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VIAJE APOSTÓLICO A NORUEGA, ISLANDIA,
FINLANDIA, DINAMARCA Y SUECIA
(1-10 DE JUNIO DE 1989)

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO EN DINAMARCA*

Miércoles 7 de junio de 1989

 

Señoras y señores:

1. Tanto en el Vaticano como en mis viajes a las Iglesias de las distintas partes del mundo, frecuentemente he tenido la oportunidad de reunirme con los miembros del Cuerpo Diplomático. Hoy tengo el gran placer de reunirme con ustedes, distinguidos Jefes de Misión y personal diplomático acreditado ante Su Majestad la Reina de Dinamarca. Los saludo y les agradezco su presencia aquí. A través de ustedes, rindo homenaje a las naciones y los pueblos que representan. En el servicio a sus respectivos países y a la comunidad mundial, veo una aportación directa a la realización de la ardiente esperanza que abrasa los corazones humanos por doquier, la esperanza de que un mundo cada vez más pacífico y humano surja de las transformaciones que tienen lugar en los pueblos y en las relaciones entre las fuerzas que configuran nuestra historia.

Deseo hablarles esta mañana como un amigo en nuestra común humanidad, como quien está interesado en el bienestar y el progreso de la familia humana, y como un discípulo de Jesucristo, a cuya Iglesia he sido llamado a servir en el ministerio de unidad y fe.

2. Preparándome para esta visita a Dinamarca, he recordado a dos pensadores daneses. Como un antiguo profesor de ética en mi propio país, me he familiarizado durante mucho tiempo con los escritos de uno de ellos: Soren Kierkegaard. Kierkegaard fue absorbido profundamente por un sentido de la naturaleza limitada y finita de la existencia, y por un consecuente sentido de temor, un presentimiento que el comprendió como algo no meramente psicológico sino esencialmente metafísico, y por tanto presente de modo evitable en toda experiencia humana. Para Kierkegaard, esta angustia era la categoría fundamental que definía la relación del individuo con el mundo. Para él, la totalidad de la existencia está impregnada por la posibilidad de no ser. De ahí que todo, a la vez, de algún modo es nada. "Lo que yo soy, escribía Kierkegaard, es nada" (Diario íntimo).

La huida de Kierkegaard de este negativismo se realizó por medio de su fe cristiana y su obediencia a Dios. En cierto sentido, él se opuso al clima intelectual de su época, dirigiendo nuevamente la atención hacia el individuo y la relación personal del individuo con Dios. Algunos filósofos posteriores estuvieron muy influenciados por el concepto de temor existencial de Kierkegaard. De entre ellos, algunos no dieron con la salida, pero ensalzaron la orientación hacia la muerte y la nada inherentes en el estar "situados" en el mundo. En esta escuela, el espíritu humano estaba preparado para una desesperación radical y una negación de significado y libertad en la vida.

El otro erudito que me ha venido a la mente es el científico del siglo XVII Niels Stensen, el famoso anatomista y fundador de la paleontología científica, la geología y la cristalografía. Como he tenido ocasión de señalar en la ceremonia de beatificación del pasado año de este destacado hijo de Dinamarca, su vida siguió un doble curso: fue un observador agudo del cuerpo humano y de la naturaleza inanimada, y al mismo tiempo un profundo creyente cristiano, que se puso al servicio de la voluntad de Dios en un humilde pero directo e intrépido camino. Su búsqueda del conocimiento científico le impulsó a asistir a las universidades de Ámsterdam, Leyden, Paris y Florencia. Su camino de fe lo llevó hacia una profunda experiencia de conversión, a la ordenación sacerdotal, a ser obispo y misionero. Su santidad personal fue tan notable que la Iglesia lo considera un ejemplo de fidelidad y como un intercesor ante Dios.

3. El recuerdo de estos dos intelectuales y creyentes daneses provoca unas reflexiones que quizá no nos aparten de nuestras preocupaciones diarias e inmediatas, pero que constituyen el fundamento de todos los pensamientos y decisiones, y por consiguiente determinan, por decirlo así, el verdadero sentido de nuestra lucha cotidiana, personal y colectiva. Estas reflexiones se refieren al significado de la vida con sus limitaciones evidentes, sus sufrimientos y su misterioso resultado que es la muerte. Estas se refieren al lugar que ocupa la religión en la historia, en la cultura y en la sociedad, y a la perenne cuestión sobre 1a relación entre fe y razón. En un nivel práctico, abarcan la necesidad apremiante de colaboración entre hombres y mujeres de religión, ciencia, cultura, política y economía, para afrontar los graves problemas del mundo: la salvaguarda del planeta y sus recursos, la paz entre las naciones y los grupos, la justicia en la sociedad, y una pronta y efectiva respuesta a la trágica situación de pobreza, enfermedad y hambre, que afecta a millones de seres humanos.

