Index   Back Top Print

[ EN  - ES  - FR  - IT ]

VIAJE APOSTÓLICO A LOS PAÍSES BAJOS, LUXEMBURGO Y BÉLGICA

VISITA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA SEDE DE LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA*

Bruselas
Lunes 20 de mayo de 1985

 

Señor Presidente del Parlamento Europeo,
Señor Presidente del Consejo de Ministros,
Señor Presidente de la Comisión de las Comunidades Europeas,
Señoras y Señores miembros del Cuerpo Diplomático,
Señoras, Señores:

1. Las palabras tan atentas con las que el Sr. Jacques Delors me recibe en nombre de todos ustedes, son prueba de su interés por la primera visita que el Papa efectúa a las Instituciones Europeas que ustedes presiden y animan, o ante las cuales están acreditados. Doy cordialmente las gracias al Sr. Presidente de la Comisión de las Comunidades Europeas y a los altos responsables que le rodean, así como al Cuerpo Diplomático, por este recibimiento tan cortés y por la presentación de los organismos y servicios de ustedes. Saludo respetuosamente a todas las personalidades reunidas hoy aquí, así como al conjunto de quienes colaboran en sus tareas.

Ya conocen ustedes bien la atención y simpatía con que mis predecesores han seguido los esfuerzos desplegados para construir la Comunidad Europea tras la segunda guerra mundial. Por mi parte, y con ocasión de las visitas que recibo en Roma o de mis viajes, he contado con diversas oportunidades para manifestar mi interés por todo lo que contribuye a la construcción europea. La presencia de un Nuncio Apostólico representante de la Santa Sede en el Cuerpo Diplomático acreditado confirma, al mismo tiempo, la consideración en que tienen ustedes a la Iglesia y nuestro constante interés por sus actividades.

Reciben ustedes hoy al Sucesor de Pedro, el Apóstol que, junto con Pablo, llegó a Europa a fundar el cristianismo. Nuestro encuentro tiene lugar en el orden de las cosas, pues mi misión consiste en ser testigo en el mundo, junto con mis hermanos en el Episcopado y con el pueblo cristiano, de esta fe que dejó su huella en la historia y la cultura de este continente más que en ningún otro; de la fe que una gran parte de los hombres y mujeres de Europa reconocen como orientación fundamental de su vida. Al responder a su invitación, estoy consciente de que no me compete intervenir en sus tareas, cuya complejidad y dificultades conozco bien. Pero, al reconocer en sus Instituciones la expresión de un esfuerzo por la unidad de Europa, deseo dirigir una mirada, junto con ustedes, a nuestro continente y a su vocación.

Cerca ya del tercer milenio, Europa se encuentra frente a una nueva etapa de su evolución. Hoy día es importante que tenga una conciencia más clara de lo que ella es, de lo que su memoria colectiva conserva de un pasado largo y agitado, para no tener que vivir un destino fruto del azar, sino para construir libremente su porvenir como un proyecto. Y este proyecto sólo puede fundarse en la herencia de la historia. Al considerar esta herencia, hay que evitar resaltar las luces sin ver también las sombras; pero, al explorar las zonas oscuras, hay que evitar también rechazar lo que de sólido y bueno han aportado los siglos precedentes.

2. Este continente ha sido siempre lugar de encuentros, una vasta encrucijada donde los pueblos se han desplazado, suplantado o aliado. Desde el momento en que el Imperio Romano configura por primera vez a Europa extendiéndose desde la cuenca del Mediterráneo, la unidad que ella conoce durante algún tiempo es fruto de la fusión de corrientes griegas y latinas, asociadas pronto con los antiguos pueblos, de occidente a oriente. Después, y al precio de muchas rivalidades y conflictos, las entidades políticas ven cambiar continuamente sus zonas de influencia, especialmente con la llegada de pueblos diferentes, en el curso de lo que bien puede todavía llamarse" invasiones". El cristianismo necesitará siglos para acercarse a los diversos pueblos y contribuir en profundidad a que elementos tan dispares compartan la cohesión de una inspiración común, en la complementariedad de Roma y de Bizancio. Fue así como apareció una cierta unidad de civilización, a favor de intensas corrientes de intercambio. Podemos recordar la acción fecunda de los discípulos de San Benito, de los que mi predecesor Pablo VI decía que llevaban al mismo tiempo "la cruz, el libro y el arado" (Breve Pacis nuntius, 24 de octubre de 1964). Recordemos también la acción de los Santos Cirilo y Metodio, misioneros que partieron de Bizancio y que, llevando el cristianismo a los pueblos eslavos, tuvieron la genialidad de aceptar y favorecer su cultura en un feliz acuerdo con la Sede de Roma. Estas figuras de fundadores pueden simbolizar el lento despertar de un espíritu europeo entre hombres que roturan la tierra, constituyen una cultura, se unen en una fe.

