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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS URUGUAYOS EN LA NUNCIATURA APOSTÓLICA

Montevideo
Domingo 8 de mayo de 1988

 

Amadísimos hermanos en el Episcopado:

1. Mi saludo a todos vosotros, en esta sede de la Nunciatura Apostólica, que nos ve gozosamente reunidos este día, quiere expresar el “afecto en la caridad” que une al Sucesor de Pedro con los Pastores de la Iglesia en Uruguay: Os deseo, con palabras del Apóstol San Pablo, “gracia, misericordia y paz de parte de Dios y de Cristo Jesús” (1Tm 1, 2). 

Sabéis que en mis viajes pastorales espero con particular alegría el encuentro con mis hermanos obispos. El año pasado, dada la brevedad de mi paso por Montevideo, no fue posible estar con vosotros todo el tiempo que hubiera deseado. Ahora, doy gracias a Dios porque me concede el poder compartir, en estos momentos de íntima comunión, la solicitud pastoral con la que cuidáis de la Iglesia que peregrina en el Uruguay. Quiero recordar, en primer lugar, a aquellos que tuvieron a su cargo los comienzos de la evangelización en esta orilla del Río de la Plata. El primer vicario apostólico del Uruguay, Dámaso Antonio de Larrañaga, los primeros obispos de Montevideo, monseñores Jacinto Vera, Tomás Camacho y Alfredo Viola, y el primer arzobispo de esta provincia eclesiástica, monseñor Mariano Soler, ilustre pensador y maestro, son figuras que han puesto los cimientos sobre los cuales se ha apoyado el posterior trabajo de cristianización.

En el objetivo general de la Conferencia Episcopal Uruguaya os habéis propuesto “acompañar evangélicamente al hombre y al pueblo uruguayo” a fin de que su vida entera suponga un encuentro con Cristo. Para alcanzar tan ambiciosa meta habéis de ir por delante, como Pastores de la grey, guiando al Pueblo de Dios, abriéndole caminos de luz y de verdad.

Quiero ahora invitaros a meditar conmigo algunos pasajes de la primera Carta a Timoteo, llena de consejos y exhortaciones pastorales, que tienen la perenne actualidad de la Revelación divina.

2. “Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio” (1Tm 1, 12). Así se expresa el Apóstol Pablo reconociendo que, junto con el ministerio, ha recibido del Señor una gran responsabilidad. Y continúa más adelante: “La gracia de nuestro Señor sobreabundó –ha fructificado– en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús” (Ibíd., 1, 14). 

Hermanos míos: Cada uno de nosotros ha de procurar también que fructifique el carisma recibido “mediante la imposición de las manos” (Ibíd., 4, 14)  –“la plenitud del sacramento del orden” (Lumen gentium, 21)– de tal forma que podamos escuchar aquellas palabras: “Siervo bueno y fiel, ... entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21).  Eso es –lo sabéis bien– lo único que puede importarnos, “porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, que es el salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes” (1Tm 4, 10). 

3. “Ante todo, recomienda que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias” (Ibíd., 2, 1). 

La primera tarea del obispo para fructificar la gracia de Dios ha de ser el fomento de la piedad: la suya personal y la de todos los que dependen de él. “Ejercítate en la piedad –dice San Pablo a Timoteo–, los ejercicios corporales sirven para poco; en cambio, la piedad es provechosa para todo, pues tiene la promesa de la vida, de la presente y de la futura” (Ibíd., 4, 7-8). Es la vida de oración la que mantiene encendida vuestra ilusión de servicio, para cumplir puntualmente el mandato de Cristo de apacentar sus ovejas (cf. Jn 21, 17). Si las ansias de una mayor eficacia pastoral no estuvieran basadas en una personal y continua unión con Dios, no serían fruto del verdadero afán apostólico. Hoy como ayer se cumplen las palabras del Señor: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque, separados de mí, no podéis hacer nada” (Ibíd., 15, 5). 

