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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO


Jueves 30 de noviembre de 1995

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la asamblea plenaria de la Congregación para el clero, reunida para examinar una cuestión de singular importancia para la Iglesia: El ministerio y la vida de los diáconos permanentes. Saludo con afecto al cardenal prefecto José Sánchez, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo también al secretario, monseñor Crescenzio Sepe, y a los miembros de la Congregación, junto con los oficiales y los expertos que allí prestan su valioso servicio.

Basándose en un Instrumentum laboris, que ha tenido en cuenta las sugerencias y contribuciones de todas las Conferencias episcopales, habéis llevado a cabo estas intensas jornadas de reflexión y de diálogo. A la satisfacción por el trabajo realizado y por los resultados alcanzados hasta aquí, se une la intención de preparar un documento concerniente a la vida y al ministerio de los diáconos permanentes, semejante al publicado para los presbíteros, que habéis elaborado durante vuestra plenaria anterior. Así, se podrá brindar en este campo una providencial orientación práctica de acuerdo con las decisiones del concilio Vaticano II. Aliento y bendigo vuestro compromiso, que está animado por un profundo amor a la Iglesia y a nuestros hermanos diáconos.

2. Desde que se restableció en la Iglesia latina el diaconado "como un grado particular y permanente dentro de la jerarquía" (Lumen gentium, 29), se han multiplicado al respecto las indicaciones y las orientaciones del Magisterio. Basta recordar aquí las enseñanzas del Papa Pablo VI, y en particular las que se hallan contenidas en los motu propio Sacrum diaconatus ordinem (18 de junio de 1967, AAS 59 [1967], 697-704) y Ad pascendum (15 de agosto de 1972, AAS 64 [1972], 534-540), que siguen siendo un punto de referencia fundamental. La doctrina y la disciplina expuestas en esos documentos han encontrado su expresión jurídica en el nuevo Código de derecho canónico, en el que debe inspirarse el desarrollo de este ministerio sagrado. Además, al diaconado permanente dediqué algunas catequesis, que dirigí a los fieles durante el mes de octubre de 1993.

Reflexionando acerca del ministerio y la vida de los diáconos permanentes, y a la luz de la experiencia adquirida hasta ahora, es necesario proceder con una atenta investigación teológica y con un prudente sentido pastoral, teniendo como objetivo la nueva evangelización en el umbral del tercer milenio. La vocación del diácono permanente es un gran don de Dios a la Iglesia y constituye, por esto, "un enriquecimiento importante para su misión) (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.571).

Lo que se refiere a la vida y al ministerio de los diáconos podría resumirse en una sola palabra: fidelidad. Fidelidad a la tradición católica, testimoniada especialmente por la lex orandi, fidelidad al Magisterio y fidelidad al compromiso de reevangelización que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia. Este compromiso de fidelidad invita, ante todo, a promover con solicitud, en todo ámbito eclesial, un respeto sincero a la identidad teológica, litúrgica y canónica propia del sacramento conferido a los diáconos, así como a las exigencias que implican las funciones ministeriales que, en virtud de la recepción del orden, se les asigna en las Iglesias particulares.

3. En efecto, el sacramento del orden tiene naturaleza y efectos propios, independientemente del grado en que se recibe (episcopado, presbiterado y diaconado). "La doctrina católica, expresada en la liturgia, el Magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconocen que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles (...). Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado "ordenación", es decir por el sacramento del orden" (Catecismo de la Iglesia católica, n 1.554).

Mediante la imposición de las manos del obispo y la específica oración de consagración, el diácono recibe una peculiar configuración con Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia que, por amor al Padre, se hizo el ultimo y el siervo de todos (cf. Mc 10, 43-45; Mt 20, 28; 1 P 5, 3). La gracia sacramental da a los diáconos la fuerza necesaria para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su presbiterio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.588). En virtud del sacramento recibido, se imprime un carácter espiritual indeleble, que marca al diácono de modo permanente y propio como ministro de Cristo. En consecuencia, ya no es un laico ni puede volver a convertirse en laico en sentido estricto (cf. ib., n. 1.583). Estas características esenciales de su vocación eclesial deben informar su disposición a entregarse a la Iglesia y reflejarse en sus actitudes externas. La Iglesia espera del diácono permanente un testimonio fiel de la condición ministerial.

En particular, debe mostrar un fuerte sentido de unidad con el Sucesor de Pedro, con el obispo y con el presbiterio de la Iglesia para el servicio de la cual ha sido ordenado e incardinado. Para la formación de los fieles es de gran importancia que el diácono, en el ejercicio de las funciones que le han sido asignadas, promueva una auténtica y efectiva comunión eclesial. Las relaciones con el obispo, con los presbíteros, con los demás diáconos y con todos los fieles, deben caracterizarse por un respeto diligente a los diversos carismas y a las diversas funciones. Sólo cuando se cumplen los propios deberes, la comunión se hace efectiva y cada uno puede realizar plenamente su propia misión.