Todavía somos herederos de esos largos siglos en los que se formó en Europa una civilización inspirada en el cristianismo. Pero también padecemos las consecuencias duraderas de graves fracturas. Los cristianos rompieron la comunión fraterna pedida por el Evangelio. En el siglo XI, la triste separación de Roma y de Bizancio aleja durante mucho tiempo a Oriente de Occidente. En siglos sucesivos se afirman las nacionalidades. La organización social se modifica. Sin embargo, príncipes y mercaderes, peregrinos y sabios, artistas y hombres de espiritualidad recorren los caminos; son los agentes y los testigos de un impresionante desarrollo de la inteligencia especulativa y práctica, y de empujes espirituales que reavivan el sentido evangélico de la pobreza, de la apertura a los demás, de la esperanza. En el período medieval, en una cierta cohesión de todo el continente, Europa construye una brillante civilización de la que quedan muchas conquistas. Esto no impide las perversiones de los valores que el hombre querría defender y la falta de armonía en una cultura ebria de sus conquistas. Los Estados se enfrentan y se muestran conquistadores. El mundo cristiano conoce nuevas rupturas; las del siglo XVI son profundas. Todavía no hemos sabido restañar sus heridas.

Nuestros antepasados, sin embargo, abrieron también caminos hacia otras tierras habitadas. Impelidos por el deseo de conocer este mundo confiado al hombre, y habiendo progresado en las técnicas, parten hacia el descubrimiento de continentes nuevos para ellos. ¡Sorprendente aventura! Van a implantar la cruz, a hacer compartir la esperanza cristiana, a difundir su progreso intelectual y técnico. Pero también son conquistadores, van a implantar su cultura, hacen suyas las riquezas de otros grupos étnicos, cuyas propias tradiciones desprecian a menudo, y con frecuencia los someten cruelmente a su poder. De este modo, la relación de los europeos con los hombres de otros continentes es ambigua: llevaron consigo a otros lugares tanto su genio como sus debilidades, su generosidad con su afán de poder y de riquezas, su capacidad de progreso humano y de fe, así como sus excesos y sus defectos.

Nuestro continente refleja bien las paradojas del hombre: capaz de inteligencia y de dominio de la realidad, de abnegación y de santidad, pero capaz también de destruir, por avidez y por orgullo. Conoce su dignidad y se propone la virtud, y cede también a comportamientos desviados que puedan envilecerle. Sin embargo, si consideramos la civilización y la cultura formadas hasta el comienzo de los tiempos modernos, podemos reconocer sus raíces cristianas. Esto se manifiesta en una determinada concepción del hombre. Este está convencido de que la persona humana tiene un valor único en el centro del mundo, de que la historia tiene un sentido, de que es posible el progreso en todos los terrenos, de que sigue viva la esperanza en la construcción de un mundo basado sobre la justicia, la solidaridad, el respeto al derecho, de que es posible no dejarse anegar por el mal. La fe le pone constantemente frente a un ideal, y, si bien los desajustes entre la grandeza de su vocación y la infidelidad en su concreción le hacen sufrir, se siente sin embargo invitado a superarse sin cesar, y saborea los frutos de la reconciliación.

3. Los últimos siglos que han modelado la Europa contemporánea se caracterizan por una intensa expansión de la actividad humana: asistimos a un rápido desarrollo de las ciencias y de las técnicas. Simultáneamente, la reflexión del hombre sobre sí mismo explora las riquezas de la persona y las bases de la vida en sociedad. Es la época en que los filósofos marcan nuevos caminos a la actividad racional. Es el tiempo en el que grandes juristas acometen nuevamente el estudio de los fundamentos del derecho. Los valores de la libertad y la igualdad son reconocidos como los primeros derechos del hombre. Todo esto conduce a nuevas visiones del mundo, a las revoluciones industriales, a profundos cambios en las estructuras sociales.

