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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN CENTRAL DE COLOMBIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Martes 11 de junio de 1985

 

Queridos Hermanos en el Episcopado,

1. Al recibiros con gran gozo a vosotros, Obispos de la región central de Colombia, mi pensamiento lleno de afecto se dirige a todas las diócesis que representáis, desde Villavicencio a Popayán, pasando por la metrópoli, Bogotá.

En vuestras personas saludo también a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que con dedicación y entusiasmo contribuyen a edificar el Reino de Dios en vuestro amado País.

Hasta Roma, la sede de Pedro, habéis querido traer sus esfuerzos y trabajos, pero especialmente sus ilusiones y esperanzas, para que la fe de todos sea confirmada (Cfr. Luc. 22, 32) y su celo evangelizador reciba nuevo estímulo del ejemplo e intercesión de los Apóstoles Pedro y Pablo, pilares de este centro de comunión de la Iglesia universal.

A acrecentar y hacer más visibles dichos lazos de unión y fraternidad con el Obispo de la Iglesia de Roma, “la que preside en la caridad”, han contribuido los encuentros personales con cada uno de vosotros, que ahora culminan en esta reunión colectiva.

Agradezco ante todo las amables palabras que el Señor Arzobispo de Bogotá ha tenido a bien dirigirme, también en nombre de todos los presentes. Deseo expresar mi aprecio por vuestra voluntad y esfuerzo por mantener y acrecentar la unidad y comunión en el seno de la Iglesia y de vuestra misma Conferencia Episcopal. Bien sabéis la importancia de este testimonio que edifica al pueblo de Dios y que ha de surgir de motivaciones profundas y sobrenaturales. La plegaria del Señor “que todos sean uno” (Io. 17, 21) ha de hacerse vida en vuestros presbiterios, en vuestras comunidades religiosas, en las parroquias y grupos de apostolado.

2. En los informes quinquenales y en el diálogo personal con vosotros, he visto con complacencia que sois Pastores de una porción de vuestro País particularmente rica en vocaciones, gracias en primer lugar a la solidez de las familias cristianas. Sé que en vuestra región ha sido timbre de honor y práctica general establecer el matrimonio “en el Señor”, según la frase del Apóstol Pablo, esto es, fundar la familia sobre la base del Sacramento. De ahí se desprenden copiosos frutos de virtud cristiana y, en el seno de esas familias bendecidas por el Señor y nutridas por su gracia, pueden surgir en consoladora abundancia vocaciones sacerdotales y religiosas.

Pero, al mismo tiempo, no se os ocultan los riesgos y peligros que acechan a la institución familiar, debido a factores diversos y complejos, entre los que podríamos mencionar un acelerado proceso urbanístico, el permisivismo de ciertas costumbres e incluso de algunas disposiciones legales, las tendencias secularistas, etc. Todo ello difundido por unos medios de comunicación social no siempre promotores de los verdaderos valores humanos y del espíritu.

3. Por ello, ha de continuar siendo tarea prioritaria de vuestros desvelos apostólicos una particular atención pastoral a la familia. Continúan vigentes, también en vuestro País, las indicaciones que di en el discurso inaugural de la III Conferencia en Puebla de los Ángeles: “Haced todos los esfuerzos para que haya una pastoral familiar . . . Es esta pastoral tanto más importante cuanto la familia es objeto de tantas amenazas. Pensad en las campañas favorables al divorcio, al uso de prácticas anticoncepcionales, al aborto que destruye la sociedad” (Puebla, 2442).

Los factores que mencionábamos más arriba han contribuido sin duda alguna al desmoronamiento de ciertos principios en muchas personas, y al desquiciamiento de muchas familias con los consiguientes problemas, también de carácter social, que ello lleva consigo.

¡Qué graves consecuencias comportan para muchos hijos las rupturas matrimoniales! No son infrecuentes los problemas emocionales que inciden negativamente en su comportamiento y que no raras veces abren el camino a dolorosas situaciones de drogadicción o de rebeldía social.

4. Ni se puede dejar de considerar el inquietante problema del aborto que es al mismo tiempo una violación grave de la ley de Dios, único Señor de la vida, y a la vez, el primero entre los derechos fundamentales del ser humano. No pocas personas, aun católicas, adoptan posiciones permisivas en el plano legal, con el pretexto de garantizar una mejor asistencia sanitaria y evitar males que surgen del aborto clandestino o de los problemas del hijo no deseado, del rechazo social a las madres solteras, de la salud deficiente, o aun de la mala situación económica de la familia.

A estas actitudes puede llevar un desconocimiento o una falta de convicción de que, desde el momento mismo de la concepción, ya existe un ser distinto de la madre, sujeto de derechos inalienables.

La dimensión humana y religiosa del amor ha de llevar a los cónyuges cristianos a una valorización cada vez mayor de la vida, pues al engendrar un hijo los esposos están colaborando íntimamente en el plan creador de Dios. El Concilio Vaticano II hizo clara referencia a la paternidad responsable como fuente de sana espiritualidad matrimonial, con tal de que comporte una actitud cristiana y eclesial ante la transmisión de la vida, como acto consciente y libre del designio de Dios creador.

