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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS


Jueves 30 de octubre de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

1. Me alegra acogeros a vosotros, que participáis en la XVII asamblea plenaria del Consejo pontificio para los laicos. Saludo, en particular, a los nuevos miembros y a los nuevos consultores del Consejo, reunidos por primera vez desde el inicio de su mandato quinquenal. También es la primera asamblea plenaria que dirige vuestro presidente, monseñor James Francis Stafford, con monseñor Stanisław Ryłko como secretario. Os agradezco a todos vuestra valiosa colaboración; expreso también mi gratitud a los que trabajan al servicio del Consejo en Roma. Debo decir aquí que, por el afecto fraterno y la oración, me siento cerca del señor cardenal Eduardo Pironio, que durante mucho tiempo dirigió vuestro dicasterio con competencia y entrega.

Queridos hermanos y hermanas, tenéis una responsabilidad particular: los nombramientos que habéis recibido os convierten en colaboradores del Sucesor de Pedro, en su ministerio pastoral, para servir a la realidad vasta y diversificada del laicado católico. Os agradezco que hayáis aceptado este encargo con generosa disponibilidad. Habéis sido llamados personalmente; el Consejo cuenta, por consiguiente, con vuestra experiencia cristiana, con vuestro sensus Ecclesiae, con vuestra aptitud para comprender y dar a conocer la riqueza de la vida cristiana en la diversidad de los pueblos y de las culturas, y las experiencias de pedagogía, de vida asociativa y de ayuda, puestas en marcha en todos los ambientes. Vuestra asamblea es un tiempo fuerte de escucha y discernimiento de las necesidades y las expectativas de los fieles laicos, con el fin de estimular sus testimonios y sus acciones, y definir mejor las tareas del Consejo que está a su servicio, a la luz del magisterio doctrinal y pastoral de la Iglesia.

2. Han pasado treinta años desde la fundación del Consejo por obra del Papa Pablo VI, para responder a un deseo de los padres del concilio Vaticano II. Yo mismo fui también consultor del Consejo, y puedo atestiguar tanto la continuidad del trabajo realizado a lo largo de estos tres decenios como su constante renovación. Junto con vosotros, doy gracias por ello.

El Consejo pontificio para los laicos se inspira en las enseñanzas esenciales del concilio Vaticano II: la Iglesia ha tomado cada vez mayor conciencia de que es misterio de comunión y que su naturaleza es misionera; la dignidad, la corresponsabilidad y el papel activo de los laicos han sido reconocidos y valorados más. Estos treinta años nos proporcionan muchos motivos de esperanza: hoy la madurez de los fieles laicos se manifiesta por sus actividades en las comunidades, en las instituciones y en los servicios eclesiales más diversos. Participan más intensamente en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, fuente y cumbre de la vida cristiana. Desean una formación sistemática y completa. Teniendo en cuenta la multiplicidad de los carismas, de los métodos y de los compromisos, está floreciendo una nueva generación de asociaciones de fieles, que producen frutos abundantes de santidad y apostolado, y que dan nuevo impulso a la comunión y a la misión del pueblo cristiano.

Las Jornadas mundiales de la juventud —tenemos en la memoria la reciente e impresionante de París— han mostrado que los jóvenes son la esperanza de la Iglesia en el umbral del tercer milenio. Los jóvenes expresan con vigor su necesidad de sentido y de ideal, su deseo de una vida más humana y más auténtica: son sentimientos arraigados en el corazón de los hombres y en la cultura de los pueblos, más profundos y más vivos que el conformismo nihilista que parece invadir a muchas personas.

