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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XIII ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA


Viernes 24 de enero de 1997

 

Señores cardenales;
amados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

1. Me alegra acogeros y saludaros con ocasión de la Asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia. Agradezco al cardenal presidente Alfonso López Trujillo las amables palabras con las que ha introducido este encuentro, que reviste gran importancia. En efecto, el tema de vuestras reflexiones —«La pastoral de los divorciados vueltos a casar »— está hoy en el centro de la atención y de las preocupaciones de la Iglesia y de los pastores dedicados a la cura de almas, quienes no dejan de prodigar su solicitud pastoral a cuantos sufren por situaciones de dificultad en su familia.

La Iglesia no puede permanecer indiferente ante este doloroso problema, que afecta a tantos hijos suyos. Ya en la exhortación apostólica Familiaris consortio reconocía que, tratándose de una plaga que aflige cada vez con más amplitud también a los ambientes católicos, «el problema debe afrontarse con atención improrrogable» (n. 84). La Iglesia, Madre y Maestra, busca el bien y la felicidad de los hogares y, cuando por algún motivo estos se disgregan, sufre y trata de consolarlos, acompañando pastoralmente a estas personas, en plena fidelidad a las enseñanzas de Cristo.

2. El Sínodo de los obispos de 1980 sobre la familia tomó en consideración esta penosa situación e indicó las líneas pastorales oportunas para tales circunstancias. En la exhortación apostólica Familiaris consortio, teniendo en cuenta las reflexiones de los padres sinodales, escribí: «La Iglesia, instituida para conducir a la salvación de los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto, procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación» (n. 84).

En este ámbito claramente pastoral, como bien habéis especificado en la presentación de los trabajos de esta Asamblea plenaria, se enmarcan las reflexiones de vuestro encuentro, orientadas a ayudar a las familias a descubrir la grandeza de su vocación bautismal y a vivir las obras de piedad, caridad y penitencia. Pero la ayuda pastoral supone que se reconoce la doctrina de la Iglesia expresada claramente en el Catecismo: «La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina» (n. 1.640).

Sin embargo, estos hombres y mujeres deben saber que la Iglesia los ama, no está alejada de ellos y sufre por su situación. Los divorciados vueltos a casar son y siguen siendo miembros suyos, porque han recibido el bautismo y conservan la fe cristiana. Ciertamente, una nueva unión después del divorcio constituye un desorden moral, que está en contradicción con las exigencias precisas que derivan de la fe, pero esto no debe impedir el compromiso de la oración ni el testimonio activo de la caridad.

3. Como escribí en la exhortación apostólica Familiaris consortio, los divorciados vueltos a casar no pueden ser admitidos a la comunión eucarística, «dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía» (n. 84). Y esto, en virtud de la misma autoridad del Señor, Pastor de los pastores, que busca siempre a sus ovejas. Esto también vale para el sacramento de la penitencia, pues la condición de vida de los divorciados vueltos a casar, que siguen casados, está en contradicción con su significado doble y unitario de conversión y reconciliación.

Sin embargo, no faltan caminos pastorales oportunos para salir al encuentro de estas personas. La Iglesia ve sus sufrimientos y las graves dificultades que atraviesan, y en su caridad materna se preocupa tanto por ellos como por los hijos de su anterior matrimonio: privados del derecho original a la presencia de ambos padres, son las primeras víctimas de estas situaciones dolorosas.

