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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS POLACOS
EN VISITA «AD LIMINA»

Lunes 2 de febrero de 1998

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Cada encuentro con los obispos polacos es para mí un gozoso regreso a los hombres y lugares que conozco y amo. ¿Y qué decir cuando vienen a reunirse conmigo los obispos de la parte de Polonia donde está la archidiócesis de Cracovia? En efecto, provengo de ella, y durante muchos años fui su pastor. Doy mi bienvenida muy cordial al arzobispo metropolitano de Cracovia, señor cardenal Franciszek Macharski, y a los obispos metropolitanos que lo acompañan: de Czêstochowa, Katowice y Przemyśl, y al arzobispo de Lódz. Saludo también a los obispos residenciales de las diócesis de Bielsko-Źywiec, Gliwice, Kielce, Opole, Radom, Rzeszów, Sosnowiec, Tarnów y Zamość-Lubaczów, y a los obispos auxiliares de las archidiócesis y de las diócesis antes mencionadas. Vuestra visita ad limina Apostolorum tiene una importancia particular en la perspectiva del gran jubileo del año 2000, para el que se está preparando la Iglesia universal, que quiere rendir el máximo honor al Dios único en la santísima Trinidad por la inmensidad de los beneficios concedidos al mundo mediante la venida del Salvador a la tierra. En estas celebraciones participarán, de diversos modos, las Iglesias particulares, festejando a su vez sus grandes aniversarios. En Polonia se trata de los acontecimientos relacionados con el milenio del martirio de san Adalberto, su patrono, y con el milenio de la institución en Gniezno de la primera sede metropolitana polaca con las sedes episcopales de Cracovia, Wrocław y Kołobrzeg.

La visita ad limina Apostolorum posee, además, un sentido teológico muy profundo. En efecto, es expresión de la unidad de los obispos con el Obispo de Roma en el cumplimiento de la llamada de Cristo a gobernar su Iglesia. Puede decirse que así se cumple la sollicitudo omnium Ecclesiarum de Pablo. El Obispo de Roma y los dicasterios de la Curia romana, que colaboran con él, tienen ocasión de conocer de cerca los problemas de los pastores y compartir con ellos su experiencia.

De esa manera, se consolida el vínculo de unidad colegial y responsabilidad en la Iglesia. Se trata de la responsabilidad para el encuentro de todos los hombres con Cristo, el único Salvador del mundo. En este contexto se manifiesta también el profundo sentido pastoral de esta visita, que permite hacer un balance del trabajo pastoral en las diócesis y, gracias a ello, concentrar la atención en los desafíos que plantea el mundo contemporáneo, tanto a los pastores de la Iglesia como a toda la grey.

2. La persona de Jesucristo pone en acción en el mundo las enormes energías del espíritu, y su buena nueva ilumina con su resplandor la vida de los hombres también en nuestra época. Esto sucede en todos los lugares donde el hombre se convierte en el camino de la Iglesia y la Iglesia —pueblo de Dios— conoce únicamente a Jesucristo (cf. 1Co 2, 2). Al mismo tiempo, el mundo en que vivimos muestra siempre su rostro herido por los pecados de egoísmo y por las múltiples formas de prepotencia, mentira e injusticia. Este mundo pierde a menudo el contacto con Dios, niega su existencia y cae en la indiferencia religiosa. Sobre el rostro del mundo deformado por los pecados aparece a veces el vacío, la tristeza y hasta la ausencia de esperanza. Estos fenómenos se notan también en nuestro país. A los pastores de la Iglesia les incumbe el deber de ayudar al hombre para que, a pesar de estas dificultades, pueda volver a encontrar a Cristo en su vida y tomar plenamente el camino de la fe. Como escribí en la encíclica Redemptor hominis: «La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya "suerte" (...) está tan estrecha e indisolublemente unida a Cristo» (n. 14). De esta solicitud pastoral debería brotar un gran acto generoso de nueva evangelización, misión esencial de la Iglesia y expresión concreta de su identidad.

«¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1Co 9, 16). Estas palabras del apóstol Pablo son para cada uno de nosotros una exhortación urgente a anunciar el Evangelio, y nos impulsan a hacer un esfuerzo de renovación, cuyo objetivo es preparar «una nueva primavera de vida cristiana». Dicho esfuerzo, iniciado por el concilio Vaticano II bajo el soplo del Espíritu Santo, prosigue y da frutos. La enseñanza del Concilio, leída de modo correcto a la luz de los actuales signos del tiempo, sigue siendo para todos los fieles y, especialmente para los obispos, los sacerdotes y los consagrados, un punto de referencia indispensable en la obra de la nueva evangelización. En el umbral del gran jubileo del año 2000 es necesario reflexionar también en este interrogante: ¿en qué medida ha influido la enseñanza conciliar en la actividad de la Iglesia en Polonia, en sus instituciones y en su estilo pastoral? El gran jubileo nos pide hacer un examen de conciencia sobre la «recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio» (Tertio millennio adveniente, 36).