En estos últimos años el proceso de afirmación de la auténtica dignidad de la mujer ha contado con la participación activa de la Iglesia, pues el «genio femenino » está enriqueciendo cada vez más a la comunidad cristiana y a la sociedad. Además, es preciso admirar el compromiso de numerosos cristianos en las obras más diversas de asistencia humana y social, mostrando la creatividad constructiva de la caridad y poniéndose al servicio del bien común en las instituciones políticas, culturales y económicas. La exhortación apostólica Christifideles laici analizó estos signos de esperanza en el itinerario posconciliar del laicado católico. Ahora os toca a vosotros proseguir por ese camino. Toda la Iglesia cuenta con un compromiso aún más activo de los fieles, en todos los frentes de vanguardia del mundo.

3. En el marco de la preparación para el gran jubileo, vuestra asamblea se celebra durante el año consagrado a Jesucristo (cf. Tertio millennio adveniente, 40-43). El jubileo invita a recordar, para dar gracias, la presencia del Verbo encarnado: se trata del recuerdo vivo de su presencia, aquí y ahora, tan verdadera y nueva como hace dos mil años. Profundizar en el misterio de la Encarnación lleva a insistir este año «en el redescubrimiento del bautismo como fundamento de la existencia cristiana» (ib., 41). En París, durante la vigilia de la Jornada mundial de la juventud, la celebración del bautismo de diez jóvenes invitó con vigor a centenares de miles de jóvenes reunidos, pero también a todos los cristianos, a tomar mayor conciencia del don de su bautismo y de las responsabilidades que de él derivan.

Hoy el desafío más grande es el de una descristianización general. El jubileo invita, por consiguiente, a un serio compromiso catequístico y misionero. Es necesario que todo hombre pueda descubrir la presencia de Cristo y la mirada de amor del Señor dirigida a cada uno, que escuche de nuevo sus palabras: «Ven y sígueme». Por esto, el mundo espera un testimonio más claro de hombres y mujeres libres, congregados en la unidad, que manifiesten con su estilo de vida que Jesucristo da gratuitamente una respuesta que colma sus anhelos de verdad, de felicidad y de plenitud humana. Así pues, es fundamental para los fieles, como reza el tema de vuestra asamblea, «ser cristianos en el umbral del tercer milenio», vivir su bautismo, su vocación y su responsabilidad cristiana.

Por desgracia, está aumentando el número de los que no están bautizados, incluso en las regiones de secular tradición cristiana. Además, muchos bautizados olvidan lo que han llegado a ser por la gracia recibida, o sea, «nuevas criaturas » (Ga 6, 15), que se han revestido de Cristo. Estas situaciones se deben analizar hoy más atentamente que nunca. Es preciso reavivar el impulso misionero proponiendo itinerarios de iniciación cristiana para los numerosos jóvenes y adultos que solicitan el bautismo, y una renovación de la formación cristiana para los que se han alejado de la fe recibida.

Se trata, efectivamente, de la cuestión fundamental de la educación para la fe y en la fe, en una época en la que la capacidad de transmitir la fe en continuidad con la tradición parece haber perdido su vigor. Me complace el tema escogido por vuestro Consejo; estoy seguro de que vuestras reflexiones y recomendaciones finales serán de gran utilidad.

Vuestra asamblea también tiene como finalidad definir los programas de trabajo del dicasterio para los próximos años. Sé que se está preparando el Congreso mundial de los movimientos y su peregrinación a Roma; se trata de iniciativas de gran alcance. Los dos acontecimientos que habéis programado para el gran jubileo tendrán también una importancia particular: el Congreso mundial del apostolado de los laicos, que continuará la tradición de los encuentros periódicos, iniciada desde antes del concilio Vaticano II, y el Jubileo de los jóvenes, en el marco de una Iglesia joven en camino.

Os agradezco que hayáis venido aquí hoy. En mi oración, encomiendo al Señor, por intercesión de María, Madre de la Iglesia, los trabajos del Consejo pontificio para los laicos. Y a todos vosotros, aquí presentes, a vuestros seres queridos y a vuestros hermanos y hermanas de las diversas Iglesias particulares, imparto de todo corazón la bendición apostólica.



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