Esa unión con Cristo se hace particularmente evidente en la celebración de la sagrada liturgia, que el obispo lleva a cabo con los miembros del presbiterio y con la participación del Pueblo de Dios que le ha sido confiado. “Por medio de la liturgia, se alcanza hoy el misterio de la salvación. Cuando el obispo ofrece el sacrificio eucarístico y celebra los sacramentos, transmite aquello que él mismo ha recibido de la tradición que viene del Señor (cf. 1Co 11, 25) y edifica de esa forma la Iglesia” (A los obispos participantes en una curso de actualización litúrgica, 12 de febrero de 1988, n. 3).

Es, pues, necesario que estéis fuertemente convencidos de la importancia de tales celebraciones para la vida cristiana de los fieles. Como “moderadores, promotores y custodios de toda la vida litúrgica” (Christus Dominus, 15), en la Iglesia que os ha sido confiada, habéis de velar para que se observen diligentemente las normas y directrices relacionadas con su celebración. Una equivocada interpretación de la espontaneidad no debe llevar a que se altere el sentido de las acciones litúrgicas y, en concreto, de la Santa Misa.

Con inmensa alegría he acogido vuestra iniciativa de declarar este año, 1988, Año Eucarístico. Pido a Dios que esta conmemoración fructifique en un creciente y renovado amor de todos a Jesús-Eucaristía.

4. “Esta es la recomendación, hijo mío, Timoteo, que yo te hago, de acuerdo con las profecías pronunciadas sobre ti anteriormente. Combate, penetrado de ellas, el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta” (1Tm 1, 18-19). 

Unidos a Cristo por la oración y la vida litúrgica, hemos de iniciar ese “combate” al que el Apóstol anima a Timoteo. Se trata del «combate entablado por la Iglesia, unida a la Madre de Dios como modelo suyo, “contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal” (Ef 6, 12)» (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1988, n. 7). Una lucha espiritual que se desarrolla en el interior de cada hombre, pero que tiene un reflejo exterior y afecta a la compleja realidad social.

Con gran acierto habéis dicho en vuestro documento conjunto, que se trata no sólo de “acompañar evangélicamente al hombre”, sino también “al pueblo uruguayo”. La nueva etapa de evangelización de cada fiel cristiano ha de repercutir en toda la vida social, impregnando todos los aspectos de la cultura. No basta mirar a que se conserve la fe de algunos: hace falta –lo sabéis bien– que la vida misma del país en todas sus manifestaciones sea conforme con los principios evangélicos. Una cultura transformada así, sin anular la legítima pluralidad y libertad, creará un ambiente en el que “la visión cristiana de la realidad esté presente desde los primeros momentos en que la persona humana comienza a plantearse el sentido de la vida y de la historia” (Discurso a los obispos de Uruguay en vista "ad limina", 14 de enero de 1985, n. 2).  Se trata de una meta ambiciosa que conseguiréis alcanzar a medida que, apoyados en la oración y en la gracia divina, no rehuyáis poner todo vuestro empeño con tenacidad y paciencia al servicio incondicionado de vuestro pueblo fiel.

5. Escuchemos de nuevo al Apóstol que da recomendaciones a su discípulo tan querido: “Hasta que yo llegue, dedícate a la lectura, a la exhortación y la enseñanza” (1Tm 4, 13). “Ocúpate en estas cosas, vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (Ibíd., 4, 15). 

El camino que, poco a poco, irá superando las dificultades que encuentra la evangelización, que conseguirá restaurar la civilización del amor y conducir a todos a la plenitud de gozo del reino de los cielos, se inicia en la propia santidad –a través de la oración y la liturgia–, pero se abre paso y se consolida también con la dedicación “a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza” ((Ibíd., 4, 13). Esta tarea de formación permanente –tan propia del oficio pastoral– reviste una importancia capital en la “nueva etapa de evangelización” de vuestra patria.

