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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS COLOMBIANOS
EN «VISITA AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 30 de noviembre de 1989

 

Señor Cardenal,
Amados Hermanos en el Episcopado
:

1. Con gozo os dirijo mi afectuoso saludo en el Señor, Obispos del Occidente colombiano, que habéis venido a Roma con motivo de vuestra visita “ad Limina”, la cual nos ofrece la posibilidad de un encuentro esperado y fraterno, que refuerza aún más los estrechos vínculos que nos unen en la fe, en la oración y en el amor operante. Queremos con ello dar testimonio de la unidad de la Iglesia, por la cual el Señor oró ardientemente (cf. Jn 17, 11), y que desea ser luz y guía para un mundo que, entre contradicciones, busca afanosamente ser una familia de hermanos.

Vuestra presencia aquí, hoy, me recuerda de modo particular las intensas jornadas de fe y amor compartidas con el amadísimo pueblo colombiano durante mi viaje apostólico de hace tres años. En aquella ocasión pude acercarme a las raíces de la fe cristiana de Colombia y apreciar la vitalidad de su catolicismo, que yo me esforcé en alentar y que, por la gracia de Dios, recibió un nuevo dinamismo que vosotros, Obispos, habéis sabido concretar en eficaces programas pastorales.

Junto con mi exhortación a continuar vuestra labor de avivar el sentido de Iglesia en vuestro pueblo anunciando a Jesucristo, Salvador y esperanza de los hombres, quiero expresaros mi estima y sincero agradecimiento por vuestra abnegada dedicación a las comunidades eclesiales que os han sido confiadas. Seguid suscitando en el pueblo cristiano el encuentro con el Dios vivo y verdadero como camino para transformar aquellas realidades sociales que hoy afligen vuestro corazón como Pastores e hijos de la tierra colombiana.

2. A este respecto, el Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, Arzobispo de Medellín y Presidente de la Conferencia Episcopal, ha querido expresar en nombre de todos la preocupación pastoral que os embarga ante los difíciles momentos por los que atraviesa vuestro país. Con las palabras del Apóstol os digo: “Virtus in infirmitate perficitur” (2Co 12, 9). Esta convicción forjada en la experiencia cristiana de San Pablo, puede sostener también vuestro temple en las circunstancias dolorosas que viven los cristianos de Colombia. Se trata, en el fondo, de la paradoja de la fe cristiana, que ve la Resurrección y la Vida como reverso de la Cruz y de la muerte.

En medio de las dificultades, vuestra autoridad moral sostiene la esperanza del pueblo fiel, tratando de instaurar una cultura de la paz, basada en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, y que promueve la reconciliación y la solidaridad. Quiero en esta circunstancia manifestar nuevamente mi apoyo a vuestro ministerio; y, acogiendo vuestro pedido, quisiera ofreceros ahora algunas reflexiones al respecto, que refuercen vuestro empeño en la misión y alienten la esperanza de vuestras comunidades.

Con los ojos de la fe percibís toda la crudeza de la situación. En efecto, se ha desatado una espiral de sangre y violencia que ha llegado a alterar incluso las bases de la convivencia humana. Su fuerza ciega parece atentar a la perspectiva de futuro, que es necesaria para animar el esfuerzo y el dinamismo de un país. Además, esta ola generadora de muerte y destrucción, se ha cobrado entre sus numerosas victimas también a varios sacerdotes y religiosos, y recientemente al querido Obispo de Arauca, Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve. No puedo por menos de reiterar una vez más mi reprobación por estos actos de injustificable violencia contra servidores del Evangelio, mientras ruego al Señor para que su sacrificio sea llamada a la reconciliación y al perdón.