3. Polonia se encuentra actualmente en un momento muy importante de su historia. En la sociedad de nuestro país tienen lugar muchos cambios positivos. Da alegría el hecho de que los laicos se inserten en la obra de evangelización y tomen cada vez mayor conciencia de su papel en la Iglesia. La gran tarea de la Iglesia en Polonia consiste en profundizar esta conciencia eclesial de los católicos laicos y hacer que madure cada vez más según el espíritu del concilio Vaticano II. «El apostolado de los laicos —leemos en la constitución dogmática sobre la Iglesia— es una participación en la misión salvadora misma de la Iglesia. Todos están destinados a este apostolado por el Señor mismo a través del bautismo y de la confirmación. Los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, comunican y alimentan el amor a Dios y a los hombres, que es el alma de todo apostolado. Los laicos tienen como vocación especial el hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y circunstancias donde ella no puede llegar a ser la sal de la tierra sino a través de ellos. Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma "según la medida del don de Cristo" (Ef 4, 7)» (Lumen gentium, 33). Es necesaria una coherente introducción de esta enseñanza en la práctica pastoral en todos los niveles: parroquial, diocesano y nacional. A su luz se forman las familias y las diferentes comunidades eclesiales y civiles.

La misión salvífica de la Iglesia de Cristo se realiza en la Iglesia particular. Cada una de estas Iglesias, en virtud del vínculo jerárquico con el Obispo de Roma, mediante el ministerio del obispo y del presbiterio reunido en torno a él, puede poner al alcance del hombre el alimento de la palabra de Dios y la gracia sacramental. El recurso a este servicio permite la incesante edificación y consolidación de la comunidad, cuerpo místico de Cristo. Nuestro esfuerzo debe orientarse, ante todo, a la formación del vínculo espiritual del hombre con Dios y, al mismo tiempo, a la profundización del lazo de comprensión y amor entre los hombres. Para este fin son necesarias las estructuras eclesiales y laicales, entre las cuales la parroquia y la diócesis desempeñan un papel insustituible. El concilio Vaticano II indicó muchos modos, gracias a los cuales tanto las parroquias como las diócesis pueden llegar a ser organismos vivos, palpitantes de energía espiritual. Hace falta aquí una grande y constante solicitud por el desarrollo de la vida sacramental de los fieles y por su formación interior, dirigida con coherencia y competencia, para que se sientan verdaderos protagonistas en la vida de la Iglesia y asuman la parte de responsabilidad que les corresponde en la Iglesia y en la sociedad. La eficacia del apostolado de los laicos depende de su unión con Cristo: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada » (Jn 15, 5). En este proceso tienen que cumplir su misión diversos tipos de asociaciones y organizaciones católicas, en especial la Acción católica, así como las instituciones de los consejos en varios niveles y de diferentes modos, previstos en el derecho canónico. No se puede olvidar tampoco a los grupos y a las comunidades formativas de los católicos laicos, que oran juntos, hacen ejercicios espirituales, profundizan en común el rico patrimonio conciliar y estudian la doctrina social de la Iglesia, hoy más necesaria que nunca en Polonia. Espero que también los grupos del Sínodo plenario y los diferentes movimientos eclesiales, cada vez más numerosos en Polonia, lleven a cabo esa misión. Demos gracias al Espíritu Santo por ello.