Se trata de una labor de formación que ha de abarcar a todos los fieles sin excepción y que se ha de realizar usando todos los medios a vuestro alcance, en plena sintonía con la fe de la Iglesia.

6. “Los presbíteros..., principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza, merecen doble honor” (Ibíd., 5, 17), sigue diciendo San Pablo a Timoteo. Sé que los presbíteros –“ayuda e instrumento de los obispos” (Lumen gentium, 28) – son objetivo prioritario de vuestra preocupación pastoral. Una preocupación que incluye también los aspectos materiales (cf. 1Tm 5, 23)  pero que, sobre todo, os moverá a alentarlos en su misión de proporcionar a todos los fieles los medios necesarios para “realizar el plan de Dios, fundado en la fe” (1Tm 1, 4):  “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (Ibíd., 2, 4). 

Recordadles, ante todo, que deben mantenerse unidos a Jesucristo por la oración y los sacramentos: singularmente por la celebración de la Eucaristía. Aconsejadles que acudan frecuentemente al sacramento de la reconciliación para que incrementen en sí mismos la gracia que hace agradable a los ojos de Dios y, a la vez, intensifica la propia intimidad con Jesucristo el Redentor, de cuyo sacerdocio participan. Velad asimismo para que den prioridad, entre sus ineludibles tareas, a la predicación de la Palabra y a la celebración de los sacramentos.

Realmente convencidos de que compete a los laicos santificar las estructuras temporales, habéis de inculcar en la conciencia de los presbíteros la obligación, que la propia identidad les impone, de no diluir el ministerio auténtico en actividades que no sean propias de su condición. Manifestarán su unidad con toda la Iglesia enseñando las verdades de la fe sin reduccionismos ni dudosas interpretaciones. También aquí resultan actuales las palabras de San Pablo cuando dice a Timoteo: “Te rogué... que mandaras a algunos que no enseñasen doctrinas extrañas... que son más a propósito para promover disputas que para realizar el plan de Dios, fundado en la fe” (Ibíd., 1, 3-4). Atenta especialmente contra la unidad esa desviada posición teológica que pone “el acento de modo unilateral sobre la liberación de las esclavitudes de orden terrenal y temporal” (Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Nuntius, introd.), olvidando que “la liberación es, ante todo y principalmente, liberación de la esclavitud radical del pecado” (Ibíd.).  Recordad que “la Iglesia de los pobres significa la preferencia, no exclusiva, dada a los pobres, según todas las formas de la miseria humana, ya que ellos son los preferidos de Dios” (Ibíd. IX, 9). 

Como ya he indicado en la Encíclica “Sollicitudo Rei Socialis”, “conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades temporales y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia” (Sollicitudo Rei Socialis, 47). 

De esa forma, los hijos de la Iglesia pondrán “por obra –con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los bienes, con la participación como ciudadanos, con la colaboración en las decisiones económicas y políticas y con la propia actuación a nivel nacional e internacional– las medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor preferencial a los pobres” (Ibíd.). 

7. A vuestra preocupación pastoral por los presbíteros va muy unida la preocupación por el fomento de las vocaciones sacerdotales y el cuidado en la formación de los seminaristas.

“No te precipites en imponer a nadie las manos” (1Tm 5, 22),  advierte el Apóstol a Timoteo. El seminario debe ser objeto especial de vuestros cuidados. El avance futuro en la difusión del reino de Dios depende sobremanera de los esfuerzos que dediquéis a esta labor.

La preparación de los candidatos al sacerdocio “debe tender a formar verdaderos Pastores de almas, según el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor” (Optatam totius, 4). 

“El candidato debe ser irreprochable” (Tt 5, 6),  amonesta nuevamente San Pablo. La dirección espiritual personal debe cultivar en ellos un amor sin medida a Cristo y a su Madre, y unas ansias inmensas de asociarse íntimamente a la obra de la corredención. Los estudios filosóficos y teológicos exigen un profesorado competente y de orientación doctrinal segura. Junto a esto, la preparación litúrgica y pastoral complementa su formación y desarrolla en sus corazones un amor singular hacia el santo sacrificio del altar y una solicitud incansable por acercar todos los hombres a Dios.