En estos tiempos recios que habéis de afrontar, se pone también a prueba el temple cristiano de los colombianos. Las heridas que se han producido en el tejido social amenazan con paralizar los recursos morales de donde ha de surgir la necesaria renovación. Ante esto, la Iglesia, que cuenta con los medios de la reconciliación y del perdón ha de acompañar a todos en este fatigoso camino, y trabajar en la construcción de una sociedad más justa y pacífica. Para ello se exige la colaboración de todos.

3. Urge, al mismo tiempo, el poner en marcha un movimiento para una nueva cultura de la solidaridad (cf. Sollicitudo rei socialis, 38-40). Los colombianos no pueden perder la confianza en su propia capacidad de resolver, colectivamente, la situación que les aflige. Necesitan demostrarse a sí mismos que, aunando fuerzas, pueden afrontar y resolver sus problemas, por graves que sean.

Todo esto debe llevaros a la reflexión. La participación de todos, y especialmente de los constructores de la sociedad, debe dar vida a un proyecto de futuro para la comunidad nacional. En este sentido no son pocas las cuestiones a examinar, sobre todo si miramos a los factores que han llevado a la situación actual, y quieren buscar las soluciones apropiadas.

Esta misma situación social debe llevaros a predicar incansablemente la conversión de los corazones, el cambio de mentalidad. Los proyectos de futuro dependen siempre, en gran medida, de las virtudes de quienes los planifican y ejecutan. Sin embargo, en la situación actual la necesidad es mayor, porque las cuestiones a resolver parecen exigir un nuevo tipo de convivencia entre los hombres. Nuevos ideales y valores deben abrirse paso, junto con lo que es perennemente válido en la historia cultural de Colombia.

Sobre la base de una profunda conversión, de una conciencia común solidaria y de un amplio consenso de colaboración será posible emprender una acción pacificadora y promotora de los auténticos valores éticos y sociales. Pido, por tanto, a los cristianos de Colombia, y especialmente a los fieles laicos, que no se desentiendan; que no esperen de otros la solución, porque ésta depende de todos. Está confiada al corazón de cada hombre y de cada mujer de la noble tierra colombiana.

4. Como en toda la vida cristiana, pero particularmente en estas circunstancias, hay que dirigir la mirada a la Cruz de Cristo. En efecto, el superar la presente situación exigirá sacrificios de todo tipo. Pero, paradójicamente, la Cruz hace fructificar todo sufrimiento, porque, aceptándola, el hombre se sabe injertado en un dinamismo de victoria; y no de un triunfo cualquiera, sino de algo trascendente, definitivo. Y esa inserción consiste en saber amar como Cristo amó, llegando incluso al sacrificio de la Cruz.

En su Pasión Jesús se enfrentó a la muerte con “el amor más grande” (cf. Jn 15, 13), y la derrotó con la fuerza de ese mismo amor. “Porque es fuerte el amor como la muerte” (Ct 8, 6), más aún, es capaz de vencerla. Por eso el amor está también en la Resurrección, como fruto del sacrificio de la propia vida.

Después, en la Eucaristía nos comunica su Cuerpo y su Sangre de Resucitado, para que también en nosotros actúe el poder de su victoria pascual. Y así como la muerte es capaz de derribarlo todo, mucho más el amor victorioso de Cristo es capaz de recomponerlo todo, dándole nueva vida.

5. Desde vuestra misión como “verdaderos y auténticos maestros de la fe” (Christus Dominus, 2), estáis llamados a servir al hombre “en toda su verdad, en su plena dimensión” (Redemptor hominis, 13). Los fieles, y también la sociedad, esperan de vosotros la palabra orientadora que les ilumine a nivel personal, así como en el familiar y social. Los jóvenes, deseosos de ideales altos y nobles, pero desorientados por un nocivo relativismo moral: la familia, amenazada en sus valores humanos y cristianos; el hombre de las zonas rurales, con frecuencia olvidado por todos; los habitantes de las ciudades, muchos de ellos agobiados por la falta de vivienda digna, por el desempleo y el coste de la vida; los pobres y necesitados, que sufren el abandono y la falta de solidaridad de quienes pudiendo ayudarles no lo hacen. Todos ellos son destinatarios privilegiados del Evangelio y del amor de Jesús, a través de vuestro ministerio pastoral. Por tanto, vuestras comunidades eclesiales han de acreditarse por el testimonio y por un estilo de vida que muestre una clara actitud de vivencia evangélica.

