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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL QUINTO GRUPO DE OBISPOS DE FRANCIA EN VISITA
«AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 8 de marzo de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Al término de los encuentros personales que vuestra visita ad limina me ha permitido tener con vosotros, me alegra dirigirme a todos vosotros, obispos de la región apostólica Provenza- Mediterráneo, ante todo para agradeceros el haberme hecho partícipe de vuestras preocupaciones pastorales. Vuestras diócesis constituyen una región diversificada, cuya conexión reside en su orientación común hacia el Mediterráneo; se trata de una de las hermosas regiones de Europa que atraen no sólo a turistas, sino también a personas que van a vivir allí. Por tanto, estáis en un lugar de contactos múltiples. La presencia de numerosos extranjeros os impulsa a desarrollar el diálogo ecuménico con los cristianos que llegan de Oriente y con las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma. Por otra parte, el diálogo interreligioso cobra una importancia particular a causa de la presencia entre vosotros de numerosos creyentes del islam; conviene que los intercambios con ellos cuenten con la ayuda de estudios de alto nivel en el marco de un nuevo instituto especializado. Recuerdo también que vuestra región tiene muchos centros universitarios importantes, de los que dependen activos organismos de investigación científica.

Las comunidades católicas de vuestras diócesis son, con frecuencia, pequeñas, y los sacerdotes relativamente poco numerosos. Pero dais testimonio del dinamismo del clero y de los laicos, de su fidelidad a sus antiguos orígenes prestigiosos, relacionados con las generaciones apostólicas, y de la conservación de una piedad popular muy respetable, así como de los esfuerzos de renovación realizados por todas las fuerzas vivas de las diócesis. Transmitid el apoyo del Sucesor de Pedro a todos los fieles, a los sacerdotes, a las religiosas y a los religiosos contemplativos o apostólicos.

Me habéis informado de vuestra solicitud por los pobres, a menudo muy viva porque en vuestra región, más que en otras partes, la miseria contrasta con la opulencia: es de desear que todos los fieles aspiren a promover en la vida social el sentido del servicio público íntegro y desinteresado, en beneficio de todos los habitantes, independientemente de su origen, mediante la solidaridad y la ayuda mutua, para poner en práctica generosamente el mandamiento del amor al prójimo. ¡Que todos se unan para ser, día tras día, testigos convincentes de Cristo y de las exigencias del Evangelio! Y, con este espíritu, quiero dirigir unas palabras de aliento en particular a los pastores y a los fieles de la diócesis de Ajaccio por su compromiso, en una sociedad atormentada, en favor de la reconciliación y la paz fraterna.

2. El tema principal sobre el que quisiera reflexionar con vosotros hoy es el de la pastoral litúrgica y sacramental, teniendo en cuenta el papel esencial que cada obispo y las Conferencias episcopales desempeñan en este campo, como he recordado en la Carta apostólica con ocasión del 25 aniversario de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium (4 de diciembre de 1988, cf. nn. 20 y 21).

Se trata de mejorar continuamente la aplicación de las decisiones del concilio Vaticano II, que con acierto destacó el lugar central que ocupa la liturgia en la vida de la Iglesia: «La liturgia, por medio de la cual "se ejerce la obra de nuestra redención", sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia (...), y así muestra la Iglesia a quienes están fuera como signo levantado en medio de las naciones para que, bajo él, los hijos de Dios que están dispersos se congreguen» (Sacrosanctum Concilium, 2). Estas palabras del Concilio, que se deben considerar en todo su rico contexto, muestran ya que la acción litúrgica, y especialmente el memorial del sacrificio redentor de Cristo, es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (ib., 10). Porque la liturgia es el lugar por excelencia en el que los miembros del Cuerpo de Cristo se unen a la oración del Salvador, a la entrega total de sí mismo para glorificar al Padre y a su misión de salvación del mundo. Se trata, como añade el Vaticano II, del «ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que (...) el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público » (ib., 7).

3. La pastoral litúrgica tiene, por tanto, la función de guiar a los sacerdotes y a los fieles en su participación en el acto central que Cristo confió a su Iglesia, que es la actualización del misterio pascual de la pasión y la resurrección. «Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (ib., 5). Es necesario afirmar continuamente que la Eucaristía hace a la Iglesia, y hace de ella el signo de Cristo.

