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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA ÁRABE DE EGIPTO
ANTE LA SANTA SEDE
*

Lunes 28 de noviembre de 1988

 

Señor Embajador:

Me alegra darle la cordial bienvenida al recibir las Cartas Credenciales, que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Árabe de Egipto.

Le doy las gracias vivamente por haberme transmitido el cortés saludo y 1os deseos de felicidad del Señor Presidente Mohamed Hosni Mubarak y le ruego que le asegure mis sentimientos de estima y consideración, así como el grato recuerdo que conservo de nuestro encuentro del febrero pasado.

Las nobles expresiones que Su Excelencia me ha dirigido testimonian el espíritu con el que usted se propone desarrollar la alta misión a la que ha sido llamado.

Deseo subrayar con vivo aprecio cuanto usted ha dicho sobre la voluntad común de sus conciudadanos, cristianos y musulmanes, de cooperar con ánimo concorde en la construcción de una sociedad cada vez más unida y fraterna, en la convivencia armónica y pacífica de todos sus componentes. En efecto, solamente la comprensión y el respeto nuestro, junto con la adhesión de todos a las más altas tradiciones religiosas, a la cultura y a la identidad nacional, favorecen la consecución del bienestar espiritual y material, que constituyen el objetivo de toda sociedad.

No hay duda de que la presencia histórica en Egipto de diversas comunidades religiosas, unidas por la fe en el único Dios, constituye de por sí una gran riqueza. Cada una de ellas, en efecto, se siente parte integrante de la Nación y está llamada a ofrecer su contribución válida y positiva a la vida nacional y a la promoción de los valores que constituyen su fundamento; ante todo, el respeto a la libertad y a la dignidad de toda persona. Se trata, por lo demás, de valores que superan los mismos confines del País y deben, por tanto, estimular en todo la búsqueda de colaboración, de tolerancia, de respeto mutuo en el ámbito mas amplio de la comunidad internacional.

A propósito de esto, es muy significativa la alusión que ha hecho usted al esfuerzo incansable y meritorio, por parte de Egipto, en la defensa de la paz, de la estabilidad y del respeto de los legítimos derechos de los pueblos, particularmente en algunas situaciones de conflicto duradero y doloroso.

Señor Embajador, refiriéndose a la actividad de la Santa Sede, ha querido evocar los grandes temas de la paz, la justicia, los Derechos fundamentales del hombre, la solidaridad y la corresponsabilidad entre los pueblos. Le estoy sinceramente agradecido por haber recordado el particular interés y el constante empeño que la Santa Sede muestra por ellos. Ciertamente, su misión es esencialmente espiritual y pastoral, dirigida en primer lugar a la comunidad católica. Sin embargo, y en no menor medida, también dirige su solicitud hacia todos los creyentes en Dios y hacia la Humanidad entera. Todos, en efecto, procedemos de Dios y estamos llamados por Él a buscar y cumplir su voluntad en la edificación de un mundo que, como dije en 1985 en Casablanca al encontrarme con los jóvenes de fe musulmana, debe ser humano, pluriforme y responsable: un mundo, pues, cuya regla fundamental sea el respeto, el amor y la ayuda a cada ser humano, por ser criatura de Dios.

Señor Embajador, la alta misión que hoy comienza, le permitirá ser testigo directo de la Iglesia Católica, la cual, según su naturaleza y con los medios que le son propios, se esfuerza sin descanso por proclamar la fe en Dios y el Evangelio de Cristo, por anunciar los valores morales fundamentales, por promover el diálogo como único medio para superar los conflictos, por defender la libertad religiosa, como condición indispensable para el progreso de la sociedad y como fundamento para la paz entre los pueblos.

Señor Embajador: Usted ha deseado una justa y duradera paz para Oriente Medio: es este un deseo —querría llamarlo invocación— al que me uno con todo el corazón. Espero que, cuanto antes, prevalezca la buena voluntad y el esfuerzo de todos. Que la paz, como usted ha destacado, se pueda encontrar con espíritu de justicia y mediante el reconocimiento de los legítimos derechos de todos los pueblos de la región.

Estos deseos llevan espontáneamente la mente y el corazón a dirigirse hacia Tierra Santa y, sobre todo, hacia la Ciudad Santa, Jerusalén, realidad única que encierra memorias históricas y religiosas para los hebreos, los cristianos y los musulmanes. ¡Cómo no recordar que desgraciadamente la región es, desde hace demasiados años, teatro de sufrimientos indecibles para tantas y tantas personas!

También ha mencionado usted el Líbano, en favor del cual tantas veces, la Santa Sede ha invocado una solución pacífica, equitativa y digna de la presente situación. No es justo, en efecto, que un país tan rico en tradiciones religiosas y culturales, después de haber sufrido tan larga y duramente, carezca aún, inexplicablemente, de una perspectiva de unidad y de reconciliación. A los libaneses se les debe asegurar la posibilidad y el auxilio necesarios para salvar su País.

A estos votos, profundamente sentidos, deseo unir, respetuosa y cordialmente, otros por su persona, Señor Embajador, y por un fructuoso desarrollo de su misión, a lo largo de la cual estoy seguro de que encontrara la más sincera y eficaz colaboración por parte de los organismos de la Santa Sede.

Pido de corazón a Dios Omnipotente y misericordioso las más abundantes bendiciones sobre usted, su familia, sus colaboradores y sobre todo el querido Pueblo de Egipto y sus gobernantes.


*L'Osservatore Romano, edición Semanal en lengua española 1989, n.4, p.6.



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