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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE HONDURAS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 2o de octubre de 1988

 

Queridos hermanos en el Episcopado:

1. “Ved: qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos” (Sal 133 [132], 1).  Con estas palabras del Salmista quiero daros hoy mi cordial bienvenida como Obispos de la Iglesia de Dios en Honduras. En este encuentro colectivo de la visita “ad Limina” deseáis expresar vuestra comunión con el Sucesor de Pedro, al mismo tiempo que transmitís los anhelos y esperanzas de todo vuestro pueblo fiel.

En mi mente están presentes no sólo vuestra tarea pastoral, sino también vuestras personas e intenciones; las dificultades y sufrimientos tantas veces desconocidos por los demás, que debéis afrontar; los momentos de soledad o la sensación de impotencia que, a la vista de vuestro arduo cometido, puedan quizás aflorar en vuestro ánimo. En todo ello, sabed que estoy muy unido a vosotros, que os acompaño con afecto fraterno y que esta solicitud se traduce en frecuente recuerdo en la plegaria. En ella también presento al Señor las necesidades de todos los miembros de vuestras diócesis.

En este espíritu de amor eclesial deseo ahora compartir con vosotros unas reflexiones sobre algunos puntos que considero oportunos para el bien de la Iglesia que peregrina hacia el Padre en las recordadas tierras hondureñas.

2. A través de los coloquios con cada uno de vosotros he podido percibir la realidad eclesial y humana en la que desempeñáis vuestra misión de Pastores. Al respecto, me alegra constatar que, a pesar de los aún escasos recursos de personal y de medios materiales, se está profundizando en la acción evangelizadora, cada vez más acorde con las orientaciones del Concilio Vaticano II y con las Conferencias de Medellín y Puebla.

En vuestro ministerio pastoral os esforzáis por mantener y testimoniar la fidelidad a Cristo, lo cual influye no poco en la promoción humana del pueblo, al llevar en sí una fuerza incomparable para el desarrollo integral de la persona humana, que favorece la edificación de la sociedad animada por la fraternidad. Por eso doy gracias a Dios al comprobar que resplandece en vosotros el amor de Cristo con sentido de responsabilidad personal y de corresponsabilidad apostólica, al servicio de la grey de la que el Señor os ha constituido pontífices, maestros y pastores (cf. Christus Dominus, 12, 15, 16). 

Varios y complejos son los campos que exigen sin cesar vuestra atención y dedicación ministerial: la evangelización del mundo de la cultura; la presencia de la Iglesia en el mundo del trabajo; las emigraciones forzadas y las desigualdades sociales que hay que superar en busca de una sociedad más justa y fraterna; la presencia cada vez más fuerte de las sectas que desconciertan al pueblo sencillo y desprevenido; las dificultades particulares de la pastoral urbana y rural; la adaptación adecuada de la catequesis que no autoriza a reducir la doctrina ni a escamotear las verdades de la fe; el compromiso de los laicos en la vida de la Iglesia y su participación en la vida pública.

3. Ante la variedad de temas enunciados, pero teniendo en cuenta particularmente el reducido número de sacerdotes con que cuenta Honduras, quisiera detenerme en la función de formador de sus sacerdotes que incumbe a todo obispo diocesano; primero, la formación en el seminario y luego la formación permanente a lo largo de la vida ministerial.

El enfoque de la problemática en este campo no puede ser diferente del indicado por el Espíritu de Verdad y Amor a través del autor sagrado. El sacerdote, “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1). 

En cinco direcciones, por tanto, ha de desarrollarse la formación de los sacerdotes: la “selección” a través de la llamada y del oportuno discernimiento de los candidatos; el servicio al hombre en las cosas de Dios; el sacrificio y la reconciliación. Seria hermoso y provechoso exponer cada uno de estos puntos siguiendo las orientaciones del Concilio Vaticano II; en ellas se basa la definición de sacerdote, la identidad del “padre”, como se le llama frecuentemente entre vosotros.

Pero ante todo es necesario tomar en consideración esa formación desde el mismo momento en que aflora la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada. La vocación es y sigue siendo siempre un don de Dios que El no niega a ninguna comunidad; pero es como la buena simiente que sólo prospera, crece y llega a fructificar donde encuentra “tierra buena” (cf. Mt 13, 8). 