Una correcta concepción de la liturgia tiene en cuenta que debe manifestar claramente las notas fundamentales de la Iglesia. Ante todo, la unidad de la asamblea, en la que los bautizados se reúnen para celebrar al mismo Señor. A este respecto, es importante que la unidad ritual sea perceptible para las diferentes generaciones de fieles, los diversos ambientes y las diversas culturas. No debe haber oposición entre lo universal y lo particular. Ciertamente, en las ciudades y aldeas, de un país a otro, las asambleas tienen características propias, pero la celebración litúrgica debe permitir que cada uno capte que no realizan una acción privada, simple reflejo del grupo presente, sino que la Iglesia es «el sacramento de unidad» (ib., 26). Es el Señor quien reúne, y la Iglesia va a su encuentro «hasta que venga» a realizar en su plenitud el designio amoroso del Padre: «Hacer que todo tenga a Cristo por cabeza» (Ef 1, 10). Así, en la más modesta asamblea, puede percibirse la catolicidad en la que todos están llamados a participar.

Hay que salvaguardar el sentido de lo sagrado con un discernimiento atento, evitando tanto «sacralizar» exageradamente un estilo litúrgico determinado como privar a los ritos o a las palabras santas de su sentido propio, que es el de significar el don de Dios y su presencia santificadora. Vivir la acción litúrgica en la santidad quiere decir acoger al Señor que viene a perfeccionar en nosotros lo que nosotros no podemos realizar sólo con nuestras fuerzas.

Es evidente que la nota apostólica deriva de la misión confiada a los Apóstoles, de su participación en el único sacerdocio de Cristo mediante la función ministerial, de la que fueron revestidos ante todo el cuerpo eclesial, que participa en el sacerdocio universal. La Iglesia también es apostólica porque no se aparta jamás de su vocación misionera. En la acción litúrgica se presenta a Dios, para glorificarlo, todo lo que realizan los fieles a fin de cumplir su misión en medio del mundo. Y la acción litúrgica lleva a reanudar la misión, con la ayuda de la gracia vivificante de Cristo, por los caminos propios de la vocación de cada uno.

La liturgia comunitaria ayuda a los miembros de la Iglesia una, santa, católica y apostólica a vivir el misterio de Cristo en el tiempo. Nunca subrayaremos suficientemente la importancia de la asamblea para la misa, el día del Señor. Las primeras generaciones cristianas lo habían comprendido muy bien: «Vivimos bajo la observancia del día del Señor, día en que nuestra vida es elevada por él y por su muerte (...). ¿Cómo podríamos vivir sin él?» (San Ignacio de Antioquía, A los Magnesios, 9, 1-2). La participación semanal en la eucaristía dominical y el ciclo del año litúrgico permiten ritmar la existencia cristiana y santificar el tiempo, que el Señor resucitado abre a la eternidad bienaventurada de su reino. La pastoral deberá velar para que la liturgia no se vea aislada del resto de la vida cristiana: porque los fieles están invitados diariamente a prolongar su práctica litúrgica común mediante la oración privada de cada día; esta actividad espiritual da un impulso nuevo al testimonio de fe de los cristianos vivido diariamente, y también al servicio fraterno a los pobres y al prójimo en general. La pastoral litúrgica, que no puede detenerse ante las puertas de la iglesia, propone que cada uno realice la unidad de su vida y sus obras.

4. La liturgia, que manifiesta la naturaleza propia de la Iglesia y constituye una fuente para su misión, es realizada por ella para glorificar a Dios: por tanto, tiene sus leyes, que conviene respetar, distinguiendo las diferentes funciones realizadas por los ministros ordenados y por los laicos. Se ha de dar prioridad a lo que lleva a los fieles hacia Dios, a lo que los reúne y los une entre sí y con todas las demás asambleas. El Concilio ha sido claro a este respecto: «Los pastores sagrados deben procurar que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes para una celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructíferamente» (Sacrosanctum Concilium, 11).

