones Unidas de octubre de 1965, el Papa Pablo VI enunció una profunda verdad cuando declaró: “La paz no se construye sólo a través de la política y del equilibrio de fuerzas e intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de paz”. Los productos del espíritu, las ideas, los productos de la cultura y las fuerzas creativas de los pueblos están destinadas a ser compartidas. Las estrategias de paz que se queden a nivel técnico y científico, que determinen equilibrios y verifiquen controles no asegurarán una verdadera paz sino a condición de que se forjen y se refuercen con vínculos entre los pueblos. Estableced vínculos que unan a los pueblos. Ofreced los medios que lleven a los pueblos a compartir sus culturas y sus valores. Abandonad todos los intereses mezquinos que dejan una nación a merced de otra en el plano económico, social o político.

En este mismo espíritu, los trabajos de expertos cualificados que resaltan la relación entre desarme y desarrollo merecen ser estudiados y llevados a la práctica. No resulta nuevo considerar la posibilidad de que ciertos recursos financieros consagrados al desarrollo de las armas sean destinados al desarrollo de los pueblos, pero la idea no pierde, con todo, su actualidad y la Santa Sede la ha hecho suya desde hace tiempo. Cualquier resolución de la Asamblea General en este sentido recibirá en todas partes la aprobación y el apoyo de los hombres y mujeres de buena voluntad.

El establecimiento de lazos entre los pueblos significa volver a descubrir y a reafirmar todos los valores que refuerzan la paz y que unen los pueblos en la armonía; significa asimismo la renovación de lo mejor del corazón del hombre que busca el bien de los otros en la fraternidad y el amor.

12. Desearía añadir una última consideración: la producción y la posesión de armamentos son la consecuencia de una crisis ética que corroe a la sociedad en todas sus dimensiones: política, social y económica. La paz, lo he repetido muchas veces, es el resultado del respeto a los principios éticos. El verdadero desarme, aquel que garantizará la paz entre los pueblos, no se realizará sino con la solución de esta crisis ética. De modo que si los esfuerzos de reducción de los armamentos y el posterior desarme total no van acompañados de forma paralela por un enderezamiento ético, están destinados de antemano al fracaso.

Intentar volver a poner nuestro mundo en su sitio, eliminar de él la confusión de los espíritus engendrada por la mera búsqueda de intereses y de privilegios o por la defensa de pretensiones ideológicas: ésta es la tarea absolutamente prioritaria si se desea llegar a profesar en la lucha por el desarme. Si no, nos quedaremos en falsas apariencias.

Pues la verdadera causa de nuestra inseguridad se encuentra en una crisis profunda de la humanidad. Vale la pena, a través de la sensibilización de las conciencias en lo absurdo de la guerra, crear las condiciones materiales y espirituales que disminuyan las desigualdades clamorosas y que den a todos un mínimo de espacio para la libertad de espíritu.

En un mundo en el que la comunicación es tan rápida como generalizada, no se puede seguir tolerando la existencia simultánea de personas superalimentadas y de desnutridos sin que nazca el resentimiento y sin que éste lleve a la violencia. Por otra parte, el espíritu tiene también sus derechos primordiales e inalienables y es justo que los reclame en los países donde le falta el espacio para vivir serenamente según sus propias convicciones. Yo invito a todos los que combaten por la paz a comprometerse en esta lucha por la eliminación de las verdaderas causas de la inseguridad de los hombres, uno de cuyos efectos es la terrible carrera de armamentos.

13. Cambiar el sentido do la tendencia actual de la carrera de armamentos lleva consigo, por consiguiente, una lucha paralela en dos frentes: por un lado, una lucha in mediata y urgente de los Gobiernos para reducir progresiva y equitativamente los armamentos; por otro, una lucha más paciente, pero no menos necesaria, a nivel de la conciencia de los pueblos para enrolarse en la causa ética de la inseguridad generadora de violencia, es decir, las desigualdades materiales y espirituales de nuestro mundo.

Sin prejuicios de ninguna clase, unamos todas nuestras fuerzas racionales y espirituales de hombres de Estado, de ciudadanos, de responsables religiosos para matar la violencia y el odio y buscar los caminos de la paz.

La paz es el objetivo supremo de la actividad de las Naciones Unidas. Debe ser el de todos los hombres de buena voluntad. Por desgracia, en nuestros días, tristes realidades ensombrecen todavía el horizonte de la vida internacional y causan cantidad de sufrimientos, destrucciones y preocupaciones que podrían hacer perder a la humanidad toda esperanza de ser capaz de dominar su propio futuro en la concordia y la colaboración entre los pueblos. A pesar del dolor que invade mi alma, me siento autorizado, más aún, obligado a reafirmar solemnemente ante vosotros y ante el mundo lo que mis predecesores y yo mismo hemos repetido muchas veces en nombre de la conciencia, en nombre de la moral, en nombre de la humanidad y en nombre de Dios:

La paz no es una utopía, ni un ideal inaccesible, ni un sueño irrealizable.

La guerra no es una calamidad inevitable.

La paz es posible.

Y porque es posible, la paz es un deber. Un deber muy grave. Una responsabilidad suprema.

La paz es difícil, cierto, y exige una gran dosis de buena voluntad, sabiduría, tenacidad. Pero el hombre puede y debe hacer que prevalezcan la fuerza de la razón sobre las razones de la fuerza.

Mis últimas palabras vuelven a ser, por tanto, palabras de aliento y de exhortación. Y puesto que la paz, confiada a la responsabilidad de los hombres, continúa siendo a pesar de ello un don de Dios, mis palabras se traducen en oración a Aquel que tiene en sus manos los destinos de los pueblos.

Os doy las gracias por la actividad que desplegáis para hacer progresar la causa del desarme: desarme de los artefactos de muerte y desarme de los espíritus.

Que Dios bendiga vuestros esfuerzos.

Y que esta Asamblea quede en la historia como un signo de consuelo y de esperanza.

Vaticano, 7 de junio de 1982.

IOANNES PAULUS PP. II



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