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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA
ANTE AL SANTA SEDE*


Lunes 26 de mayo de 1997

 

Señor embajador:

1. Le recibo con mucho gusto en este solemne acto de presentación de las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede, y le agradezco sinceramente las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme.

Ante todo, deseo corresponder al deferente saludo que el señor presidente de la República, doctor Leonel Fernández Reyna, ha querido hacerme llegar por medio de usted. Le ruego que tenga la bondad de transmitirle mis mejores votos por el feliz desempeño de su mandato.

2.Vuestra excelencia viene a representar a una nación que tiene muchos vínculos con la Iglesia católica y con esta Sede apostólica. Timbre de honor para la República Dominicana es el hecho de que, en los inicios de la evangelización del continente americano, en su suelo se celebró la primera misa en aquellas tierras, y —como recordé el año pasado—, se administraron los primeros bautismos de indígenas en el nuevo mundo. Hoy la Iglesia en ese país, fiel a las exigencias del Evangelio y con el debido respeto por el legítimo pluralismo, reafirma su vocación de servicio a las grandes causas del hombre como ciudadano e hijo de Dios. En este sentido, los principios cristianos constituyen una sólida esperanza e infunden un renovado dinamismo a la sociedad, para que prevalezca la laboriosidad, la honestidad y el espíritu de participación a todos los niveles.

3. Por otra parte, la Santa Sede se complace por las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado, y formula fervientes votos para que continúen incrementándose en el futuro. Ambas tienen un sujeto o destinatario común, que es la persona humana, la cual como ciudadano es miembro del Estado y como bautizado lo es de la Iglesia católica. En efecto, existe un amplio campo en el que confluyen y se interrelacionan las propias competencias y acciones. Por lo cual, no se trata en modo alguno de pretender privilegios para la Iglesia, sino más bien de ordenar las mutuas relaciones en beneficio de los ciudadanos.

De este modo la Iglesia puede llevar a cabo su obra de evangelización y de promoción humana. Ella quiere sólo poder proseguir su misión de servicio con renovado vigor, materna solicitud y continua creatividad. Por eso se ha de considerar la acción que lleva a cabo a través de los movimientos de apostolado y, por otro lado, en el campo sanitario y en las escuelas católicas, lo cual merece un justo reconocimiento y apoyo por parte del Estado.

4. En muchas partes del mundo se da una crisis de valores que afecta a instituciones, como la familia, y a amplios sectores de la población, como la juventud y el complejo mundo del trabajo. Ante esto es urgente que los dominicanos tomen mayor conciencia de sus propias responsabilidades y, de cara a Dios y a los deberes ciudadanos, se esfuercen en seguir construyendo una sociedad más justa, fraterna y acogedora. Para ello, la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia ofrecen unos valores que deben ser tomados en consideración por quienes trabajan al servicio de la nación.

Ante todo se ha de recordar que el ser humano es el primer destinatario del desarrollo. Aunque en el pasado este concepto fue pensado exclusivamente en términos económicos, hoy es obvio que el desarrollo de las personas y de los pueblos debe ser integral. Es decir, el desarrollo social ha de tener en cuenta los aspectos políticos, económicos, éticos y espirituales.

5. Un problema crucial actual, y que se manifiesta de modo muy concreto en América Latina, es el de las grandes desigualdades sociales entre ricos y pobres. No se debe olvidar que los desequilibrios económicos contribuyen al progresivo deterioro y pérdida de los valores morales, que provoca tantas veces la desintegración familiar, el permisivismo en las costumbres y el poco respeto por la vida.

Ante ello es urgente considerar como objetivos prioritarios la recuperación de dichos valores con medidas políticas y sociales que fomenten un empleo digno y estable para todos, de modo que se supere la pobreza material en que viven muchos de los habitantes, se fortalezca la institución familiar y se favorezca el acceso de todas las capas de la población a la enseñanza. Por eso es ineludible dedicar un cuidado especial a la educación en los verdaderos valores morales y del espíritu, mediante programas educativos que difundan estos valores fundamentales en una sociedad que, como la suya, está enraizada en los principios cristianos. Por lo cual, las diversas instancias públicas tienen la responsabilidad de intervenir en favor de la familia y, en lo relativo a la orientación demográfica de la población, nunca deben recurrir a métodos que no respeten la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.

En el mundo de hoy no basta limitarse a la ley del mercado y su globalización; hay que fomentar la solidaridad. Por eso es necesario promover un desarrollo con equidad. A este respecto he escrito en la encíclica Centesimus annus que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno» (n. 31). Por lo cual, un modelo de desarrollo que no tuviera presente y no afrontara con decisión esas desigualdades no podría prosperar de ningún modo.

Al mismo tiempo, se está tomando conciencia de la necesidad de armonizar las políticas económicas con las sociales. No tienen futuro quienes, buscando resultados exclusivamente económicos, marginan lo social, ni quienes propugnan políticas sociales que no son realistas ni sostenibles. Con la experiencia diaria de miles de instituciones ligadas a la Iglesia católica, se puede afirmar que el desarrollo equilibrado, encaminado hacia el bien común, será auténtico y contribuirá, incluso a largo plazo, a la estabilidad social. Una sociedad, pues, que no esté anclada en sólidos valores éticos va a la deriva, privada del fundamento esencial sobre el cual se ha de construir, de modo duradero, el tan deseado desarrollo social.

6. La integración social sólo es posible si se supera la falta de confianza de la población en la administración de la justicia, en las fuerzas de seguridad e incluso en los representantes políticos del pueblo. Nada lleva más a la desintegración de una sociedad que la corrupción y su impunidad. Por eso, el esfuerzo por un auténtico desarrollo social exige fortalecer los valores democráticos, el respeto universal de los derechos humanos —inherentes a cada ser humano por el mero hecho de ser persona— y un correcto funcionamiento del Estado de derecho.

Es necesaria, pues, la consolidación de la familia, procurando preservar y favorecer sus derechos, las capacidades y las obligaciones de sus miembros. Por tanto, se debe prestar una atención particular a los grupos más vulnerables de la sociedad, por las peculiares necesidades que experimentan o la discriminación que sufren. Por una parte, la mujeres —especialmente las que tienen la responsabilidad de un hogar—, los ancianos y los niños. Por otra, los discapacitados, los enfermos de sida, las poblaciones indígenas y otras minorías étnicas, los emigrantes y refugiados. A este respecto, las instituciones de la Iglesia católica ofrecen una aportación significativa en el esfuerzo común por fomentar una sociedad más justa y más atenta a las necesidades de sus miembros más débiles.

7. Antes de concluir este encuentro, deseo expresarle, señor embajador, mis mejores votos para que la misión que hoy inicia sea fecunda en copiosos frutos y éxitos. Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante las autoridades de su país, mientras invoco la bendición de Dios sobre usted, sobre su distinguida familia y colaboradores, y sobre los amadísimos hijos de la noble nación dominicana.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XX, 1 p. 1261-1265.

L'Osservatore Romano 26-27.5.1997 p.7.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.22 p.7 (p.267).



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