Los celebrantes y los animadores deben ayudar a la asamblea a entrar en una acción litúrgica que no es algo realizado sólo por ellos, sino un acto de toda la Iglesia. Es preciso, por tanto, dar el primer lugar a la palabra y a la acción de Cristo, a lo que se ha llamado la «sorpresa de Dios». La función de la animación no consiste en expresarlo o prescribirlo todo; debe respetar cierta libertad espiritual de cada uno en su relación con la palabra de Dios y con los signos sacramentales. El acto litúrgico es acontecimiento de gracia, cuyo alcance supera la voluntad o la habilidad de sus ministros, llamados a ser humildes instrumentos en las manos del Señor. A ellos les corresponde mostrar lo que Dios es para nosotros, lo que hace por nosotros, y lograr que los fieles de hoy se den cuenta de que entran en la historia de la creación santificada por el Redentor, en el misterio de la salvación universal.

5. En un plano más concreto, añadiría que es importante velar por la calidad de los signos, pero sin manifestar «elitismo», porque los discípulos de Cristo de todas las culturas deben poder reconocer en las palabras y los gestos la presencia del Señor en su Iglesia y los dones de su gracia. El primer signo es el que constituye la asamblea misma. Cuando la comunidad se reúne da, en cierto modo, hospitalidad a Cristo y a los hombres, a quienes ama. Cuenta la actitud de todos, porque la asamblea litúrgica es la primera imagen que da de sí misma la Iglesia, convocada a la mesa del Señor.

Además, en la Iglesia se proclama auténticamente la palabra de Dios, una palabra venerada porque es palabra viva y en ella habita el Espíritu. Los ministros de la palabra deben esmerarse mucho en la lectura, que primero interiorizarán, para que llegue a los fieles como una verdadera luz y una fuerza para el momento presente. La homilía supone, por parte de los sacerdotes, una meditación y una asimilación tales, que permitan captar el sentido de la palabra y una adhesión efectiva, que se prolonga mediante un compromiso diario.

Los cantos y la música sagrada desempeñan un papel esencial para reforzar la comunión de todos, por una forma muy sensible de acogida y asimilación de la palabra de Dios, mediante la unidad de la súplica. Conocemos la importancia bíblica del canto, portador de la sabiduría: «Psallite sapienter», dice el salmista (Sal 47, 8). Velad para que se elijan y se creen hermosos cantos, basados en textos válidos y que tengan un contenido significativo. Más en general que el canto propiamente dicho, la música litúrgica tiene la capacidad sugestiva de entrelazar el sentido teológico, el sentido de la belleza formal y la intuición poética. Conviene añadir aquí también que, junto a la palabra y el canto, el silencio ocupa un lugar indispensable en la liturgia, cuando está bien preparado; permite a cada uno desarrollar en su corazón el diálogo espiritual con el Señor.

En vuestro país, que dispone de un valioso patrimonio religioso, no es necesario subrayar que los lugares y los objetos de culto son naturalmente signos expresivos, tanto los que constituyen una herencia del pasado como los que son creaciones contemporáneas, porque la fe aporta a la cultura y al arte un dinamismo creativo real. A este propósito, quiero decir que estimo profundamente la atención que prestan las autoridades del Estado o las comunidades locales a los numerosos edificios de culto, catedrales o iglesias parroquiales. No escatiméis ningún esfuerzo por hacer que las iglesias de las aldeas tengan vida, aun cuando los habitantes sean menos numerosos. La liturgia ha de ser siempre la verdadera razón de ser de estos monumentos, porque, como se ha dicho, al igual que las piedras están engarzadas unas con otras, así también lo están los hombres cuando se unen para alabar a Dios.

En suma, la liturgia es un medio extraordinario para evangelizar al hombre, con todas sus cualidades espirituales y la agudeza de sus sentidos, con su capacidad de intuición y su sensibilidad artística o musical, que traducen su deseo de absoluto mejor que los discursos.

Para que la liturgia se realice bien y sea fecunda, hay que seguir cuidadosamente la formación de los celebrantes y de los animadores, como lo hacen vuestras comisiones diocesanas de pastoral litúrgica. No dejéis de llamar la atención de los equipos de animación litúrgica sobre las ventajas de las celebraciones preparadas mediante una colaboración positiva entre los sacerdotes y los laicos.

6. Lo que acabo de recordar sobre el tema de la pastoral litúrgica en su conjunto tiene que proseguir con algunas reflexiones sobre la pastoral de los sacramentos, que no está reservada a algunos especialistas. Toda la Iglesia de Cristo tiene la responsabilidad de acoger con amor a los hermanos y hermanas, incluso a los que están alejados de la práctica regular. Para cumplir plenamente su misión de administradores de los misterios de Dios, los sacerdotes cuentan con la colaboración de los laicos, que aceptan constituir equipos de preparación para el bautismo o el matrimonio y también, en el marco de la catequesis y el catecumenado, asegurar la preparación para la Eucaristía y la confirmación.