Sin embargo, el crecimiento de la riqueza de todo tipo lleva consigo muy poco progreso en el terreno de la equidad. Los particularismos nacionales se agudizan, las luchas por la preponderancia van jalonando la historia de los poderes. Durante estos períodos, una cierta embriaguez hace presa en el hombre consciente de su capacidad de progreso. El optimismo racionalista que le inspiran sus conquistas le lleva a la negación de todo ideal trascendente que escape al control de su propio genio.

Diversas corrientes de pensamiento filosóficas e ideológicas, desprestigian la adhesión a la fe, y conducen a una sospecha frente a Dios que repercute en el hombre mismo, privándole de una plena conciencia de su razón de vivir. Se busca erigir en absoluto el poder del hombre o el dinamismo de su historia, pero como consecuencia emergen ideologías y sistemas políticos que dificultan el ejercicio de la libertad del hombre y merman su capacidad de generosidad. La negación práctica de muchos valores espirituales lleva al hombre a querer satisfacer su afectividad a cualquier precio y a arrinconar los fundamentos de la ética. Exige libertad y huye de las responsabilidades; aspira a la opulencia y no consigue hacer desaparecer de su lado la pobreza; profesa la igualdad de todos y muy a menudo cede a la intolerancia racial. A pesar de ello, lo que reivindica para sí, y de todo lo que en efecto le es accesible, el hombre contemporáneo sufre la tentación de la duda en el sentido de su vida, de la angustia y del nihilismo.

Podemos decir que las dos guerras mundiales desencadenadas sobre este continente fueron consecuencia, y al mismo tiempo reveladoras, de la crisis humana por la que atraviesa la humanidad entera. Sentimos vértigo ante los innumerables muertos provocados por estos conflictos, las heridas de cuerpos y corazones, las destrucciones masivas, y la terrible gravedad de las faltas que condujeron a esta desgracia. Han pasado cuarenta años, pero las cicatrices continúan. Una sacudida tan profunda perdurará largo tiempo en la memoria, tanto más cuanto subsisten fracturas agravadas. En mi Mensaje de Pascua quise recordar al mundo entero no sólo el carácter terrible del conflicto que ha desgarrado tantos pueblos, sino también el significado del sacrificio de millones de víctimas: su vida ha sido ofrecida para destruir los ciclos de la violencia y defender la dignidad del hombre (cf. Mensaje pascual Urbi et Orbi, 7 de abril de 1985).

4. Señoras y señores: He querido hacerles partícipes de estas reflexiones sobre la historia, a la vez terrible y hermosa, de nuestro continente, porque vivimos marcados por rupturas a veces muy antiguas, pero también porque disponemos de un legado riquísimo sobre el que se basa la vocación de Europa y sus quehaceres en nuestro tiempo.

Nos hallamos en la sede de sus Instituciones, porque, inmediatamente después de la segunda guerra mundial, un buen número de europeos se reunieron con la convicción de que las divisiones entre los hombres y las oposiciones de los países no tienen por qué ser ineluctables. Era necesario asegurar la paz sobre la base de un entendimiento duradero; era necesario volver a crear las condiciones de una unidad. Hombres que habían sufrido en su propio cuerpo tomaron la iniciativa de proponer a los países de Europa el compromiso en una cooperación más estable que las alianzas anteriores, y la fundación de una comunidad. Entre los fundadores evocamos las figuras de Jean Monnet, de Robert Schuman, de Alcide De Gasperi, de Konrad Adenauer, de Winston Churchill, de Paul-Henri Spaak. Junto con otros que nos es imposible citar, su mérito consistió en no resignarse con una parcelación de Europa que le habría impedido reconstruirse, desarrollar un patrimonio cu1tural y material enormemente rico, encontrar de nuevo su dinamismo vinculándolo a las inspiraciones positivas de su historia.

