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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XII CONFERENCIA INTERNACIONAL DE PASTORAL SANITARIA


Sábado 8 de noviembre de 1997

 

Venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra dar una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, que tomáis parte en la XII Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios sobre el tema «Iglesia y salud en el mundo. Expectativas y esperanzas en el umbral del a o 2000». Deseo manifestar mi particular gratitud a monseñor Javier Lozano Barragán por el esfuerzo realizado para organizar este simposio y por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Saludo y doy las gracias, además, a todos sus colaboradores.

Durante estas intensas jornadas de estudio y confrontación, las diversas relaciones han subrayado que los problemas de la salud son muy complejos y requieren intervenciones coordinadas y armonizadas para implicar eficazmente no sólo a los agentes sanitarios, llamados a ofrecer una respuesta terapéutica y asistencial cada vez más «competente », sino también a cuantos trabajan en el campo de la educación, en el mundo del trabajo, en la defensa del ambiente, en el ámbito de la economía y de la política.

«Salvaguardar, recuperar y mejorar el estado de salud significa servir a la vida en su totalidad», afirma la Carta de los agentes sanitarios, redactada por vuestro Consejo pontificio. En esta perspectiva, se delinea la alta dignidad de la actividad médico-sanitaria, que se configura como colaboración con el Dios que en la Escritura se presenta como «Señor que ama la vida» (Sb 11, 26). La Iglesia os aprueba y anima en el trabajo que afrontáis con generosa disponibilidad al servicio de la vida vulnerable, débil y enferma, dejando a veces vuestra patria y llegando incluso a arriesgar la vida en el cumplimiento de vuestro deber.

2. Son muchos los signos de esperanza presentes en esta última etapa del siglo. Basta recordar «los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación con el ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos...» (Tertio millennio adveniente, 46).

La Iglesia se alegra por estos importantes objetivos, que han hecho aumentar las esperanzas de vida en el mundo. Sin embargo, no puede callarse ante los 800 millones de personas obligadas a sobrevivir en condiciones de miseria, desnutrición, hambre y salud precaria. Demasiadas personas, sobre todo en los países pobres, sufren enfermedades que pueden prevenirse y curarse. Frente a estas graves situaciones, las organizaciones mundiales están realizando un notable esfuerzo por promover un desarrollo sanitario fundado en la equidad. Están convencidas de que «la lucha contra la desigualdad es, al mismo tiempo, un imperativo ético y una necesidad práctica, y de ella dependerá la realización de una salud para todos en el mundo entero » (Organización mundial de la salud, Projet de document de consultation pour l’actualisation de la strategie mondiale de la santé pour tous, 1996, p. 8). Mientras expreso mi vivo aprecio por esta benemérita acción en favor de nuestros hermanos más pobres, deseo dirigir una urgente invitación a vigilar para que los recursos humanos, económicos y tecnológicos se distribuyan cada vez más equitativamente en las diversas partes del mundo.

Exhorto, además, a los organismos internacionales competentes a que se comprometan eficazmente en la predisposición de garantías jurídicas adecuadas, para que también se promueva en su totalidad la salud de cuantos no tienen voz, y para que el mundo sanitario, no se deje arrastrar por las dinámicas del provecho, se impregne en cambio de la lógica de la solidaridad y de la caridad. Como preparación al jubileo del año 2000, año de gracia del Señor, la Iglesia reafirma que las riquezas tienen que considerarse un bien común de toda la humanidad (cf. Tertio millennio adveniente, 13), que hay que utilizar para promover, sin ninguna discriminación de personas, una vida más sana y digna.

3. La salud es un bien precioso, aún hoy acechado por el pecado de muchos y puesto en peligro por comportamientos carentes de referencias éticas apropiadas. El cristiano sabe que la muerte ha entrado en el mundo con el pecado (cf. Rm 5, 12) y que la vulnerabilidad ha marcado, ya desde los comienzos, la historia humana. Sin embargo, la enfermedad y el dolor, que acompañan el camino de la vida, a menudo se convierten en ocasiones de solidaridad fraterna e invocación conmovedora a Dios para que asegure su consoladora presencia de amor.

«Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici doloris, 19). El dolor vivido en la fe lleva al enfermo a descubrir, como Job, el auténtico rostro de Dios: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5). No sólo: a través de su testimonio paciente, el enfermo puede ayudar a las personas mismas que lo asisten a descubrirse como imágenes de Jesús, que pasó haciendo el bien y sanando.

A este respecto, quisiera subrayar, como recuerda la Carta de los agentes sanitarios, que la actividad médico-sanitaria es, al mismo tiempo, «ministerio terapéutico » y «servicio a la vida». Sentíos colaboradores de Dios, que en Jesús se manifestó como «médico de las almas y de los cuerpos», de modo que lleguéis a ser anunciadores concretos del evangelio de la vida.

4. Jesucristo, único Salvador del mundo, es la Palabra definitiva de salvación. El amor del Padre, que él nos dio, sana las heridas más profundas del corazón del hombre y colma sus inquietudes. Para los creyentes comprometidos en el ámbito sanitario el ejemplo de Jesús constituye la motivación y el modelo del compromiso diario al servicio de cuantos están heridos en el cuerpo y en el espíritu, a fin de ayudarles a recuperar su salud y curarse, en espera de la salvación definitiva.

Contemplando el misterio trinitario, el agente sanitario, con sus opciones respetuosas del estatuto ontológico de la persona, creada a imagen de Dios, de su dignidad y de las reglas inscritas en la creación, sigue narrando la historia de amor de Dios a la humanidad. De igual modo, el estudioso creyente, obedeciendo en su investigación al proyecto divino, permite que la creación exprese gradualmente todas las potencialidades con las que Dios la ha enriquecido. Los estudios, las investigaciones y las técnicas aplicadas a la vida y a la salud deben ser, efectivamente, factores de crecimiento de toda la humanidad, en la solidaridad y el respeto a la dignidad de toda persona humana, sobre todo de la débil e indefensa (cf. Evangelium vitae, 81). De ningún modo pueden transformarse en expresión del deseo de la criatura de sustituir al Creador.

5. El cuidado de la salud del cuerpo no puede prescindir de la relación constitutiva y vivificante con la interioridad. Por tanto, es preciso cultivar una mirada contemplativa que «no se rinda desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deje interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentre en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad» (ib., 83). En la historia de la Iglesia, la contemplación de la presencia de Dios en criaturas humanas débiles y enfermas ha suscitado siempre personas y obras que han expresado con inventiva emprendedora los infinitos recursos de la caridad, como ha testimoniado en nuestro tiempo la madre Teresa de Calcuta. Ella se hizo buen samaritano de toda persona que sufría y era despreciada y, como dije con ocasión de su despedida de este mundo, «nos deja el testimonio de la contemplación que se hace amor y del amor que se hace contemplación» (Ángelus del 7 de septiembre de 1997: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de septiembre de 1997, p. 1).

6. La Virgen María, Madre de la salud e icono de la salvación, que en la fe se abrió a la plenitud del amor, es el ejemplo más alto de contemplación y acogida de la vida. La Iglesia, que «por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios» (Lumen gentium, 64), la mira como modelo y madre. A ella, Salus infirmorum, los enfermos se dirigen para recibir ayuda, acudiendo a sus santuarios.

Que María, seno acogedor de la vida, haga que estéis atentos para captar en los interrogantes de tantos enfermos y personas que sufren la necesidad de solidaridad y la «petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen» (Evangelium vitae, 67). Que esté cerca de vosotros para hacer de cada gesto terapéutico un «signo» del Reino.

Con estos sentimientos, os imparto a vosotros, a vuestros colaboradores y a los enfermos a quienes cuidáis amorosamente, una especial bendición apostólica



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