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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS FIELES LLEGADOS A ROMA
PARA LA BEATIFICACIÓN DE TRES JESUITAS

Lunes 7 de octubre de 1985

 

Amados hermanos en el episcopado,
dignísimas autoridades,
queridos hermanos y hermanas,

La beatificación de tres eximios hijos de Ignacio de Loyola es la gozosa ocasión que me permite tener este encuentro con todos vosotros, venidos desde España, desde la isla de Guam, desde Filipinas y de otros Países, para honrar la memoria de tres elegidos del Señor y sentirnos, a la vez, edificados con sus ejemplos.

Saludo cordialmente a todos los aquí presentes, en particular al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, al Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Autoridades y representaciones. Todos tenéis algún vínculo con estos tres preclaros hijos de la noble nación española, lo cual hace que su exaltación al honor de los altares sea también una gran fiesta para todos los fieles de aquellas diócesis, donde nacieron los Beatos o donde ejercieron su ministerio.

Burgos, en el corazón de Castilla, se honra de haber sido la cuna del Padre San Vitores, quien vivió también en Madrid y en Guadix; hizo el noviciado en la provincia de Cuenca, y fue profesor en Oropesa y Alcalá, antes de partir para las Filipinas y las Islas Marianas donde entregaría su vida por amor a Cristo.

Igualmente, a Andalucía le cabe el honor de contar entre sus hijos al Padre José María Rubio, natural de Dalias, provincia de Almería. Estudió en Granada y en Toledo. Vivió también, aunque no largo tiempo, en Sevilla y en Manresa antes de ser destinado a la capital de España, donde por su abnegada labor en favor de los más necesitados, se le conoce como “el apóstol de Madrid”.

Y ¿qué decir de la tierra donde vio la luz el Hermano Gárate? La casa de sus padres, en el caserío de Recarte, se encuentra en las inmediaciones de Loyola, donde nació el Fundador de la Compañía de Jesús. Azpeitia, Orduña, y tantos otros lugares de la querida tierra vasca, recuerdan con cariño la figura dulce y apacible del hermano portero de Deusto (Bilbao) que, “mil gracias derramando”, pasó también por Galicia, concretamente por el colegio del Apóstol Santiago, junto a La Guardia (Pontevedra).

Los Beatos Diego Luis de San Vitores, José María Rubio y Francisco Gárate fueron personas enraizadas en sus tierras y entre sus gentes. Ellos, modelos de santidad, nacieron en el seno de familias españolas; vivieron en la comunidad de sus parroquias, de sus pueblos y ciudades, de su benemérita Congregación religiosa. Son, en una palabra, frutos maduros de la vitalidad cristiana de un pueblo que durante siglos se ha caracterizado por su vocación misionera, sus virtudes, su fidelidad a la Iglesia. ¡No dejéis que tantos valores y tan gloriosa historia se debiliten o se pierdan!

En esta solemne y gozosa ocasión en que la Iglesia universal se alegra por contar en su seno con tres nuevos Beatos, deseo hacer una llamada a las familias españolas que vosotros, aquí en Roma, ahora representáis. Reavivad la vida cristiana en vuestros hogares, fomentad las prácticas de piedad, vuestra devoción a María, defended vuestros legítimos derechos como católicos, sentíos unidos entrañablemente a vuestros Pastores y a la Iglesia universal, una y santa. De esta manera, florecerán también en este final del siglo XX nuevas y pujantes vocaciones a la santidad, misioneros y misioneras, apóstoles que, entregándose generosamente a la causa del Evangelio, hagan actuales y operantes los ideales a los que dedicaron toda su existencia los tres jesuitas que hoy veneramos.

Os aliento y os acompaño en esta tarea, estando aún vivo en mi mente y en mi corazón el recuerdo de tantas familias y personas de toda condición, con las que compartí inolvidables jornadas de fe durante mis dos viajes apostólicos a España.

Y ahora deseo dirigir un saludo particular a los jóvenes “Montañeros de Santa María” que, al cumplirse los 25 años de su Asociación, han querido unirse a este encuentro para dar gracias al Señor y testimoniar también su afecto y adhesión al Papa.