Un florecimiento de nuevas vocaciones sólo resultará fructuoso en la medida en que se proceda con acierto a la formación de los “llamados”. Esta formación es algo más que la mera adquisición de conocimientos o una formación académica; tiene que ser una formación integral de la persona, que va desde las dotes o cualidades humanas que hay que desarrollar y orientar para la misión de la Iglesia, hasta la globalidad de la vida ascético-espiritual de cada uno, que sirva de base a la doctrina en las varias ramas de las ciencias sagradas debidamente integradas por las ciencias humanas, y hasta la preparación pastoral.

Comparto vuestra preocupación por proporcionar una formación sólida a los futuros sacerdotes y no puedo dejar de encomiar la importancia que tiene el seminario para lograr este objetivo. La vida comunitaria en estas instituciones, tal como deseó el Concilio Vaticano II, y lo ha confirmado el Código de Derecho Canónico, sigue siendo una necesidad en la preparación para el sacerdocio. La renovación que los seminarios puedan necesitar para adaptarse a los nuevos tiempos exige en quien la realiza equilibrio y buen sentido, así como las cualidades debidas, sobre todo, espíritu evangélico y sacerdotal bien arraigado y encuadrado en la misión de la Iglesia.

4. No se dude, por tanto, en destinar y preparar adecuadamente para esa tarea de formadores en el seminario a los mejores miembros del presbiterio o de la familia religiosa, incluso a costa de privarse de su valiosa ayuda en otros trabajos pastorales. Esta es una tarea vital para el futuro de las comunidades.

Humanamente hablando, es una buena “inversión” que dará fruto a corto y a largo plazo. La configuración de las comunidades cristianas, sean parroquiales o de otro tipo, así como de la misma comunidad diocesana, depende en gran medida de la persona y capacidades –“instrumentos” de Dios siempre, se entiende– de los Pastores que las guían y sirven.

5. Conozco ciertamente el amor en Cristo que tenéis a los sacerdotes de vuestro presbiterio, lo cual se manifiesta también en la preocupación de que lleven una vida humanamente digna y socialmente decorosa, incluso en el aspecto material. Quiero animaros a seguir en esta dedicación preferencial para que vuestros colaboradores directos estén bien y vivan con alegría y plenitud su identidad sacerdotal con fidelidad a Dios y a los hombres, presentes en el mundo sin ser del mundo, como auténticos “embajadores de Cristo” (cf. 2Co 5, 20). 

La formación que los sacerdotes adquieren en el seminario, a la luz de los decretos conciliares “Optatam Totius” y “Presbyterorum Ordinis”, consta de un acervo de virtudes, de cualidades morales, ascético-espirituales y pastorales. Esta formación o dote debe ser renovada y enriquecida constantemente para que no disminuya en los mismos sacerdotes el “buen olor de Cristo” (cf. 2Co 2, 15).  A fin de guardar el tesoro contenido en “recipientes de barro” (cf. Ibíd., 4, 7),  constituido por quienes forman vuestro presbiterio, es importantísimo que ellos vean en su obispo a un amigo a quien confían su vida, a un hermano en el sacerdocio y a un padre en la fe. Sin mengua de vuestra autoridad que os ha sido conferida, en ello se basará la actitud de los sacerdotes para el diálogo, que es viable si va unido a la humildad y pobreza de espíritu, a la colaboración que exige estima recíproca y a la obediencia que presupone en ambas partes fe viva y caridad sobrenatural.

Ello facilitará mucho el testimonio, el cual dará eficacia a la misión: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 35).  Un amor capaz de crear unidad: “Para que todos sean uno... y el mundo crea” en aquel que el Padre envió (cf Ibíd., 17, 21),  el cual, a su vez, nos envía a nosotros.

6. Pero el carácter complejo de la sociedad en que vivimos para poder interpelarla con los medios de la salvación exige, junto con el testimonio, la actualización de posturas y métodos mientras se desempeña el ministerio pastoral. Los campos que se han de impregnar del espíritu evangélico son muchos y variados. Sin embargo, el Mensaje es único, sencillo, siempre idéntico y destinado a todos los hombres. Es preciso adaptarlo de modo equilibrado y sabio a las personas a quienes va dirigido, sabiendo poner en práctica la norma del Apóstol: “Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Co 9, 22).  Dice al respecto el Concilio Vaticano II: “Todos los presbíteros son enviados para colaborar en la misma obra, aunque estén ocupados en funciones diferentes” (cf. Presbyterorum Ordinis, 7. 8). Y esta obra es fundamentalmente la actuación del designio de Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2, 4).  De modo que la misión del sacerdote, dentro de la misión propia de la Iglesia, no es de orden político, económico o social (cf. Gaudium et spes, 42). 