Es necesario, ante todo, poner en práctica con urgencia una pastoral de preparación y apoyo adecuado a los matrimonios en el momento de la crisis. Está en juego el anuncio del don y del mandamiento de Cristo sobre el matrimonio. Los pastores, especialmente los párrocos, deben acompañar y sostener de corazón a estos hombres y mujeres, ayudándoles a comprender que, aunque hayan roto el vínculo matrimonial, no deben perder la esperanza en la gracia de Dios, que vela sobre su camino. La Iglesia no deja de «invitar a sus hijos que se encuentran en estas situaciones dolorosas a acercarse a la misericordia divina por otros caminos (...), hasta que no hayan alcanzado las disposiciones requeridas » (exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, 34). Los pastores «están llamados a hacer sentir la caridad de Cristo y la materna cercanía de la Iglesia; los acogen con amor, exhortándolos a confiar en la misericordia de Dios y sugiriéndoles, con prudencia y respeto, caminos concretos de conversión y de participación en la vida de la comunidad eclesial» (Carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de octubre de 1994, p. 5). El Señor, movido por la misericordia, sale al encuentro de todos los necesitados, con la exigencia de la verdad y con el aceite de la caridad.

4. Por tanto, ¿cómo no seguir con preocupación la situación de tantos que, especialmente en las naciones económicamente desarrolladas, a causa de la separación viven una situación de abandono, sobre todo cuando se trata de personas a las que no se les puede imputar el fracaso de su matrimonio?

Cuando una pareja en situación irregular vuelve a la práctica cristiana es necesario acogerla con caridad y benevolencia, ayudándola a aclarar el estado concreto de su condición, a través de un trabajo pastoral iluminado e iluminador. Esta pastoral de acogida fraterna y evangélica es de gran importancia para los que habían perdido el contacto con la Iglesia, pues es el primer paso necesario para insertarlos en la práctica cristiana. Es preciso acercarlos a la escucha de la palabra de Dios y a la oración, implicarlos en las obras de caridad que la comunidad cristiana realiza en favor de los pobres y los necesitados, y estimular el espíritu de arrepentimiento con obras de penitencia, que preparen su corazón para acoger la gracia de Dios.

Un capítulo muy importante es el de la formación humana y cristiana de los hijos de la nueva unión. Hacerlos partícipes de todo el contenido de la sabiduría del Evangelio, según la enseñanza de la Iglesia, es una obra que prepara admirablemente el corazón de los padres para recibir la fuerza y la claridad necesarias a fin de superar las dificultades reales que encuentran en su camino y volver a tener la plena transparencia del misterio de Cristo, que el matrimonio cristiano significa y realiza. Una tarea especial, difícil pero necesaria, corresponde también a los otros miembros que, de modo más o menos cercano, forman parte de la familia. Ellos, con una cercanía que no puede confundirse con la condescendencia, han de ayudar a sus seres queridos, y de manera particular a los hijos, que por su joven edad sufren más los efectos de la situación de sus padres.

Queridos hermanos y hermanas, la recomendación que brota hoy de mi corazón es la de tener confianza en todos los que viven situaciones tan dramáticas y dolorosas. No hay que dejar de «esperar contra toda esperanza» (Rm 4, 18) que también los que se encuentran en una situación no conforme con la voluntad del Señor puedan obtener de Dios la salvación, si saben perseverar en la oración, en la penitencia y en el amor verdadero.

5. En fin, os agradezco vuestra colaboración para la preparación del segundo Encuentro mundial de las familias, que se celebrará en Río de Janeiro los días 4 y 5 del próximo mes de octubre. A las familias del mundo les dirijo mi invitación paterna a preparar ese encuentro mediante la oración y la reflexión. Sé que se ha preparado un instrumento útil para todas las familias, incluidas las que no podrán acudir a esa cita: se trata de catequesis, que servirán para iluminar a los grupos parroquiales, a las asociaciones y a los movimientos familiares, favoreciendo una digna interiorización de los grandes temas relativos a la familia.

Os aseguro mi recuerdo en mi oración para que vuestros trabajos contribuyan a devolver al sacramento del matrimonio toda la carga de alegría y de lozanía perenne que le ha dado el Señor, al elevarlo a la dignidad de sacramento.

Os deseo que seáis testigos generosos y atentos de la solicitud de la Iglesia por las familias, y os imparto de corazón mi bendición, que extiendo con mucho gusto a todos vuestros seres queridos.

 



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