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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA VISITA DE LA GOBERNADORA GENERAL DE CANADÁ

Jueves 6 de marzo de1986

 

Señora Gobernadora General:

Me complace enormemente volver a reunirme con usted aquí y recibirla en esta Casa Pontificia. Simbólicamente, tengo la impresión de recibir con usted a todo el querido pueblo canadiense.

Recuerdo con emoción y gratitud las palabras de bienvenida que Vuestra Excelencia me dirigió en Canadá y que reflejaban simultáneamente una gran delicadeza hacia el huésped que yo era y una intuición profunda de mi misión espiritual.

Por lo que respecta a vuestros compatriotas, tengo aún ante mis ojos y en la memoria del corazón las multitudes que me acogieron en las diversas etapas, con una fe religiosa, una sencillez y una confianza en las relaciones que permitieron que aquel viaje pastoral se convirtiera en un encuentro lleno de interés y de enriquecimiento mutuos. Incluso, teniendo en cuenta los límites de mi experiencia entre ustedes y de mi apostolado frente a los grandes problemas que continúan existiendo, adquirí un conocimiento nuevo de vuestro País, de sus hombres y mujeres, que me anima a seguir el diálogo espiritual inherente a mi misión de Pastor.

2. ¿Cómo no quedar encantado de la belleza de los muchos paisajes canadienses, desde las Provincias marítimas hasta la Colombia británica, desde el Sur hasta el Gran Norte: llanuras y colinas, "praderas" y cimas rocosas, costas y estuarios, lagos e inmensidades heladas? La naturaleza, al ritmo de las estaciones, da a los árboles y a los paisajes colores tornasolados, que los rayos oblicuos del sol temperan de dulzura.

En medio de aquellos vastos horizontes o de las populosas ciudades surgidas en un pasado reciente, encontré un pueblo atrayente, laborioso, que ha tenido y tiene que trabajar con frecuencia en medio de un clima rudo para explotar los bosques, la tierra y el subsuelo de un territorio muy vasto; un pueblo dinámico, emprendedor, con la mirada puesta en el futuro y confiado en las inmensas posibilidades que se abren ante él. En pocos siglos Canadá se ha convertido en un crisol humano prodigioso, donde las poblaciones más diversas —autóctonas, descendientes de los pueblos fundadores e inmigrados de los cinco continentes— han encontrado su sitio y sus responsabilidades en orden a construir juntos un mundo nuevo del que están orgullosos, un mundo que respete las diferencias culturales y espirituales y consciente de la necesidad de promover el bien común. Cualesquiera que hayan sido los titubeos, las dificultades y las pruebas, este respeto hacia las regiones y las poblaciones y esta solidaridad necesaria han sido facilitadas y se hallan garantizadas por las instituciones federales y provinciales, de que Canadá ha sabido dotarse. El pueblo canadiense sigue aferrado a la libertad y al mismo tiempo a la búsqueda de un mundo cada vez más justo y más humano. Apreciamos su hospitalidad, el realismo y el buen sentido de sus análisis, la sencillez y la franqueza de sus relaciones, en las que el corazón tiene su parte.

3. Un profundo sentido religioso ha impregnado al pueblo canadiense desde sus orígenes. Las diversas comunidades católicas o protestantes, lo siguen manifestando, a pesar del notable cambio cultural de las últimas décadas. ¿Cómo podrían olvidar la fe profunda de los grandes fundadores y el ejemplo de tantos santos, conocidos y desconocidos, que realizaron una simbiosis entre las virtudes cristianas y la exaltante empresa humana que supo forjar un nuevo país? Esto quiere decir que la fe actual tiene raíces profundas. Es verdad que el choque de la modernidad, los nuevos descubrimientos y experiencias en todos los terrenos, el pluralismo de ideas, la preocupación por adaptarse, exigen, por parte de los cristianos, un compromiso renovado de inspirar, en un clima de libertad, una civilización en la que hallen expresión renovada los valores morales y espirituales, como subrayaba yo mismo en la Universidad Laval de Quebec.

Estoy convencido de que el terreno preparado y trabajado por las generaciones precedentes permite lograr ese objetivo, mientras se continúa buscando sabiduría para realizarlo. Fue esto lo que creí observar cuando, con mis hermanos y hermanas católicos, tuvimos la dicha de celebrar juntos nuestra fe.

Debo añadir que el clima de libertad religiosa que forma parte de la tradición de vuestro País y que está garantizado por las instituciones, permite esa eclosión de la vida religiosa de las diversas comunidades en el respeto hacia los otros. Pero es obligación de cada uno, con la ayuda de Dios, hacer que la savia siga circulando.