Los fundadores de las Instituciones que ustedes representan tuvieron la intuición de que el ámbito económico era el que mejor se prestaba a un proyecto comunitario, tanto en razón de la situación mundial, cuanto para evitar en adelante ingerencias peligrosas para la paz. De hecho se ha instaurado una cooperación de la que ustedes son los artífices. Sus complejas tareas siguen siendo arduas; a menudo tienen dificultades para conciliar puntos de vista de cara a una acción común. Queda todavía por confirmar una voluntad común y por llegar a una visión de conjunto; perciben la necesidad de profundizar en la concertación de las instancias políticas y económicas con los representantes del orden social y con cuantos trabajan por el bien común. Actuando juntos y con determinación es como todas las personas responsables deben afrontar y resolver los problemas humanos que plantea con dureza la vida económica. Entre los más preocupantes, citaría el del paro, el de la incorporación de los jóvenes a la vida profesional, el de la gran pobreza de algunos frente a la opulencia de muchos. La primera razón de ser de las actividades económicas es la de permitir a todos vivir según su dignidad; reconocerla con claridad debería conducir a someter mejor los intereses particulares a los objetivos esenciales. El Concilio Vaticano II resumió estos objetivos diciendo: "Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional" (Gaudium et spes, 29).

5. Para construir su unidad, los europeos necesitan encontrar una mejor cohesión. Un gran proyecto no puede tener éxito más que apoyado en la aportación original de cada uno al servicio de la comunidad. En un continente en el que las diferencias culturales resaltan con tanta claridad (la variedad de lenguas que en él se hablan es un indicio claro), el diálogo mutuo entre una y otra región, constituye un enriquecimiento precioso. Mirando al pasado, se puede pensar en el arte románico, y más tarde en el gótico, donde una misma inspiración artística y espiritual quedaba expresada en una ligera diversidad, vinculando felizmente el genio de cada región con las influencias provenientes de otras. Los intercambios tienen lugar en los ámbitos técnicos y científicos; todos los habitantes deberían tratarse más y a mayor escala, desde la juventud. Su conocimiento mutuo, lejos de empobrecer las tradiciones particulares, enriquecerá las cualidades humanas de todos. En este terreno, las fronteras de los Tratados no deberían poner límites a la apertura de los hombres y de los pueblos; los europeos no pueden resignarse a la división de su continente. Los países que, por diferentes motivos, no participan en sus Instituciones, no pueden ser separados de un deseo fundamental de unidad; no puede ser ignorada su contribución específica al patrimonio europeo.

Por otra parte, todos están ya conscientes de que la vida de un continente, por fecunda que sea su cultura, no podría cerrarse hoy a la aportación de los demás; pensemos en las civilizaciones que han evo1ucionado al margen de la influencia cristiana; pensemos igualmente en las otras regiones del mundo donde se ha abierto paso una cultura de inspiración europea y cristiana, enriquecida a menudo mediante el contacto con otros grupos étnicos. La apertura a los demás es parte de los componentes esenciales de un espíritu formado en la tradición cristiana; los europeos tienen el deber de vivirla en el respeto fraterno a todos los hombres; es propio de su vocación desarrollar el sentido de lo universal.

6. Hacer frente a los desafíos de la economía y ampliar los intercambios humanos son preocupaciones que evocan otros problemas de mayor envergadura planteados por la crisis de nuestro tiempo. En primer lugar, como he dicho ya al recordar la historia, nos encontramos frente a una sacudida moral y espiritual del hombre, especialmente perceptible en sus respectivos países. Podríamos decir que se está de parte de la vida cuando no nos dejamos llevar por la desesperanza. La desenvoltura con la que la ciencia interviene en los procesos biológicos puede conducir a extravíos funestos. El maravilloso acto de la transmisión de la vida se ve privado de una parte de su sentido; la pareja se cierra en sí misma: con el consentimiento de la sociedad, se llega con demasiada frecuencia a negar al ser indefenso la dignidad de hombre y el derecho a la vida. O bien, el deseo de tener un hijo justifica una serie de manipulaciones que violentan la naturaleza del ser humano. Una cierta prioridad concedida a las satisfacciones afectivas del individuo compromete la estabilidad de la pareja y de la familia, y hace perder de vista las verdaderas finalidades del matrimonio. Estas graves alteraciones de la ética entre una parte de nuestros contemporáneos, ¿no van unidas a la ausencia de un ideal, a la estrechez de miras del proyecto humano cuando le falta la apertura a la fe? ¿Medimos también las consecuencias de una disminución de la natalidad que conduce al envejecimiento de la población? ¿Habrá perdido el hombre confianza en una libre y fiel comunión con el otro, en el desarrollo de todas sus posibilidades, comenzando por la de dar lo mejor de sí mismo a quienes seguirán adelante con los logros de la civilización y harán aumentar su belleza? Haber renunciado a las aspiraciones generosas y desinteresadas conduce a la soledad y agrava el alejamiento entre las generaciones. Los jóvenes están decepcionados de este mundo en el que los situamos. ¿Les permitirá nuestra forma de vivir respetar su propia dignidad de hombres, descubrir un ideal, abrirse en una comunión de seres felices en su dignidad? Es responsabilidad de todos nosotros ser conscientes de lo que ponemos en juego con estas preguntas. El hombre tiene suficiente fuerza en sí mismo como para volver a emprender su camino, levantarse si ha caído, y responder a la vocación de superarse sin cesar.