4. Al hablar de la misión de los laicos católicos, pienso de modo particular en la familia. La familia «está puesta al servicio de la edificación del reino de Dios en la historia, mediante la participación en la vida y misión de la Iglesia (...). Por su parte, la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia que participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia» (Familiaris consortio, 49). Esta célula básica de la vida social está expuesta hoy a un gran peligro a causa de una tendencia, presente en el mundo, que pretende debilitar su naturaleza, por sí misma duradera, sustituyéndola con uniones informales e, incluso, queriendo reconocer como familia uniones entre personas del mismo sexo. También constituyen amenazas mortales contra la familia la negación del derecho a la vida de los niños por nacer y los ataques contra la educación de los jóvenes en el espíritu de los valores cristianos perennes. Con auténtico dolor he seguido en nuestra patria los esfuerzos tendentes a legalizar el homicidio de los niños por nacer, y con gran inquietud he acompañado con la oración a los que luchaban por el derecho a la vida de todo hombre. En la homilía que pronuncié en Kalisz dije que: «La medida de la civilización, una medida universal, perenne, que abarca todas las culturas, es su relación con la vida. Una civilización que rechace a los indefensos merecería el nombre de civilización bárbara» (4 de junio de 1997, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de junio de 1997, p. 8). Considero que son dignos de alabanza y necesitan amplio apoyo los esfuerzos encaminados a proporcionar a cada niño que nace una solícita tutela a través de una red de casas diocesanas para madres solteras y de fondos para la defensa de la vida. Doy gracias a Dios por las posibilidades que se han abierto en el campo de una buena preparación de los niños y jóvenes para la vida en familia, de la pastoral de los novios, de la paternidad y maternidad responsables, y de la educación cristiana de los jóvenes.

Soy consciente de que estas tareas no son fáciles, puesto que no se trata sólo de cambios legislativos favorables. Hace falta un trabajo intenso en el cambio de la mentalidad de la sociedad sobre el papel fundamental de la familia y de la vida del hombre en la sociedad. Es preciso aunar aquí los esfuerzos de la Iglesia, de la escuela y de otros ambientes, para reconstruir el respeto a los valores tradicionales de la familia y cultivarlos en el proceso educativo, en el que todos deberían colaborar, incluso los medios de comunicación social, que ejercen hoy un enorme influjo en la formación de los comportamientos humanos. Hay que brindar a la familia en nuestro país el amor y la tutela debidos. Haced todo lo posible para que la familia en Polonia no se sienta sola en su esfuerzo por conservar su identidad, defended sus derechos y sus valores fundamentales, y ayudadla en la realización de su misión y de sus tareas. No permitáis que esta «comunidad de vida y amor» (Gaudium et spes, 48) sufra injusticias y sea profanada. El bien de la sociedad y de la Iglesia va unido al bien de la familia. Por tanto, es necesario que la familia encuentre un fuerte apoyo en la Iglesia. Os lo pido encarecidamente, porque la cuestión de la familia y de su destino en el mundo de hoy me preocupa mucho.

5. Queridos hermanos en el episcopado, mientras reflexiono con vosotros en las tareas que tiene que realizar la Iglesia en Polonia con respecto a la nueva evangelización, no puedo dejar de recordar los encuentros con los jóvenes, que tuvieron lugar durante mi peregrinación del año pasado a nuestra patria. Los jóvenes son la esperanza del mundo y de la Iglesia. Serán ellos quienes decidirán el futuro de nuestra patria. Hay que constatar con dolor y angustia que durante los últimos años los peligros a los que está expuesta la juventud no sólo no han disminuido, sino que quizás incluso han adquirido mayores proporciones. Se hallan amenazados fuertemente los valores puramente humanos y también la fe y el sentido moral. El hecho de someterse pasivamente a las propuestas atrayentes de la pseudocultura consumista, a menudo carente de una seria reflexión sobre el verdadero sentido de la vida, del amor y de las obligaciones de la sociedad, expone a la juventud al riesgo de alejarse de la familia y de la comunidad humana, o la inclina a creer en consignas engañosas, propagadas por diversas ideologías.

En la juventud polaca hay enormes recursos de bien y de posibilidades espirituales. Los notamos, entre otras cosas, en una participación activa en la vida religiosa de la familia y de la parroquia, en la catequesis, en las asociaciones, en los movimientos eclesiales y en las organizaciones católicas. Los jóvenes hacen a menudo opciones radicales con respecto a la entrada en el seminario o al camino de los consejos evangélicos en sus diferentes formas. Durante mi última visita me dirigí, lleno de confianza, a la juventud polaca: «Sed, en este mundo, portadores de fe y esperanza cristiana, viviendo el amor cada día. Sed testigos fieles de Cristo resucitado; no deis nunca marcha atrás ante los obstáculos que se acumulen en los caminos de vuestra vida. Cuento con vosotros, con vuestro impulso juvenil y con vuestra entrega a Cristo» (Poznan, 3 de junio de 1997, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de junio de 1997, p. 10). La presencia de los jóvenes de todo el mundo, también de la juventud polaca, durante la Jornada mundial de la juventud en París, en agosto del año pasado, demostró que la confianza depositada en los jóvenes no queda defraudada. Pudimos notar con toda claridad que los jóvenes tienen gran nostalgia de la belleza del Evangelio, que contiene la verdad esencial sobre Cristo. Pero necesitan testigos, cuya vida y conducta sean ejemplo para ellos.