Nuestro propio siglo ha experimentado guerras y tensiones políticas tan terribles, tantas violaciones de la vida y la libertad, tantos sufrimientos, incluyendo la actual tragedia del comercio internacional de la droga y la creciente difusión del SIDA, que algunos pueden dudar en manifestar demasiada esperanza o ser optimistas acerca del futuro. Pero muchos estarán de acuerdo en sostener que el mundo está viviendo un momento de extraordinario despertar. Los antiguos problemas permanecen y surgen otros nuevos, pero existe también la conciencia desarrollada de que se nos está ofreciendo una oportunidad para que nazca una era nueva y mejor: un tiempo que trae consigo una franca y auténtica colaboración para afrontar los grandes retos que encontrará la humanidad a fines del siglo XX. La oportunidad a la que me refiero no es algo definible claramente. Es más como la confluencia de muchos y complejos desarrollos globales en los campos de la ciencia y la tecnología, en el mundo de la economía, en una creciente madurez política de los pueblos y en la formación de la opinión pública. Quizá es correcto decir que lo que estamos experimentando es un cambio, aunque lento y frágil, en la dirección de los intereses del mundo, y una creciente buena voluntad -a veces rencor- para aceptar las implicaciones de una interdependencia planetaria de la que nadie puede escapar.

Les manifiesto estas cosas, distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático, a causa de la capacidad personal y profesional de ustedes para evocar una respuesta apropiada a los retos que aparecen en el horizonte del progreso de la humanidad. La mía es una invitación dirigida a ustedes y a todos los hombres y mujeres que tienen responsabilidades en la vida pública de las naciones, para hacer todo lo posible con vistas a fomentar este despertar moral y promover el proceso pacífico que procure instaurar la libertad, el respeto por la dignidad humana y los derechos humanos en todo el mundo. En esto ustedes, sus Gobiernos y los pueblos, contarán con el pleno apoyo por parte de la Iglesia católica.

4. La Iglesia no puede ofrecerles consejos técnicos ni promover un programa económico o político. Su misión es eminentemente espiritual y humanitaria. Busca ser fiel a Jesucristo, su divino Fundador, que declaró: "Mi reino no es de este mundo" (Jn 18, 36), pero que a la vez sentía compasión ante el dolor de las multitudes (cf Mt 9, 36). La Iglesia existe para proclamar el dominio de Dios, el Padre amoroso, sobre la creación y sobre el hombre, e intenta educar la conciencia del hombre para que acepte su propia responsabilidad y la del mundo, la de las relaciones humanas y la del destino común de la familia humana. De manera especifica, la Iglesia enseña una doctrina de la creación y la redención que sitúa al individuo en el centro de su visión del mundo y de su actividad. Su objetivo temporal es el desarrollo completo del individuo. Estimula y apela a la responsabilidad personal. Alienta y recuerda a la sociedad la defensa y la promoción de los valores y los derechos de la persona, y la salvaguarda de dichos valores mediante la legislación y una política social. La Iglesia desea alcanzar esta meta en colaboración con todos aquellos que sirven al bien común.

Desde los comienzos de mi pontificado me he esforzado por expresar una preocupación presente ya en las narraciones bíblicas sobre los esfuerzos del hombre por construir un mundo sin referencia a Dios. Hoy esta preocupación asume una inmediatez propia a causa del magnífico potencial hacia el bien o el mal que el hombre ha forjado. El peligro es que "mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas; de este dominio suyo pierda los hilos esenciales, y de diversos modos su humanidad esté sometida a ese mundo, y el mismo se haga objeto de múltiple manipulación" (Redemptor hominis, 16: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de marzo, 1979, pag. 3).

Al hacerse cargo el hombre cada vez más de su mundo, permanece la cuestión fundamental: "Si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles" (ib., 15). .

5. Los interrogantes básicos son aquellos que se relacionan con la verdad y su significado, con el bien y el mal moral. Estos son los interrogantes de siempre, puesto que cada generación, y desde luego cada individuo, está llamado a darles una respuesta en alguna de las cambiantes circunstancias de la vida. El desarrollo desequilibrado que se verifica actualmente y que representa la mayor amenaza a la estabilidad del mundo -donde el creciente nivel de vida de algunos está en fuerte contraste con la pobreza cada vez mayor y la miseria de los otros-, no es el resultado de la ceguera y de fuerzas incontrolables, sino de decisiones tomadas por individuos y grupos. Estoy plenamente convencido, y así lo he escrito en mi Encíclica sobre la preocupación social de la Iglesia de 1987, de que determinadas formas del ‘imperialismo' moderno, que parecen estar inspiradas en economías o políticas, en realidad son formas de idolatría: el culto del dinero, la ideología, la clase o la tecnología. La verdadera naturaleza de las desigualdades que afligen a nuestro mundo es la del mal moral. Es importante reconocer esto, pues "diagnosticar el mal de esta manera es también identificar adecuadamente, a nivel de conducta humana, el camino a seguir para superarlo" (Sollicitudo rei socialis, 37).

Señoras y señores: Estas son las reflexiones que deseo dejarles, confiando en que ustedes comparten mi preocupación por el rumbo que la humanidad está tomando en las postrimerías del segundo milenio cristiano. El camino que está delante es el camino de una solidaridad profunda, que no es un sentimiento de vaga compasión o de pena superficial ante la desgracia de los otros, sino una determinación firme y perseverante de comprometerse uno mismo con el bien común (ib.,38). Semejante compromiso con la solidaridad se encuadra en su condición de diplomáticos a1 servicio de la paz y del progreso. La petición que les dirijo, por tanto, es la de trabajar juntos para construir una era de efectiva solidaridad universal, abriéndonos a la dimensión moral implícita en todo esfuerzo humano.

Dios Todopoderoso los acompañe en sus trabajos. Que su bendición descienda sobre ustedes, sus familias y sus países, a los que sirven. Muchas gracias.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.26, p.18.



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