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VIAJE APOSTÓLICO A SANTO DOMINGO

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Aeropuerto internacional Las Américas de Santo Domingo
Sábado 10 de octubre de 1992

 

Señor Presidente de la República,
Señor Cardenal,
venerables hermanos en el episcopado,
autoridades, amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me llena de gozo encontrarme nuevamente en esta tierra generosa, que en los designios de Dios fue predestinada para recibir, hace ahora cinco siglos, la Cruz de Cristo, que alargando sus brazos de misericordia y amor, llegaría a abarcar la totalidad de aquel mundo nuevo que un 12 de octubre de 1492 apareció radiante a los ojos atónitos de Cristóbal Colón y sus compañeros.

Saludo muy cordialmente al Señor Presidente de la República, que acaba de recibirme, en nombre también del Gobierno y del pueblo de esta querida Nación, y le expreso mi viva gratitud por las amables palabras de bienvenida que ha tenido a bien dirigirme, así como por la invitación a visitar este noble País en fecha tan señalada. Saludo igualmente a las demás Autoridades civiles y militares aquí presentes, a quienes manifiesto también mi reconocimiento por la amabilidad de venir a recibirme.

Mis expresiones de gratitud se hacen abrazo de paz a mis Hermanos Obispos, miembros del Episcopado Dominicano y Presidencia del Consejo Episcopal Latinoamericano, quienes con tanto amor y dedicación cuidan y sirven al Pueblo de Dios en esta vasta porción de la Iglesia. En este saludo, mi corazón abraza también con particular afecto a los queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles cristianos, a los que me debo en el Señor como Pastor de la Iglesia universal.

2. Como peregrino de la Evangelización vengo a este pórtico de las Américas, donde, como aquellos misioneros que acompañaban a los descubridores, tuve la dicha de celebrar mi primera Misa en el primer viaje pastoral de mi Pontificado. Posteriormente, el 12 de octubre de 1984, en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, pude inaugurar la novena de años con la que la Iglesia se ha preparado a la magna efemérides que ahora celebramos. Y, recordando las palabras que pronuncié en aquella ocasión, reitero que “la Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este V Centenario con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores; solamente mirando a la verdad, para dar gracias a Dios por los aciertos, y sacar del error motivos para proyectarse renovada hacia el futuro” (Homilía en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, n. 3, 12 de octubre de 1984).

Con este viaje apostólico vengo a celebrar, ante todo, a Jesucristo, el primero y más grande evangelizador, que confió a su Iglesia la tarea de proclamar en todo el mundo su mensaje de salvación. Vengo como heraldo de Cristo y en cumplimiento de la misión confiada al apóstol Pedro y a sus Sucesores de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22, 32). Vengo también para compartir vuestra fe, vuestros afanes, alegrías y sufrimientos.

3. Movido por la solicitud pastoral por toda la Iglesia, y en íntima comunión con mis Hermanos Obispos del Continente, he querido convocar la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tendré la dicha de inaugurar el próximo día 12, cuando se cumplen 500 años de la implantación de la cruz de Cristo en el Nuevo Mundo.

La Iglesia, que durante este medio milenio ha acompañado en su caminar a los pueblos latinoamericanos compartiendo sus gozos y anhelos, y que hoy se hallan en una encrucijada de su historia al tenerse que enfrentar a urgentes y arduos problemas, se siente interpelada ante la dramática situación de tantos de sus hijos que buscan en ella una palabra de aliento y esperanza. Por ello, junto con los Pastores de la Iglesia convocados en esta Asamblea de Santo Domingo, deseo reafirmar nuestra irrenunciable vocación de servicio al hombre latinoamericano y proclamar su inalienable dignidad como hijo de Dios, redimido por Jesucristo.

Con la confianza puesta en el Señor, y sintiéndome muy unido a los amados hijos de la República Dominicana y de toda América Latina, inicio mi peregrinación apostólica que encomiendo a la maternal protección de Nuestra Señora de la Altagracia –cuyo Santuario en Higüey tendré la dicha de visitar– mientras bendigo a todos, pero de modo particular a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu.

¡Alabado sea Jesucristo!  



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