Para esta ingente labor apostólica se necesitan hombres y mujeres, que bajo vuestra guía y aliento, se entreguen ilusionados a la proclamación del mensaje cristiano con la palabra y con la vida. Si en cualquier circunstancia la santidad y la generosa dedicación son necesarias en el ministro de Dios, hoy lo son de un modo particular. El sacerdote ha de estar imbuido del espíritu de oración y de entrega, dispuesto al sacrificio, entusiasmado con el ideal de servir a Cristo en los hermanos.

6. Viene a mi mente con entrañable afecto el encuentro en el estadio “Atanasio Girardot” de Medellín, durante mi viaje apostólico a Colombia. Refiriéndome a la pastoral social que ha de enmarcarse en el conjunto de la acción de la Iglesia particular, quise recordaros que “la Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar por ninguna ideología o corriente política la bandera de la justicia, la cual es una de las primeras exigencias del Evangelio y, a la vez, fruto de la venida de Reino de Dios” (Encuentro con los habitantes de los barrios populares de Medellín, n. 6, 5 de julio de 1986).

Guiados siempre por la Palabra de Dios, y en sintonía perfecta con el Magisterio de la Iglesia, continuad fomentando en vuestras comunidades eclesiales una activa preocupación social que no se limite a la sola dimensión de la promoción humana, sino que tenga en cuenta las exigencias de la vocación cristiana así como la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo. Sed igualmente promotores de la justicia, defendiendo en todo momento la dignidad de cada persona. Es esta una causa plenamente asumida por la Iglesia y su doctrina social “para favorecer tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores” a fin de lograr “un desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana”. (Sollicitudo rei socialis, 41)

Se trata, por consiguiente, de sacar de la propia fe y de los principios del Evangelio la fuerza e inspiración para que en vuestras comunidades sea una fecunda realidad la práctica del amor solidario, pues, como escribe el apóstol Juan “todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano” (1Jn 3, 10).

Este amor ha de ser el criterio de discernimiento para todo cristiano. Por esto, es siempre reprobable el recurso a la violencia y al odio como medios para conseguir metas de pretendida justicia.

7. Me consta que en vuestra actividad pastoral estáis haciendo repetidos llamados a la paz, a la reconciliación y a la concordia. ¡Cese pues la confrontación y el odio, generadores de destrucción y de muerte! ¡Que nadie que se precie del nombre de cristiano preste el menor respaldo a los sembradores de violencia y de terror! Que todos repudien esa “nueva forma de esclavitud” que es el narcotráfico! (cf. Discurso en el santuario de San Pedro Claver de Cartagena, 6 de julio de 1986) Y que, por el contrario, la razón y el derecho prevalezcan sobre la intolerancia y el extremismo que destruyen la pacifica convivencia.

Anunciar la paz, el perdón y la reconciliación es algo consustancial al Evangelio del que vosotros, queridos Hermanos, sois heraldos y abnegados servidores.

Deseo concluir este coloquio fraterno pidiéndoos que llevéis a vuestros sacerdotes, así como a las almas consagradas mi saludo afectuoso. Decidles que el Papa les tiene presente en sus oraciones y que las agradece sus trabajos por el Evangelio en fidelidad a la Iglesia.

A vosotros os reitero mi cercanía y constante apoyo en vuestra solicitud pastoral por las Iglesias que el Señor os ha confiado para que crezcan en verdad y justicia, en santidad y amor.

Con estos deseos os acompaña mi Bendición Apostólica, que hago extensiva a todos los amadísimos fieles de Colombia.



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