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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE CHILE
EN VISITA
«AD LIMINA APOSTOLORUM»

Castelgandolfo, lunes 28 de agosto de 1989

 

Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Habéis venido desde Chile, siempre presente en mi plegaria, para “ver a Pedro” (cf Ga 1, 18).  Vuestra visita “ad limina Apostolorum” es expresión eclesial de ese profundo deseo de conservar y acrecentar más aún la comunión con quien es cabeza del Colegio episcopal y centro visible de la unidad de la Iglesia. Por eso quiero agradecer vivamente las amables palabras que Mons. Carlos González, Obispo de Talca y Presidente de la Conferencia Episcopal ha tenido a bien dirigirme, en nombre también de los demás Obispos aquí presentes. Os doy mi más cordial bienvenida con fraterna alegría y recibo también con gozo vuestra firme manifestación de fidelidad a la Sede Apostólica. Por mi parte os ofrezco unas orientaciones con las que deseo ejercer la misión que Jesús, nuestro Salvador, confió al Apóstol Pedro, de confirmar la fe de sus hermanos (cf. Lc 22, 32). 

Cuando recibí al primer grupo de Obispos chilenos, el mes de marzo pasado con motivo de su visita “ad limina”, les expuse con afecto, algunas directrices pastorales dirigidas, como bien comprendéis, no sólo a ellos, sino a todos los Obispos chilenos. Ha sido pastoralmente muy satisfactorio saber que esas orientaciones han sido ampliamente difundidas en vuestro país y acogidas muy positivamente por vosotros, por el clero y los fieles. Mis palabras, en este encuentro, quieren ser como un complemento a esa alocución anterior y una profundización en algunos de sus aspectos.

2. La misión de anunciar el Evangelio ha constituido siempre un gran desafío. En todo tiempo y lugar se verifica una vez más la parábola del grano de mostaza (cf Mt 13, 31 s.), o sea, la radical desproporción entre los medios humanos y la magnitud de la obra por realizar. Ante este hecho, los Apóstoles, fieles a la misión encomendada por Cristo, predicando la palabra de verdad, engendraron a las Iglesias (cf. S. Agustín, Enarrat. in Ps. 44, 23: CCL XXXVIII). Pues “no hay evangelización verdadera, mientras no se comunica el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (Evangelii Nuntiandi, 22).  La tarea de los Apóstoles se halla resumida en las palabras de San Pablo, predicar “a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, y necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza y sabiduría de Dios” (1Co 1, 23 s.). ¿Cómo hubieran podido los Apóstoles emprender una obra de tal envergadura si no hubieran estado sostenidos por el poder del Espíritu Santo? ¿Cómo habría podido la Iglesia resistir las persecuciones, e incluso las terribles pruebas interiores de la heterodoxia y del cisma, si no hubiera experimentado, de manera irrevocable, junto a ella y en ella, la presencia de Jesucristo que le prometió su fiel asistencia “hasta el fin del mundo”? (Mt 28, 20) 

La evangelización de América Latina, como la de todos los pueblos de la tierra, es también una manifestación visible de cómo Dios impulsa a la Iglesia a crear nuevos espacios, nuevas comunidades en las cuales Cristo sea el principio y el fin.

La obra de la evangelización comienza, mas no termina. Sucesivas generaciones esperan el anuncio del Evangelio. Sucesivos cambios culturales reclaman luces nuevas, para poder superar la inmanencia asfixiante que destruye la persona, porque no ha querido escuchar y acoger a Dios. Los hombres se encuentran privados de la dimensión trascendente de su existencia, viviendo como a tientas en medio de “tinieblas y sombras de muerte” (cf. Mt 4, 16). 

3. El evangelizador –de cualquier continente y lugar–, el catequista, es un hombre subyugado por el ejemplo y la llamada de Cristo, y movido por el celo de salvar a sus hermanos. Los hombres que no conocen a Jesucristo yacen a la vera del camino, como el viajero herido de la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 30-37),  junto al que pasaron indiferentes un sacerdote judío y un levita, a quienes ni estremeció ni interesó lo que hubiera sucedido o fuera a suceder más tarde al herido. El samaritano, en cambio, sintió como algo propio la poquedad y el sufrimiento del hombre asaltado; lo curó, lo vendó y se hizo cargo de él.

Esta es una imagen modélica de lo que deben ser los sentimientos del evangelizador: el hombre que se aflige con los que sufren, goza con los que gozan, y que se entrega a todos a fin de que otros participen de su inmensa alegría. Os exhorto, queridos hermanos, y con vosotros a vuestros sacerdotes, diáconos y fieles todos, a que deis testimonio de este celo, de esta caridad pastoral, de esa santa inquietud frente a vuestros hermanos. Sois responsables de vuestros fieles, sí, pero lo sois también, y a título muy especial, de los que, por cualquier motivo, no están en el redil. A nosotros los Obispos se nos aplica, en un sentido muy especial, la palabra del Profeta: “Me devora el celo de tu casa” (Sal 69 [68], 10). 