Ellos son la esperanza de la Iglesia que entra en el tercer milenio. No podemos dejar de ayudarles y guiarlos en las encrucijadas de la vida y ante las opciones difíciles. Hay que realizar un gran esfuerzo para que la Iglesia esté presente entre los jóvenes. La solicitud por la educación cristiana en la familia es una de las manifestaciones de dicha presencia, que debe expresarse también en las diversas formas de vida comunitaria en la parroquia y en la escuela. La Asociación católica de jóvenes y la Acción católica, que están renaciendo en Polonia, deben tomar en cuenta la iniciativa creativa de la juventud y prepararla para asumir la responsabilidad personal de su propia vida y de la comunidad religiosa y civil. Es preciso formar constantemente grupos apostólicos de laicos en la Iglesia, dispuestos a realizar su actividad en los campos de la vida pública, que son su terreno de acción.

No se puede descuidar tampoco el papel tan importante que debe desempeñar la pastoral universitaria con sus estructuras y sus métodos de trabajo entre la juventud académica. Desde hace muchos años constituye una forma insustituible de acción pastoral de la Iglesia, gracias a la cual los estudiantes y los profesores pueden obtener una ayuda oportuna en el desarrollo de la fe y en la formación de la concepción cristiana del mundo. Es necesario aprovechar plenamente las nuevas posibilidades que se han abierto para la pastoral universitaria en Polonia, a fin de que sea una escuela de formación de los intelectuales católicos en nuestra patria, que pueden llevar a cabo tareas importantes en la vida de la Iglesia y de la nación, como la ciencia, la cultura, la política o la economía.

Un vasto campo de acción, que exige gran sabiduría, es la escuela, en la que se ha restablecido la enseñanza de la religión. Allí trabajan sacerdotes diocesanos y religiosos, religiosas y una gran multitud de laicos. Han encontrado diversas y graves dificultades educativas y didácticas en su relación con los niños y los jóvenes. En gran parte se trata de los problemas de toda la sociedad polaca en una época de transformaciones; pero los niños y la juventud los viven de modo particularmente profundo; por ello, hace falta una extraordinaria sensibilidad con respecto a la personalidad de los alumnos. Hay que observar con perspicacia todo lo que sucede en el mundo y en Polonia y lo que ejerce influjo en la formación de las convicciones y las actitudes de los jóvenes.

La juventud espera también un diálogo cordial y abierto sobre todos los problemas que le afectan. El Catecismo de la Iglesia católica, cuya traducción polaca se publicó en 1994, presta una ayuda eficaz en el trabajo de los catequistas y de los alumnos. Conviene aprovecharlo plenamente en la escuela mediante programas de catequesis claros en su elaboración, y mediante catecismos adaptados a la mentalidad de hoy, al nivel intelectual y al grado de desarrollo espiritual del alumno. La catequesis de los niños y de los jóvenes forma parte de las tareas fundamentales de toda la pastoral. Por eso hace falta una cooperación armoniosa de todos los pastores de la Iglesia en Polonia y un gran esfuerzo de los responsables de la catequesis.

Como ya dije durante vuestra visita ad limina Apostolorum de 1993: «Desde luego, la catequesis en la escuela necesita completarse a nivel parroquial con una pastoral para niños y jóvenes» (12 de enero de 1993, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de enero de 1993, p. 8). Soy consciente de las dificultades que se encuentran en este tipo de catequesis; sin embargo, es preciso encontrar una solución, para que los niños y los jóvenes no consideren la enseñanza de la religión exclusivamente como una de las materias que se enseñan en la escuela, sino que puedan fortalecerse también gracias a un contacto directo con Dios en la liturgia y en los santos sacramentos. Sin duda, os preocupa mucho la situación de los jóvenes, y tratáis de que no se pierda ninguno de ellos. Y mucho más aún os esforzáis por buscar a todos los que se van o que os dan la espalda a causa del extravío moral, las desilusiones o las frustraciones experimentadas. Su camino debería convertirse en una solicitud particular de la Iglesia. Todos estos problemas exigen una profunda reflexión, valoración y acción común.

6. «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1Co 13, 13).