El sacerdote –hombre de Iglesia, “elegido” de entre los hombres para servirlos como dispensador de los misterios de Dios–, debe ser un testigo de la fe y un guía seguro de los hombres hacia Dios.

Por tanto, una de las funciones más importantes del obispo diocesano consiste precisamente en ser un formador permanente de sus sacerdotes, estimulador de su fidelidad a la vocación e impulsor y orientador de su celo y de su trabajo pastoral. Al presidir su presbiterio, el obispo deberá mostrarse iluminado y firme en el mantenimiento de la sana doctrina y en la observancia de las normas jurídicas, litúrgicas y pastorales; y al mismo tiempo, siempre acogedor y misericordioso con las personas de sus sacerdotes, como buen padre de familia, de la familia sacerdotal.

7. A partir de estas consideraciones se encuadra con mejor perspectiva el vasto campo que vosotros, junto con vuestros sacerdotes y demás agentes de pastoral, tenéis que afrontar constantemente.

Directamente relacionada con el tema de las vocaciones está la familia, célula básica de la sociedad. Conozco bien las complejas circunstancias que en vuestro País amenazan esta institución primordial. Entre los factores que inciden negativamente sobre ella cabe citar el número elevado de parejas que conviven sin haber recibido el sacramento del matrimonio; el notable porcentaje de hijos nacidos fuera del matrimonio mismo, con el consiguiente perjuicio para su educación y crecimiento integral a nivel humano; a ello van unidos los casos de madres solteras, que han de afrontar solas el peso y la responsabilidad de su maternidad (cf. Mulieris Dignitatem, 14). 

Desde otras esferas, los valores de la familia son atacados cuando se difunden campañas de control de la natalidad, a veces casi impuestas como condición para poder subsanar focos de pobreza, cuando en realidad no hacen más que atacar el derecho de los esposos a la procreación y a la decisión sobre el número de hijos.

Ante ello es ciertamente urgente que vosotros, obispos de Honduras, propongáis, en fidelidad al Magisterio universal de la Iglesia, una doctrina clara sobre los valores y derechos de la familia. Sé que ya trabajáis en este sentido y yo os aliento en esta ineludible e inaplazable tarea. Sin entrar en conflicto con otras instancias públicas, es necesario exponer decididamente la doctrina católica a través de una catequesis capilar a todos los niveles.

Con este objetivo, será oportuno instruir previamente a los Delegados de la Palabra, así como a los demás agentes de pastoral, para que en sus respectivas comunidades vayan difundiendo estas enseñanzas.

Ante todo, habrá que ayudar a los padres y madres de familia para que tengan una conciencia rectamente formada, que respete la ley divina. Esto será posible en la medida en que se mejoren las condiciones pedagógicas y sociales, se dé una formación religiosa junto con una educación moral íntegra (cf. Gaudium et spes, 87).

Sólo en el ámbito de las familias formadas cristianamente, donde se respete la ley divina y se proporcione una esmerada educación religiosa a los hijos, es donde se creará el ambiente propicio, la “tierra buena” de la que habla el Evangelio, para que alguno de sus miembros reciba el don de la vocación, ese don de Dios que es siempre una bendición para el “elegido” y para los demás.

8. No olvido tampoco que entre vuestros motivos de preocupación está la suerte de tantos miles de refugiados, a los que procuráis que no falte la asistencia religiosa y el calor humano al sentirse arrancados de su ambiente natural, muchas veces independientemente de su voluntad y de sus ideas políticas. Ante este problema humanitario, en el que la Iglesia debe ponerse siempre a favor del más pobre y necesitado, conviene trabajar para encontrar en las instancias públicas un amparo y el respeto de los derechos humanos contemplados en los acuerdos internacionales.

9. Amados hermanos: Que estas consideraciones, que brotan de lo más profundo de mi corazón en la solicitud por todas las Iglesias (cf. 2Co 11, 28),  os sirvan de aliento constante en vuestro ministerio pastoral para que la sociedad hondureña sea cada vez más reconciliada, más cristiana y, por lo mismo, más humana y más fraterna, y así reinen en ella el amor y la paz.

Que Nuestra Señora de Suyapa, Patrona de Honduras, os ayude siempre a vosotros, así como a vuestros sacerdotes y demás colaboradores, a construir incesantemente el reino de Dios. En esta hermosa tarea os acompaño siempre con mi plegaria y mi Bendición Apostólica.

 

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