No han faltado, sin embargo, interpretaciones reductivas - que vosotros habéis de esclarecer debidamente - las cuales han querido hacer de la expresión “paternidad responsable” casi sinónimo de lo contrario, esto es, de ausencia de paternidad y maternidad; en una palabra, de un “no” a la vida. Son problemas que requieren vuestra atención como Pastores.

5. Vuestras comunidades, ricas en fe y en tradiciones cristianas, deben recordar que el matrimonio y la familia, “queridos por Dios con la misma creación (Cfr. Gen. 1-2), están internamente ordenadas a realizarse en Cristo (Cfr. Eph. 5) y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado (Cfr. Gaudium et Spes, 47) y ser devueltos a su principio (Cfr. Matth. 19, 4), es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral del designio de Dios” (Familiaris Consortio, 3).

A este propósito, una tarea fundamental es mantener a la familia cristiana, o recuperarla, como “primer centro de evangelización” (Puebla, 617). Para que no sólo viva integralmente la riqueza de su vocación en Cristo, sino que sea capaz de comunicarla a los demás.

Es para mí consolador ver que en vuestra labor pastoral habéis tenido siempre una preocupación prioritaria por la familia y habéis logrado preservarla como una riqueza característica en vuestras Iglesias. Debéis continuar en ese noble empeño, tratando de suscitar vocaciones de apóstoles que dediquen sus cuidados a la familia y preparándolos convenientemente para estas tareas específicas. Efectivamente, los grandes retos de la familia son hoy, a la vez, los grandes retos de la pastoral, que debe prepararla para ser “el espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia” (Pablo VI,  Evangelii Nuntiandi, 71).

6. Vuestro celo pastoral os indicará asimismo los caminos más adecuados para dar una respuesta al problema relativamente nuevo, en vuestro País, de los divorcios.

La fácil mentalidad divorcista, que llega a preceder la celebración del matrimonio y que quiere evitar los compromisos definitivos, la unidad y la indisolubilidad del proyecto matrimonial cristiano, entraña la obligación pastoral de una esmerada preparación al matrimonio. Esta ha de ser ayudada por las familias mismas, por la escuela católica, y ha de culminar en una seria preparación inmediata. Este proceso garantiza la asimilación de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio como comunidad de fe y de amor, como indivisible unidad y como indisoluble comunión.

Cuando un mundo pluralista ofrece modelos de matrimonio y familia tan lejanos del ideal evangélico, es tarea vuestra fortalecer, con la ayuda del Espíritu, la alianza estable del amor conyugal. Hemos de proclamar sin temor la excelencia del modelo cristiano en el que penetra el amor nuevo revelado por Cristo, y que da dignidad y plenitud a la pareja humana. Que pueda ella vivir la unión matrimonial en la perspectiva de la fe, consciente de que la gracia del sacramento eleva el amor humano a aquel nivel en que Cristo resucitado, razón y fuerza de nuestra alegría pascual, renueva su donación a la Iglesia y ésta lo acoge y se entrega en El en plenitud de amor. Este es el significado profundo del darse y recibirse Cristo y la Iglesia, cuyo sublime misterio representan.

7. Impulsando la práctica de la oración de los esposos, de la familia y de la comunidad daréis fuerza al sentido sobrenatural de la fe con relación al matrimonio, y llevaréis a vuestros fieles en el seguimiento de Cristo a “buscar la verdad que no siempre coincide con la opinión de la mayoría” (Familiaris Consortio, 5).

Continúa siendo exigencia para los esposos cristianos, ayudados por la gracia del sacramento del matrimonio, el autocontrol en la vida conyugal, la educación a la castidad. Esa virtud que —como señalaba en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio— “no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana; significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena” (Ibid. 33).

En este campo es una tarea urgente la de lograr mantener a los fieles inmunes del oscurecimiento de los valores fundamentales, educándoles como conciencia crítica de la cultura familiar que representan y ayudándoles a ser sujetos activos en la construcción de un auténtico humanismo familiar.

8. Queridos Hermanos: Os aseguro mi recuerdo en la oración y mi aliento en vuestro esfuerzo, para que la civilización del amor que la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio, quiere instaurar en el llamado continente de la esperanza, ponga cada vez más de manifiesto la prioridad de los valores morales y del espíritu en la sociedad colombiana. Ojalá esos valores, que han dado cohesión y sentido religioso a la familia colombiana, se afiancen cada vez más, superando las tentaciones materialistas y hedonistas que amenazan con minar los fundamentos de la vida familiar, sin ofrecer a cambio otra cosa que el vacío.

Al terminar nuestro encuentro hago votos por el perfeccionamiento y la vitalidad de la Pastoral familiar en vuestro País, a la vez que bendigo a tantas familias cristianas “iglesias domésticas” en las que se ama a Dios, se respeta su nombre y se guarda su Palabra. A tantas familias que buscan caminos de realización y a aquellas cuyo futuro pueda estar en peligro. Que la Virgen Santísima, la Reina del hogar de Nazaret, proteja y consolide los hogares colombianos. Con mi cordial Bendición Apostólica. 



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