Os invito pues, a pensar en algo que vosotros sabéis muy bien: nada es tan necesario e importante, para el hombre contemporáneo, como el anuncio de la Buena Nueva de salvación. Nada podemos darle que le sea más útil que este precioso tesoro, que el Señor ha confiado a nuestro ministerio. ¡Dad! ¡Dad sin descanso! Así el don de Dios será la bienaventuranza de los que lo acogen y de quienes lo entregan.

Al afirmar que la Iglesia es católica queremos decir que es evangelizadora, misionera y apostólica; si no tuviera esas características no sería la verdadera Iglesia de Jesucristo. ¡La vitalidad de la Iglesia se mide por su dimensión y proyección misionera y evangelizadora! “El Evangelio que nos ha sido encomendado –decía mi Predecesor Pablo VI– es también palabra de verdad..., verdad acerca de Dios, verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, verdad acerca del mundo” (Evangelii Nuntiandi, 78). 

4. La finalidad de toda evangelización es suscitar la fe. Así lo recuerda el Apóstol: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien non han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Dios” (Rm 10, 14-17).  Esa fe, don de Dios, nos introduce en la realidad más profunda del hombre y de cuanto lo rodea, porque sólo mediante la fe se pueden valorar las cosas y los hechos como Dios los valora.

Grandes han sido en los últimos tiempos los progresos de la ciencia y de la tecnología; grande es la repercusión de todo esto en la humanidad; pero ello no alcanza el nivel más profundo de la realidad, ni da una respuesta verdaderamente positiva y completa a los muchos interrogantes del hombre. Me complace recordar al respecto lo que dice la Carta a los Hebreos: “Por la fe sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece” (Hb 11, 3).  Eso mismo lo percibe la fe que es “garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven” (Ibíd. 11, 1). 

Los santos son especialmente los que han tenido un conocimiento global más exacto de Dios, y lo han adquirido a través de una fe vivísima, nutrida en la contemplación y sostenida por el don de sabiduría. Cuando San Pablo afirma que “el justo vivirá por la fe” (Rm 1, 17; cf. Ga 3, 11; Hb 10, 38), está enunciando una verdad fundamental de la vida cristiana, porque los criterios con que un hombre vive de forma coherente como hijo de Dios, miembro del cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, no son criterios puramente humanos. La Virgen María y San José, su esposo, fueron personas de gran fe. Isabel alabó a María por haber creído (cf. Lc 1, 45). José demostró su fe profunda y abnegada, no con palabras, sino con hechos de vida, que son los que cuentan en el plan divino (cf. Mt 1, 18-25; 2, 13-15).  Ellos vivieron el misterio de la Encarnación en la oscuridad de la fe, “sin comprender” (cf. Lc 2, 50),  pero aceptando humilde y confiadamente los designios de Dios.

5. Es cierto que muchas realidades del plan salvífico de Dios no se perciben sino a la luz de la fe, y al margen de ella pierden su sentido pleno e incluso su identidad cristiana. Cuando la fe no es profunda, esas realidades adquieren rasgos equívocos, se la soslaya, se la minimiza o se la cubre con un manto de silencio; si esto ocurriera en la conciencia de los fieles y en la enseñanza de los Pastores, sería inequívoca señal de que la fe ha perdido hondura y, quizás, contenido.

La fe, cuyo contenido esencial, es el designio salvífico de Dios, expresado en la Encarnación de su Hijo y en su obra redentora hasta el final de los siglos, a través de su Iglesia, es el fundamento de toda vida cristiana, en la que están unidas indisociablemente la adhesión a la verdad y su proyección concreta sobre la vida personal y social. Nada, absolutamente nada en la vida del hombre puede escapar a la valoración moral que procede de la fe. Pretender que un solo elemento de la vida humana sea autónomo respecto a la ley de Dios, es una forma de idolatría (cf. Ga 4, 20). El hombre, que por la fe adora a Dios en espíritu y en verdad, sabe que esa adoración y ese amor no serían tales si se negara a reconocer en el hermano la imagen de Dios (cf. Jn 4, 20 s; Mt 25, 31 ss). 

El crecimiento real de la Iglesia consiste en el acrecentamiento de la fe y de la caridad de sus miembros. Para eso evangelizamos. Y como en esta vida no se da la iluminación plena, por eso la Palabra de Dios tiene que seguir resonando siempre en medio del pueblo, por parte de aquellos que han recibido mediante la imposición de las manos el oficio de enseñar a sus hermanos con “la inescrutable riqueza de Cristo” (Ef 3, 8). 

