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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE FILIPINAS
ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 7 de julio de 1983

 

Señor Embajador:

Gustoso recibo las Cartas que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Filipinas, y le agradezco, Excmo. Señor, las corteses palabras de saludo y buenos deseos que acaba de pronunciar en nombre de las autoridades filipinas y en el suyo propio.

Usted ha aludido a las cordiales y estrechas relaciones existentes entre su País y la Santa Sede. Le aseguro que el pueblo filipino ocupa un lugar especial en mi pensamiento y corazón. La existencia de estos fuertes lazos es fuente de alegría verdadera. En primer lugar, por ser expresión cabal de los múltiples vínculos de fe, cultura e historia que unen a muchos de sus conciudadanos con la Sede de Pedro, roca sobre la que el Salvador edificó su Iglesia. En segundo lugar, porque estas relaciones son expresión del afecto de la Santa Sede y también de sus esperanzas en el papel de la Nación Filipina en el progreso social, cultural y religioso del vasto continente de Asia.

En el contexto de esta sencilla ceremonia con que usted inaugura su misión, me complazco en citar un pensamiento contenido en mi Mensaje a la II Sesión especial de las Naciones Unidas sobre el Desarme: «...paz... significa renovación de lo mejor del corazón del hombre que busca el bien de los otros con fraternidad y amor» (n. 11). En su sentido propio, esta reflexión puede aplicarse a las relaciones entre la Santa Sede y Filipinas.

Por naturaleza, la Iglesia tiene encomendada la tarea de renovar el corazón y la mente de hombres y mujeres en todos los sitios. A la vez que emplea sus medios específicos para cumplir esta misión, medios que le han sido dados por su fundador, procura actuar al lado y en estrecha colaboración con instituciones civiles que están al servicio de la paz y del progreso, y en armonía con todos los hombres y mujeres de buena voluntad en los campos varios de la actividad humana, que tienen responsabilidad en la vida pública de las naciones. Con esta óptica, las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y los Gobiernos forman parte del servicio de la Iglesia a la familia humana y también, claro está, en su ministerio de paz.

El arte de la diplomacia, Señor Embajador, es el arte de la paz y el progreso por medio del diálogo y la negociación. A este respecto, su función de Embajador de su País ante la Santa Sede cobra carácter particular porque su objeto y ejercicio está en íntima conexión con la promoción de las verdades y valores esenciales que constituyen el fundamento de las relaciones justas y armónicas entre los individuos y las naciones, es decir, las verdades y valores referentes a la dignidad del hombre y a sus Derechos fundamentales inalienables, que deben ser respetadas universalmente para que nuestro mundo disfrute realmente de los beneficios de la paz y la justicia. Pido que le ilumine y fortalezca la Divina Providencia en el cumplimiento de su misión.

Al darle la bienvenida, Excmo. Señor, como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Filipinas ante la Santa Sede, pido a Dios plenitud de gracias para el Presidente y demás autoridades de su Nación y para todo el querido Pueblo filipino, al que mucho recuerdo.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 29, p.10.



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