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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEÑOR CARLOS SALINAS DE GORTARI,
PRESIDENTE DE MÉXICO*

Miércoles 10 de julio de 1991

 

Señor Presidente:

Es para mí motivo de viva satisfacción recibir en esta mañana al Primer Mandatario de la Nación mexicana, acompañado de altos funcionarios de su Gobierno. Al expresarles profunda gratitud por esta visita, me complazco en dirigirles mi deferente saludo y darles mi más cordial bienvenida.

Su presencia aquí evoca en mí, de modo particular, las inolvidables visitas pastorales a su país durante las cuales pude apreciar los valores más genuinos, humanos y cristianos del alma noble de México, así como el amor que sus gentes profesan a la Iglesia y a sus Pastores.

México es un país que se distingue por su cultura, por su nobleza de espíritu, por su arraigada fe en los ideales cristianos. A ello aludía Usted en la cordial bienvenida que tuvo a bien dispensarme —y de la que conservo grato recuerdo y profundo agradecimiento— al poner pie en tierras mexicanas hace poco mas de un año. “Su llegada —decía en aquella ocasión— es un encuentro con la generosidad de una Nación de muchas culturas, de visiones plurales del mundo y enraizados sentimientos religiosos” (Palabras de bienvenida del Presidente mexicano a Su Santidad Juan Pablo II, 6 de mayo de 1990).

Seguimos con particular interés, Señor Presidente, su decidido empeño, y el de sus colaboradores, por hallar vías de solución a los urgentes problemas que aquejan a su país, y poner así los fundamentos que permitan la instauración de un orden social más justo y participativo. Tales problemas, que constituyen un reto a la capacidad creadora y a la voluntad de entendimiento de los mexicanos, son ciertamente graves y de no fácil solución; mas ello no ha de ser motivo de desaliento, pues contáis con la mayor riqueza que puede tener un pueblo: los sólidos valores humanos y cristianos que han configurado su ser como Nación y su caminar siempre abierto a la esperanza. Los Señores Obispos de México, tan cercanos a las legítimas aspiraciones y necesidades de su pueblo, han afirmado reiteradamente su voluntad de apoyar y fomentar todas aquellas iniciativas encaminadas a promover el bien común y el desarrollo integral de los individuos, de las familias y de la sociedad.

En el discurso de bienvenida al que he aludido, Vuestra Excelencia ponía particular énfasis en la causa de la solidaridad entre todos los mexicanos para construir un futuro mejor. A este propósito, deseo asegurarle, Señor Presidente, que en la Santa Sede y en la Iglesia Católica encontrará siempre un interlocutor atento y decidido a colaborar —en virtud de la propia misión religiosa y moral— con las Autoridades y las diversas instituciones de su país en favor de los valores supremos y de la prosperidad espiritual y material de la Nación. Como tuve ocasión de señalarlo en mi encuentro con la Conferencia Episcopal Mexicana durante mi visita apostólica, es para mí motivo de viva satisfacción constatar el clima de diálogo y mejor entendimiento entre la Iglesia y las Autoridades civiles de México (A los obispos de México, n. 9, 12 de mayo de 1990). Hago votos para que los elementos positivos, que a este respecto están surgiendo, se desarrollen y consoliden ulteriormente, en el necesario marco de libertad efectiva y legal que demanda la Iglesia para cumplir adecuadamente su misión evangelizadora. Como enseña el Concilio Vaticano II, “la Iglesia, por su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión” (Gaudium et spes, 42). En un Estado de derecho, el reconocimiento pleno de la libertad religiosa es, a la vez, fruto y garantía de las demás libertades civiles. Es innegable que la presencia y actuación de la comunidad católica en México contribuye en modo notable al bien de la sociedad, pues muchos problemas sociales e incluso políticos tienen raíces en el orden moral, a donde llega la acción educadora y evangelizadora de la Iglesia. De la leal colaboración entre la Iglesia y el Estado —desde el mutuo respeto y libertad— derivarán grandes bienes para toda la sociedad mexicana.

Para la realización de los ideales de solidaridad entre todos los mexicanos es necesario que la sociedad que se quiere construir lleve el sello de los valores morales y transcendentes, pues ellos representan el más fuerte factor de cohesión social. En efecto, el mismo curso de la historia muestra que los sistemas teóricos y prácticos que se cierran a la trascendencia terminan por exacerbar las divisiones entre los hombres y se incapacitan para conseguir las metas de progreso que desean alcanzar. Así he querido ponerlo de manifiesto en la reciente Encíclica Centesimus Annus, señalando la falacia de las soluciones propuestas por el marxismo y los fenómenos de alienación que conlleva una visión del mundo y del hombre basada sólo en el bienestar material” (Centesimus Annus, 42).

Me complace constatar, Señor Presidente, el apoyo solidario y constructivo que está dando su Gobierno para lograr una solución justa y duradera a las situaciones de conflicto y violencia en el área centroamericana. Es ésta una labor que requiere ciertamente grandes dosis de buena voluntad, sabiduría y tenacidad por parte de todos, pero que halla su recompensa en el saberse instrumento útil en favor de la suprema causa de la paz.

Muchas circunstancias de la hora presente están exigiendo con urgencia no sólo que se resuelvan los casos de conflicto y lucha en América Latina, sino que se pongan sólidas bases para lograr la deseada integración de unos pueblos a los que la geografía, la historia, la fe y la cultura han unido con lazos tan fuertes que con razón puede decirse que constituyen la gran familia latinoamericana. Sé que México se encuentra entre los países que apoyan decididamente dicho proceso de integración de acuerdo con los principios de solidaridad, reciprocidad y colaboración efectiva. Hago votos para que la unión de voluntades y esfuerzos dé vida a una cooperación más eficaz para hacer frente al grave problema de la injusticia y la miseria, a la vez que favorezca la promoción integral de la persona humana tutelando sus derechos y respetando siempre su dignidad.

Mi mensaje de hoy, Señor Presidente, quiere ser de aliento y esperanza. En este sentido, deseo repetir las palabras que pronuncié a mi llegada a México en mi aún no lejana visita pastoral: “La Iglesia, cumpliendo la misión que le es propia y con el debito respeto por el pluralismo, reafirma su vocación de servicio a las grandes causas del hombre, como ciudadano y como hijo de Dios. Los mismos principios cristianos que han informado la vida de la Nación mexicana tienen que infundirle una sólida esperanza y un nuevo dinamismo, que lleven a ese gran país a ocupar el puesto que le corresponde en el concierto de las Naciones” (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Ciudad de México, n. 2, 6 de mayo de 1990).

Antes de concluir este encuentro deseo reiterarle mi vivo agradecimiento por esta amable visita, y en su persona rindo homenaje a la noble Nación mexicana, mientras pido al Todopoderoso que derrame abundantes dones sobre Usted, familiares y colaboradores, así como sobre todos los amadísimos hijos de México, tan cercanos siempre al corazón del Papa.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XIV, 2 pp. 72-75.

L'Osservatore Romano 10.7.1991 p.5.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.28 p.11.



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