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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA ÁRABE SIRIA
ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 28 de junio de 1982

 

Señor Embajador:

Las nobles palabras que acaba de dirigirme subrayan, bellamente, la voluntad de su País y de sus dirigentes de conservar y desarrollar las antiguas relaciones de diálogo y cooperación con la Santa Sede. A través de vuestra persona, mi gratitud se dirige a Su Excelencia el Presidente Hafez Al-Assad. Le agradecería Señor Embajador, que le asegure y envíe mis mejores deseos para él y para la población que tiene confiada a su responsabilidad con el fin de guiarla en la coyuntura actual particularmente difícil.

Hoy pues, toma usted el relevo de numerosos Embajadores que se han ido sucediendo ante la Sede Apostólica. Vuestra misión, como la de todos los diplomáticos, se desarrollará en la discreción. Me parece, sin embargo, que vuestro trabajo, al igual que el de todos vuestros eminentes colegas de la diplomacia, tiene un gran valor. Usted puede hacer mucho -más de lo que pudiera creerse- para preparar o volver a abrir caminos de diálogo respetuoso y cortés, de progresiva comprensión, que conduzcan a soluciones justas mediante la negociación y la concertación.

Hace un momento usted se congratulaba al evocar numerosos recuerdos históricos, antiguos o más recientes, que fundamentan, de alguna manera, las relaciones mantenidas por la República Árabe de Siria con la Santa Sede. Ha hablado usted en particular de la muy venerable Iglesia de Antioquía y de la epopeya apostólica del Apóstol Pablo, después de su célebre conversión en el camino de Damasco, capital de la Siria moderna. Le agradezco vivamente la evocación de estas viejas raíces, tan queridas para las comunidades cristianas de siempre y que todavía hoy las vivifican. Pensando en estas comunidades, le expreso mi satisfacción por la voluntad que las Autoridades sirias han manifestado en orden a promover la comprensión recíproca, el respeto y la buena coexistencia entre cristianos y musulmanes.

Usted mismo se sorprendería, Señor Embajador, si no subrayara que vuestra misión diplomática ante la Santa Sede comienza en un contexto doloroso para toda la región del Medio Oriente. Pienso principalmente en el nuevo drama por el que pasa el Líbano. Testigos de violencias, de destrucciones, de desplazamientos de poblaciones y de sangre humana que no cesa de correr, pero igualmente responsables – a distintos niveles – de la paz y de la fraternidad que constituyen el eje de toda la civilización, no podemos resignarnos, no podemos dejar que la opinión pública mundial termine por creer en una fatalidad de la historia. Ante usted reafirmo una vez más que la Santa Sede, con los medios que corresponden a su misión espiritual, recuerda y recordará a tiempo y a destiempo, que la solución de cualquier discrepancia, en el Medio Oriente o en cualquier otra parte de la Tierra, no puede solucionarse por las armas. ¡La violencia engendra violencia! La Santa Sede con la acción que le es propia y los Gobiernos con la suya, deben hacer converger sus leales y perseverantes esfuerzos para propagar y hacer triunfar los caminos del encuentro, a veces largos y austeros, para las negociaciones sinceras y pacientes, que evidentemente suponen el reconocimiento del derecho de cada pueblo a su soberanía y a su libertad.

Y ya que hablamos del Oriente Medio, y por tanto de una región donde el monoteísmo es un valioso denominador común de las tres familias de creyentes, judíos, cristianos y musulmanes, estrechamente mezclados desde hace generaciones, me atrevo a decir que esta fe común en Dios, fuente de vida y de bondad, continúa siendo una esperanza de conversión de los corazones y de los espíritus. ¿Es posible creer en Dios, Creador de toda persona humana a su imagen y semejanza, sin esforzarnos, todos a una y cada uno en particular, en ser defensores intrépidos de la vida y difusores infatigables de su bondad misericordiosa? El Oriente Medio, que ha conservado en profundidad el sentido de los valores espirituales, no podrá salir del callejón sin salida en el que se encuentra en este momento sino uniéndose para reencontrar en las fuentes mismas del monoteísmo el sentido de su historia, tanto a escala individual como colectiva. ¡Qué luz supondría esto para el mundo entero, tan proclive a encerrarse en estructuras sociales separadas de raíces religiosas, es decir, de la fe!

Pensando y rezando por esta región de nuestro planeta, consternada y ensangrentada, tengo la persuasión de que en cada país del Oriente Medio hay hombres y creyentes de gran altura de espíritu y de corazón, que serán capaces de sentarse a la misma mesa para llegar juntos a soluciones de justicia y de paz, inspiradas en las ricas tradiciones culturales y en la fe en Dios, comunes a todos los pueblos del Levante.

De nuevo, Señor Embajador, en estos primeros momentos de vuestra alta misión, y al desearos cordialmente que sea fecunda para vuestro querido País y para la Iglesia, hago un llamamiento ardiente a todos los hombres constituidos en responsabilidad, sea a la cabeza de los Estados o en el mundo de la diplomacia, para que muestren su coraje y su creatividad en la salvaguarda de la paz en todas las partes de la Tierra.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 35, p.11.

 



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