Los obispos tienen el deber de guiar al pueblo de Dios en la caridad, a ejemplo de Cristo, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38), hasta la entrega total de sí. Los demás pueden superaros o precederos en muchas cosas, pero nadie puede impedir que la Iglesia anuncie el evangelio de la caridad y hable en defensa de aquellos de quienes nadie habla. Un testimonio perseverante y desinteresado de amor real tiene un vínculo indisoluble con la evangelización, porque es testimonio del amor de Dios.

Desde hace algunos años se están llevando a cabo en Polonia serias transformaciones en el campo de la economía. Son indispensables para que la economía llegue a ser un instrumento eficaz del progreso de la sociedad y de su bienestar. Sin embargo, aún hay muchas personas en Polonia que viven en condiciones muy difíciles: los que no tienen hogar, los abandonados, los hambrientos, los minusválidos y los que han sufrido injusticias, y no se encuentran en esta situación por culpa suya. También hay personas que han sido marginadas de la vida social por haber cometido errores o crímenes, o por haber caído en vicios, especialmente en el alcohol y la droga. Crece, asimismo, el número de las personas afectadas de sida. A todas ellas la Iglesia debe dedicarles una solícita atención pastoral. No es posible cerrar los ojos ante sus necesidades diarias relacionadas con la vivienda, la alimentación, la atención médica o la búsqueda de un trabajo y la posibilidad de ganar dinero para vivir. La voz de la Iglesia se debe elevar clara y nítida en todos los lugares donde sea preciso defender el destino de esas personas y sus derechos.

Recibo con alegría las noticias sobre la dinámica actividad de la Cáritas de Polonia y sobre el desarrollo de las Cáritas diocesanas, que durante los últimos años han formado eficazmente sus estructuras y se han organizado para brindar hoy una amplia ayuda a los necesitados en Polonia y fuera de sus fronteras. Deseo subrayar aquí con emoción la atención prestada a los niños minusválidos, a las organizaciones de acogida para niños de familias pobres, a la ayuda a las víctimas de diversos tipos de desgracias, o a las familias damnificadas por la calamidad de las inundaciones que se produjeron el año pasado en Polonia; y, fuera de sus fronteras, merece mención especial también la aportación al programa de ayuda a las naciones y a los pueblos probados por la guerra, las enfermedades y los cataclismos. Esas iniciativas son, al mismo tiempo, el saldo de la deuda de gratitud con respecto a la solidaridad internacional mostrada en otras ocasiones a Polonia, y que se nos sigue brindando en las diversas necesidades. Dicha ayuda sería imposible sin la gran generosidad que muestra la sociedad polaca. Me alegra también que en nuestra patria, durante los últimos años, hayan surgido muchas organizaciones caritativas que, aunque no estén relacionadas institucionalmente con la Iglesia, nacen del gesto de un corazón bueno y compasivo de personas sensibles ante la miseria y la injusticia. El testimonio de la caridad es expresión de solicitud y de responsabilidad por el hombre, y cumplimiento de las palabras de Cristo: «Os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,?40). Estas palabras de Cristo deberían impulsarnos, siempre y en toda situación, a una acción concreta.

7. La primacía de la caridad abre con eficacia el corazón de los hombres al Evangelio, y la actitud de diálogo les permite descubrir en la Iglesia un espacio en el que no sólo se defiende la libertad frente a un mal uso, sino que también florece en una adhesión libre a Cristo Señor. Es necesario que la Iglesia que evangeliza procure «reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Tertio millennio adveniente, 35). El celo apostólico lleno de delicadeza y de profundidad espiritual, basada en una verdadera sabiduría y santidad de vida, particularmente de quienes han sido llamados a anunciar el Evangelio, es signo de apertura a todos los hombres, a todo el mundo incluido en el plan salvífico del Dios-Amor.

Quiero añadir que la nueva evangelización llevada a cabo por la Iglesia encuentra en la oración su eficacia y su fuerza. Recordemos qué enorme significado ha tenido la oración en la historia, tan reciente, de la lucha por la libertad. Frente a la inmensidad de las tareas, ¿no debería la Iglesia en Polonia unirse también ahora en una oración asidua? En efecto, la oración tiene el poder de insertar a todos los bautizados en la nueva evangelización, que es obra del Espíritu Santo. La oración enseña los métodos de acción de Dios, purifica de todo lo que separa de Dios y de los hombres, así como de lo que amenaza la unidad. La oración protege de la tentación de la pusilanimidad, de la estrechez del corazón y de la mente; eleva la mirada del hombre para que vea las cosas con la perspectiva de Dios, y abre a la gracia divina el camino del corazón del hombre. La vida de oración exige participar en la liturgia, acercarse al sacramento de la reconciliación y asistir a la santa misa. En efecto, el banquete eucarístico proporciona el alimento espiritual, tan necesario para todos los hombres. La participación en la santa misa, el domingo y las fiestas de precepto, constituye una fuente inagotable de vida interior y de apostolado. Es indispensable, pues, sensibilizar a los fieles con respecto al carácter festivo del día del Señor.