4. Los diáconos son ordenados para el. ejercicio de un ministerio propio, que no es el sacerdotal, puesto que a ellos «se les imponen las manos "para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio"» (Lumen gentium, 29). Por tanto, a ellos les corresponden determinadas funciones, cuyos contenidos ha delineado bien el Magisterio: "Asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios, sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo —si han sido delegados por el ordinario o el párroco (cf. Código de derecho canónico, c. 1.108, § 1)—, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad (cf. Lumen gentium, 29; Sacrosanctum Concilium, 35; Ad gentes, 16)" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.570).

El ejercicio del ministerio diaconal—como el de otros ministerios en la Iglesia—por sí mismo, requiere de todos los diáconos, célibes o casados, una disposición espiritual de entrega total. Aunque en ciertos casos es necesario hacer compatible el servicio diaconal con otras obligaciones, no tendría ningún sentido una autoconciencia y una actitud práctica de "diácono a tiempo parcial" (cf. Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 44). El diácono no es un empleado o un funcionario eclesiástico a tiempo parcial, sino un ministro de la Iglesia. No tiene una profesión, sino una misión. Son, tal vez, las circunstancias de la vida —evaluadas prudentemente por el mismo candidato y por el obispo, antes de la ordenación— las que han de ser adaptadas al ejercicio del ministerio, facilitándolo de todos los modos posibles.

A esta luz deben examinarse los numerosos problemas que todavía quedan por resolver y que interesan mucho a los pastores. El diácono está llamado a ser un hombre abierto a todos, dispuesto a servir a los demás, generoso para impulsar las justas causas sociales, evitando actitudes o posiciones que puedan dar la impresión de que toma partido. En efecto, un ministro de Jesucristo, también en su condición de ciudadano, debe favorecer siempre la unidad y evitar, en la medida de lo posible, ser ocasión de desunión o de conflicto. Ojalá que el estudio atento que habéis realizado también durante estos días brinde indicaciones útiles en este sector. 

5. Con el restablecimiento del diaconado permanente se ha reconocido la posibilidad de conferir este orden a hombres de edad madura, ya unidos en matrimonio, pero que, una vez ordenados, no pueden tener acceso a un segundo matrimonio en caso de viudez (cf. Sacrum diaconatus ordinem, 16, MS 59 [1967], 701).

"Hay que notar, sin embargo, que el Concilio ha conservado el ideal de un diaconado accesible a los jóvenes que quieran entregarse totalmente al Señor, incluso mediante el compromiso del celibato. Se trata de un camino de "perfección evangélica", que pueden comprender, elegir y amar hombres generosos y deseosos de servir al reino de Dios en el mundo, sin llegar al sacerdocio, al que no se sienten llamados, pero a través de una consagración que garantice e institucionalice su peculiar servicio a la Iglesia mediante el otorgamiento de la gracia sacramental. Hoy hay muchos de estos jóvenes" (Catequesis del 6 de octubre de 1993, 7: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de octubre de 1993, p. 2).

6. La espiritualidad diaconal, "tiene su fuente en la que el concilio Vaticano II llama "gracia sacramental del diaconado" (Ad gentes, 16)" (Catequesis del 20 de octubre de 1993, 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de octubre de 1993, p. 3). Esa espiritualidad tiene como característica, en virtud de la ordenación, el espíritu de servicio. "Se trata de un servicio que hay que prestar ante todo en forma de ayuda al obispo y al presbítero, tanto en el culto litúrgico como en el apostolado. (...) Pero el servicio del diácono se dirige, también, a la propia comunidad cristiana y a toda la Iglesia, hacia la que no puede menos de alimentar una profunda adhesión, por su misión y su institución divina" (ib., n. 2).

Así pues, para realizar plenamente su misión, el diácono tiene necesidad de una profunda vida interior, sostenida por la práctica de los ejercicios de piedad aconsejados por la Iglesia (cf. Sacrum diaconatus ordinem, 26-27: MS 59 [1967], 702-703). El desempeño de las actividades ministeriales y apostólicas, de las eventuales responsabilidades familiares y sociales y, en fin, de la personal e intensa vida de oración, requieren del diácono, sea célibe o casado, la unidad de vida que, como enseña el concilio Vaticano II, sólo se puede alcanzar mediante una profunda unión con Cristo (cf. Presbyterorum ordinis, 14).

Amadísimos hermanos y hermanas, mientras os agradezco vuestro compromiso activo durante esta asamblea plenaria, junto con vosotros quisiera poner en las manos de la que es Ancilla Domini el fruto del trabajo al que os estáis dedicando. Ruego a la Virgen inmaculada que acompañe el esfuerzo de la Iglesia en este importante campo de compromiso pastoral con vistas a la nueva evangelización.

Con estos sentimientos, de buen grado os imparto a todos mi bendición apostólica.

 



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