Sois “Montañeros de Santa María”.

Montañeros: Vosotros sabéis bien lo que esto significa. Yo también tengo la satisfacción de conocerlo por experiencia propia. Ser montañero, o montañera, representa renunciar a una vida cómoda y blanda, y afrontar muchas horas de esfuerzo y de superación, en ocasiones incluso, de aventura y de riesgo. Ser montañero significa marcha y ascensión, amor a la naturaleza y ayuda y servicio a los compañeros. Ser montañero o montañera significa también, no pocas veces, hacer frente a las asperezas y a las inclemencias del tiempo; pero significa igualmente disfrutar de la belleza de los paisajes, de la pureza del aire de las alturas, del placer único de los horizontes dilatados en las cumbres. Sabéis bien que ser montañeros es no solamente una sana disciplina corporal, vigorosa y exigente, que prepara y dispone para superar debilidades físicas; sino que, entendido de manera integral, como vosotros lo hacéis, es una escuela de vida, donde aprendéis y practicáis generosidad, solidaridad y compañerismo, dominio de vosotros mismos, sentido de iniciativa y de riesgo. Más aún, es también vivido, como lo hacéis, desde la fe, un modo privilegiado de descubrir a Dios en las maravillas de su creación y de suscitar el deseo de su encuentro, desde las cumbres que se aproximan al cielo.

Pero, además ¡sois Montañeros de Santa Maria! Sí; de Ella nos dice el evangelista San Lucas que, nada más comenzar a ser Madre de Jesús, se puso en camino hacia la montaña a ayudar y servir a su prima Isabel, que esperaba el nacimiento de su hijo, Juan el Bautista. La figura de María es la expresión viva y personal de todas esas virtudes naturales y sobrenaturales que caracterizan al montañero y a la montañera. Ella es expresión de elevación a las más altas cumbres de dignidad, de excelencia y de santidad, a que puede aspirar la persona humana; dechado de generosidad y desprendimiento como Esclava, así como Madre del Señor y Madre de todos los hombres; ideal de una pureza y limpidez, que ni de lejos pueden emular las cumbres más señeras. Justo, pues, que Santa María, la encumbrada sobre todos los hombres y los ángeles, sea vuestra singular Patrona y vuestro altísimo modelo. De ella aprenderéis agilidad de espíritu y de cuerpo, deseo de las alturas, afán de apoyo y de servicio sacrificado a los demás.

A vosotros, jóvenes, y a vuestros compañeros y amigos de España a quienes dirijo también mi mensaje, a todos los aquí presentes venidos para la solemne Beatificación y a vuestras familias, y de modo especial a los miembros de la Compañía de Jesús, imparto con afecto la Bendición Apostólica.


A los peregrinos procedentes de Guam y de las Islas Marianas

Dear Friends,

I wish to welcome all those from Guam and the Marianas who have come for the beatification of Father Diego de San Vitores, the Jesuit missionary from Spain who Erst preached the Good News of salvation in Micronesia. In a special way I greet Archbishop Flores of Agaña together with the other bishops present for this great moment which gives inspiring confirmation to the vibrant life and mission of the Church in Oceania.

It was in June 1668, after much labor and difficulty, that Blessed Diego arrived on Guam with a group of fellow Jesuits. His first words to the Chamorro people upon landing express well his life’s goal: “I have no other purpose in coming than to have you know the true God and to teach you the way to eternal life”. For four years he zealously pursued this goal and his life clearly re-echoed the words of Jesus: “He has sent me to bring the good news to the poor” (Luc. 4, 18; cfr. Is. 61, 1). And finally he consummated his missionary endeavors with the sacrifice of his own blood.

It is my fervent prayer that the life and intercession of Blessed Diego will serve to renew the Christian faith among the people of Micronesia today. May you be inspired to follow his example of evangelical simplicity and singular love for Jesus. May everything you say and do bear witness to the Gospel of Christ. God bless and protect you and all your families and friends at home.

 



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