4. Evidentemente hay que aclarar una cosa. No olvido los problemas a los que vuestros ciudadanos tienen que enfrentarse para salvaguardar o recuperar el progreso. Vuestro país, a pesar de sus múltiples recursos y las aptitudes de sus habitantes, experimenta en diferentes momentos y en diversos sectores —muchas veces como consecuencia de la situación internacional—, crisis económicas, paro y otras dificultades, por no mencionar las dimensiones políticas. Los líderes políticos deben intentar resolver esos problemas de forma armoniosa. La Iglesia, por su parte, está atenta a ellos. Tiene una sensibilidad especial para la dimensión moral y espiritual. Sabe que mucha gente, especialmente entre la generación más joven, no posee ya una visión clara del sentido de la vida. Algunos caminan hacia la desesperación y un número creciente no se atreve a creer ya en la estabilidad y la permanencia del amor humano o teme incluso la generosidad que va unida al don de la vida. Algunos se dejan dominar por la mentalidad de consumo. No se atreven a pensar en su destino eterno y olvidan a Dios, a pesar de que El está siempre cerca de ellos. Si no se les dan los medios basados en valores morales y religiosos, existe un riesgo auténtico de que contemplemos no el progreso, sino la dispersión y la pérdida de todo lo que ha configurado el espíritu de esta civilización. La Iglesia se siente gozosa de prestar su propia colaboración, por amor hacia esos hombres y mujeres, esos adultos desamparados y esos jóvenes, cuya buena voluntad admiré, tanto en Montreal como en Vancouver. Por esta razón, cuando estuve entre ustedes, subrayé con frecuencia el primado del espíritu sobre la materia, el primado de la persona sobre las cosas, el primado del amor y del don de sí mismo sobre el egoísmo, el primado de Dios sobre los ídolos modernos, y el primado de la esperanza sobre la duda.

Y sé que en muchos canadienses hay una preocupación auténtica de generosidad, deseo de compartir, afán de verdaderas relaciones entre las personas y con Dios. Permitidme decir, señora, que vuestro propio testimonio en este sentido produce un impacto profundo.

5. En el seno del propio País, y en su apertura hacia otros países, el pueblo de Canadá se distingue con frecuencia por sus iniciativas sociales. A través de ellas intenta corregir las verdaderas privaciones o injusticias que afectan a esta o aquella categoría de ciudadanos, resolver los problemas resultantes, tanto de la inercia frente a situaciones existentes desde hace tiempo, como de los cambios abruptos o el desarraigo. Esta preocupación social es loable. Y sé que, por lo que a ellos toca, los obispos católicos hacen mucho por conducir a sus conciudadanos, a reflexionar sobre sus responsabilidades, animar los cambios necesarios en las formas de vida e invitar a la gente a poner en práctica acciones valientes.

Hay un área, entre otras muchas, en la que el espíritu de apertura y solidaridad ha producido resultados admirables, como subrayé de hecho cuando hablé a los políticos en Ottawa. Me refiero a la integración de las muchas oleadas de emigrantes que han venido a vuestro País buscando trabajo y nuevas formas de vida. Y aún más, a la ayuda que habéis prestado a los refugiados, ayuda que ha asegurado, su existencia diaria y a veces su supervivencia. Muchos han tenido el gozo de encontrar entre ustedes un remanso de paz, un nuevo hogar.

En el terreno internacional, vuestros conciudadanos no han permanecido indiferentes a la angustia de los que pasan hambre, los desposeídos, los que son objeto de malos tratos, víctimas de condiciones climáticas, guerras o regímenes políticos. Los canadienses testimonian gustosamente y trabajan para que se respeten los Derechos Humanos y la libertad. Colaboran generosamente en la causa del desarrollo, prestando y promoviendo la ayuda mutua. La Santa Sede se alegra de esta solidaridad, que además anima de corazón.

El Gobierno Canadiense integra esta perspectiva en sus proyectos e intenta además fortificar o restablecer la paz con sus llamadas a la moderación y a veces con su valiosa mediación. Son conocidos los reparos que pone a la carrera de armamentos y a los enormes dispendios que ésta comporta. La Santa Sede espera que Canadá preste una contribución aún mayor al clima de diálogo, comprensión, paz, justicia y solidaridad en las relaciones internacionales. Que Canadá sepa unirse a quienes están verdaderamente interesados por el futuro de las naciones subdesarrolladas; que sepa apoyar aquellas soluciones que respeten las dimensiones éticas subyacentes a los problemas de la sociedad y promuevan los valores morales, sin los que la felicidad humana, la paz y el progreso son realidades frágiles e ilusorias.

Al expresarle estos pensamientos, Señora Gobernadora General, mi deseo ha sido no sólo manifestarle las convicciones que mi misión espiritual me obliga a recordar al mundo, sino afirmar, al mismo tiempo, la estima de la Santa Sede por vuestra nación, así como mis propios sentimientos de afecto hacia todo vuestro pueblo y hacia cada uno de los grupos étnicos, culturales y religiosos que contribuyen a la rica herencia canadiense. ¡Que Dios bendiga Canadá!


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 12, p.21.



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