Es preciso que el Episcopado polaco, teniendo presente también la proximidad del gran jubileo del año 2000, exhorte a una oración ferviente y perseverante, y la oriente, mostrando a los fieles la riqueza de los dones que Dios quiere conceder a quienes se los piden. Ojalá que las oportunas iniciativas pastorales a nivel nacional, diocesano o parroquial hagan posible el desarrollo espiritual del mayor número de fieles; que contribuyan también a ello los medios de comunicación, particularmente los católicos, aprovechando los métodos propios; y, por último, que los movimientos y las asociaciones católicas hagan suya la idea del apostolado mediante la oración y ayuden a sus miembros, especialmente a los jóvenes, a «abrirse camino». Recordad que ninguna actividad externa en favor de la evangelización puede sustituir la unión con Dios en la oración.

8. Debemos la obra de evangelización y de anuncio de la buena nueva en nuestras tierras a los hijos de las naciones que recibieron el bautismo antes que nuestros antepasados. San Adalberto, y los primeros mártires polacos, son un ejemplo elocuente de que la evangelización, en su nivel más profundo, significa anunciar a Cristo «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8), y eso exige la entrega de sí. Esta es la lógica de la evangelización iniciada por Cristo y continuada por los Apóstoles. Así debe seguir siendo hoy y siempre. La Iglesia en Polonia ha dado y da su gran contribución a la obra misionera. Quisiera expresaros aquí mi agradecimiento por vuestro magnánimo esfuerzo en favor de las misiones. En vuestra actitud se expresa también vuestra responsabilidad colegial por la evangelización del mundo. En efecto, como leemos en el decreto conciliar Ad gentes, «la actividad misionera es deber supremo y santísimo de la Iglesia» (n. 29). Muy a menudo se dirigen a mí los obispos de diversas partes del mundo con la petición de misioneros de Polonia. Confío este problema a vuestro corazón. Exhortad a vuestras comunidades a abrirse con generosidad a la actividad misionera de la Iglesia en el mundo de hoy. En efecto, nada imprime mayor dinamismo a la vida eclesial y contribuye más al florecimiento de las vocaciones que el hecho de proporcionar heraldos de Cristo a quienes no conocen su enseñanza. Aprovecho la ocasión para agradecer también sinceramente el generoso trabajo de nuestros misioneros: sacerdotes, religiosos y religiosas, miembros de institutos de vida consagrada y fieles laicos, que se han entregado totalmente al servicio de la evangelización. Sostengámoslos con nuestra ardiente oración, para que el anuncio de la buena nueva, acompañado por la gracia divina, dé los frutos deseados en los territorios de misión.

Encomendé todos estos importantes problemas polacos a la Madre de Cristo en Jasna Góra, durante mi última estancia en nuestra amada patria. Allá íbamos siempre para pedir a María la ayuda a fin de permanecer fieles a Dios, a la cruz, al Evangelio, a la santa Iglesia y a sus pastores. Quiero repetir, una vez más, las palabras que pronuncié entonces delante de ella: «Vengo hoy a ti, oh Madre, para exhortar a mis hermanos y hermanas a perseverar en unión con Cristo y su Iglesia, para estimular a emplear con sabiduría la libertad reconquistada, con el espíritu de lo más hermoso de nuestra tradición cristiana. Reina de Polonia, recordando con gratitud tu protección maternal, te encomiendo mi patria, las transformaciones sociales, económicas y políticas, que se producen en ella. Que el deseo del bien común supere el egoísmo y las divisiones. Que todos los que prestan un servicio público vean en ti a la humilde esclava del Señor, aprendan a servir y a reconocer las necesidades de sus compatriotas, como hiciste tú en Caná de Galilea, para que Polonia se convierta en una nación donde reinen el amor, la verdad, la justicia y la paz. Que sea glorificado en ella el nombre de tu Hijo» (4 de junio de 1997: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de junio de 1997, p. 9). Que así sea, y que Dios omnipotente os bendiga en vuestro ministerio pastoral en nuestra patria.



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