Os aliento queridos Hermanos, y por medio de vosotros a vuestros sacerdotes y diáconos, a anunciar con perseverancia y con entusiasmo el misterio de la fe; felices de poder comunicar a otros lo que tanto necesitan: la luz de la vida eterna. El mensaje del Evangelio “es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No admite indiferencia, sincretismo, ni acomodos. Representa la belleza de la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo” (Evangelii Nuntiandi, 5). 

6. En estos casi once años, de mi pontificado, he tenido ocasión de trataros y conocer vuestro difícil trabajo pastoral. He conocido personalmente a muchos de vuestros sacerdotes y fieles, y he podido visitar, en abril de 1987, algunas de vuestras Comunidades eclesiales. También he tenido ocasión de hablar con cada uno de vosotros, así como dirigirme a la Conferencia Episcopal en varias circunstancias. De este modo se han fortalecido los vínculos de fe y comunión entre las Iglesias particulares de Chile y esta Sede Apostólica.

A menudo mi pensamiento se dirige a vosotros, a vuestros queridos sacerdotes, así como a todos los religiosos, religiosas y laicos, que colaboran con vosotros en el campo del apostolado. También pienso en las comunidades de vuestras grandes ciudades, así como en aquellas más lejanas del sur de Chile, de la Isla de Pascua y del Altiplano del norte. Espero vivamente que cada comunidad parroquial esté profundamente unida al propio Obispo, de manera que éste sea verdaderamente el Padre y Pastor de su grey.

En efecto, en la Iglesia cada Obispo sabe que tiene una responsabilidad propia e inalienable en el desempeño de su misión de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios. Esta es una potestad que cada Obispo ejerce en nombre de Cristo, esperando que los fieles sepan aceptar lo que los Obispos disponen para el bien de la propia diócesis.

En vuestras respectivas circunscripciones eclesiásticas, debéis fomentar el camino de la santidad para vuestros sacerdotes, religiosos y laicos, según la vocación peculiar de cada uno, persuadidos también de que debéis ser, como los Apóstoles, “sal de la tierra y luz del mundo” (cf Mt 5, 13.14) y obligados por tanto “a dar ejemplo de santidad en la caridad, humildad y sencillez de vida” (Christus Dominus, 15).  Que el testimonio de tantos beneméritos Pastores que os han precedido os ayude en vuestro ministerio.

El Espíritu Santo os ha confiado la misma misión, que lleváis a cabo en circunstancias distintas. Hay quienes trabajan en diócesis bien organizadas, otros en Prelaturas y Vicariatos Apostólicos, con problemas típicos de tales circunscripciones eclesiásticas, así como es peculiar el ministerio pastoral que debe desempeñar el Obispo Castrense, en colaboración con los demás Obispos diocesanos. Sin embargo, todos sois conscientes de colaborar en la edificación de la Iglesia Santa de Dios con la palabra y el ejemplo, confiando siempre en la ayuda del Señor.

7. Antes de concluir, quiero pediros que llevéis mi saludo afectuoso a todos los miembros de vuestras Iglesias diocesanas: a los sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos y seminaristas, así como a los cristianos comprometidos en el apostolado; a los jóvenes y a las familias; a los ancianos, a los enfermos y a los que sufren. De modo particular decid a los sacerdotes y a las personas consagradas a Dios que el Papa les agradece su esforzado trabajo por el Señor y por la causa de la Evangelización, de tal manera que tiene plena confianza en su fidelidad.

A vosotros, Obispos de Chile, os agradezco en nombre del Señor vuestra solicitud pastoral por la Iglesia de Dios. En vuestra dedicación generosa al Evangelio contáis con la bendición y la intercesión de la Madre de Dios. Pido hoy a vuestra Patrona, Nuestra Señora del Carmen de Maipú, que os acompañe con su protección maternal, sobre todo en esta hora en que ya nos preparamos para celebrar el V Centenario de la llegada de la fe al nuevo mundo, que ha marcado indeleblemente a la Nación chilena con el signo vivificador de la Cruz de Cristo.

A la Virgen María, Señora de la Paz y Madre de los hombres, encomiendo una vez más a la querida sociedad chilena para que, en un ambiente de mutuo respeto y de búsqueda del bien común, vaya progresando en la paz y en el bienestar social.

Os acompaño en vuestra tarea pastoral con mi plegaria y mi solicitud apostólica, mientras os imparto mi Bendición, que hago extensiva a los amados hijos de Chile, a quienes recuerdo con tanto afecto.



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