8. La realidad que vivimos debe llevaros a reemprender con renovadas energías la pastoral de la familia. Respecto de los jóvenes escribe el Apóstol que aprendan a practicar los deberes de piedad... para con los de su propia familia. Que los jóvenes se casen..., tengan hijos y que gobiernen la propia casa (1Tm 5, 4. 14). 

En vuestro país la institución del matrimonio sufre, desde hace años, la plaga del divorcio. Se ha debilitado el sentido de perpetuidad del compromiso conyugal, lo que se traduce en numerosos casos de desunión familiar y de separación de los cónyuges, con lamentables consecuencias sobre los hijos.

No hay que dejar de recordar a los fieles que “el matrimonio y el amor conyugal, por su misma naturaleza, están ordenados a la procreación y educación” (Gaudium et spes, 50). Los cónyuges cristianos deben saber que todo amor verdadero supone el sacrificio y el dolor, y la entrega para siempre. Es preciso impulsar la generosidad en el amor, sin miedo a los hijos que vendrán. Los esposos cristianos están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud poseen la gracia y los dones suficientes para acrecentar su amor mutuo y llevar cristianamente las cargas del hogar.

9. “Vela por ti mismo y por la enseñanza: persevera en esta disposición, pues, obrando así, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan” (1Tm 4, 16). 

A través de la catequesis iniciada por los padres en el hogar, y continuada después por múltiples cauces, la labor de formación debe llegar a todos los rincones del país.

La urgencia imperiosa por ampliar el alcance catequético impone la conveniencia de abrirse a todas las iniciativas que surjan en torno a este objetivo. Las numerosas actividades parroquiales y los diversos movimientos de apostolado que hoy florecen en Uruguay deben ser ocasión para que se profundice en el conocimiento de la doctrina cristiana y la participación en los sacramentos, inculcando también la vida de oración y el crecimiento en las virtudes.

La primera instrucción sobre los rudimentos de la fe debe continuarse en la adolescencia, ayudando a los jóvenes a profundizar en los fundamentos de la doctrina católica, de manera que puedan afrontar con una óptica cristiana las responsabilidades que la vida les depare.

10. La recepción del sacramento de la confirmación fortalece en los cristianos la gracia primera que recibieron en el bautismo. Frente a concepciones laicistas en el ámbito social y cultural, hace falta cristianos que sean fuertes en la fe, (1P 5, 9) que “combatan el buen combate” (1Tm 6, 12) de que nos habla San Pablo, decididos a identificarse con Jesucristo y a impregnar la cultura con los principios y enseñanzas del cristianismo. Todos los bautizados deben culminar su iniciación cristiana con la recepción de este sacramento.

11. Amadísimos hermanos: “La gracia sea con vosotros” (Ibíd., 6, 21).  Así termina San Pablo su primera Carta a Timoteo, a la luz de la cual hemos realizado estas consideraciones. Esto mismo pido en estos momentos al Señor para vosotros. Que no os falten los dones del Espíritu Santo para guiar al Pueblo de Dios en el Uruguay hacia la casa del Padre celestial. Que encarnéis la figura del Buen Pastor, que “va delante de sus ovejas y ellas le siguen porque conocen su voz” (cf. Jn 10, 4). Que la Virgen de los Treinta y Tres, Patrona del Uruguay, os acompañe en vuestra solicitud pastoral y os fortalezca para consolidar y culminar la obra realizada hasta ahora.

A Ella encomiando todos vuestros afanes y tareas apostólicas, y le pido que, como Ella, seáis siempre dóciles al Espíritu Santo para que, a través de vuestro ministerio, la verdad divina guíe siempre a la Iglesia que está en el Uruguay.



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