Para los pastores y las comunidades que reciben las peticiones de familias, adolescentes o adultos, se trata de discernir bien el sentido de la solicitud, en las situaciones reales en las que se encuentra la gente. Si el enfoque parece a menudo indeciso o formalista, es bueno mostrarse abiertos y confiar en la presencia del Espíritu en los mismos solicitantes; los sacramentos se proponen como dones de gracia para todo el ser, como llamadas a la conversión, y no como el resultado o el sello de una madurez en la fe que se adquiriría previamente.

La pastoral de los sacramentos no puede separarse del conjunto de la misión de evangelización: lleva a aprovechar las ocasiones de propuesta de la fe y de iniciación en la vida cristiana; quiere favorecer el progreso espiritual de quienes van a llamar a la puerta de la Iglesia, transmitiéndoles la llamada del Señor y manifestándoles claramente las exigencias evangélicas. También es de desear que las parroquias y los movimientos se preocupen por mantener el contacto con las personas para las cuales la recepción de los sacramentos corre el riesgo de reducirse a actos aislados y ajenos a la vida diaria.

Al no poder extenderme aquí sobre la manera de abordar los diferentes sacramentos, quisiera invitaros a profundizar especialmente la reflexión sobre el sacramento del matrimonio, en su dimensión de signo de la alianza y del amor fiel de Dios. La crisis del matrimonio y de la familia impulsa a una renovación del sentido cristiano de este sacramento, que debería llevar a los esposos a testimoniar una concepción auténtica del matrimonio, que es imagen de la relación de Dios con la humanidad.

Notáis también que el sacramento de la penitencia experimenta un gran alejamiento por parte de los fieles. Esto tiene muchos motivos, sobre todo de orden cultural, como el individualismo difundido actualmente, o también los malentendidos sobre las exigencias morales y sobre el sentido del pecado y de la relación con Dios. No hay que renunciar a prestar el servicio de hacer reflexionar seriamente a nuestros hermanos y hermanas, a la luz del Evangelio que revela a «Dios, rico en misericordia» (Ef 2, 4). Esta apuesta es esencial para los hombres y mujeres a los que, a veces, agobia el pecado, aunque no sepan nombrarlo, y que retroceden ante la confesión, menospreciando el don admirable que el Padre nos hace en Cristo salvador y descuidando la necesidad que tiene una conciencia, sobre la que pesa una falta grave, de recurrir al sacramento del perdón, antes de recibir la Eucaristía. Los sacerdotes no deben minimizar el alcance del ministerio de la reconciliación, ciertamente exigente, pero fuente de paz y alegría para aquellos a quienes se revela el amor misericordioso de Dios.

7. Una pastoral litúrgica acertada constituye una tarea de primer plano en la misión de la Iglesia, para abrir a un mayor número de personas los caminos de la comunión en la gracia de la salvación. He abordado estas cuestiones para alentar los considerables esfuerzos realizados en vuestras diócesis después del concilio Vaticano II. Como dije a un congreso litúrgico en 1984, es necesario tener presente, «con gran equilibrio, la parte de Dios y la del hombre, la jerarquía y los fieles, la tradición y el progreso, la ley y la adaptación, el individuo y la comunidad, el silencio y la animación coral. De este modo la liturgia de la tierra se entrelazará con la del cielo, donde (...) se formará un solo coro, (...) que cantará con una sola voz himnos al Padre, por medio de Jesucristo» (Discurso del 27 de octubre de 1984, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de noviembre de 1984, p. 12).

Pidamos al Señor que ayude a los bautizados a creer firmemente en la acción de Cristo en el mundo de hoy, gracias a los sacramentos que ha dado a su Iglesia. Demos gracias por la entrega de quienes contribuyen a la acción litúrgica en vuestras comunidades, sin olvidar a los jóvenes, actualmente más numerosos, que prestan el servicio del altar y están más dispuestos a escuchar, si se da el caso, la llamada del Señor a seguirlo en el sacerdocio o en la vida consagrada. En el nombre del Señor, os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestros fieles.

 



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