7. Cuando dirigimos la vista desde la vida de cada uno al conjunto del mundo, aparecen otras amenazas. Los recursos están desigualmente repartidos entre el norte y el sur, entre hombres fundamentalmente iguales, y el hambre hace estragos. La solidaridad se impone. El Concilio Vaticano II anunció este principio: "Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, deben tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana" (Gaudium et spes, 26). Las graves palabras de mi predecesor Pablo VI, en la Encíclica en que analizaba los problemas del desarrollo, siguen conservando su actualidad: "Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos" (Populorum progressio, 3). Es un deber responder a estas llamadas. Quiero mencionar con agrado los esfuerzos conducidos por la Comunidad Europea para establecer relaciones más justas con los países más pobres, en particular en el marco de las Convenciones de Lomé. ¡Nunca deje Europa de escuchar las llamadas de quienes se ven amenazados por la miseria! ¡Que tenga el valor suficiente para ampliar aún más el alcance concreto de la solidaridad! ¡Que le inspire el sentido de la justicia!

Mirando al conjunto del mundo, descubrimos bloques que se enfrentan, conflictos que desgarran naciones enteras. Las tentativas de hegemonía toman unas dimensiones hasta ahora desconocidas, apoyándose en ideologías deshumanizantes. Esto define aún más la responsabilidad de los pueblos que han recibido mucho, para que se unan y hablen como una sola voz en favor de la paz, para que no se resignen a las confrontaciones, para que se resistan a la carrera de los armamentos, que gasta tantos recursos en detrimento de las necesidades elementales y tantas tensiones acentúa. En el marco del conjunto de Europa, el Acta final de la Conferencia de Helsinki sobre la Seguridad y Cooperación en Europa representa un apreciable jalón en el camino de un diálogo que todavía hay que profundizar y hacer más eficaz. ¡Que se asuman con valor otras iniciativas para salvaguardar la paz!

Por su parte, los cristianos desean que la humanidad consolide todo acuerdo que se base en el respeto del hombre y que sea capaz de construir la paz. Por su propia búsqueda de la unidad, desean ser un signo vivo de confianza mutua, de marcha hacia la armonía que esperan compartir fraternalmente.

8. En este encuentro con ustedes, he querido manifestar mi vivo deseo de reconocer las realizaciones positivas de sus Instituciones. Querría en particular dar por bien venida la próxima entrada de dos países de ilustre tradición en su Comunidad. Y hago público mi deseo de que sepa avanzar con determinación hacia la solución de los graves problemas de nuestra época. ¡Que los animen los progresos conseguidos durante estos últimos decenios! ¡Que los estimulen los desafíos actuales!

Aleccionado por su propia historia, el cristianismo puede decir al mundo que las divisiones son superables, que las heridas se pueden curar, siempre que el mundo actual se inspire en el amor y no sofoque la esperanza. Repito hoy la llamada que dirigí a Europa desde Compostela: "Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces" (9 de noviembre de 1982). ¡Fundamenta tu futuro en la verdad del hombre, abre tus puertas a la solidaridad universal!

*L'Osservatore Romano, edición Semanal en lengua española, n. 26, pp. 7ss. 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana