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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL QUINTO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA»


Jueves 21 de mayo de 1998

 

Querido cardenal Maida;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Con ocasión de vuestra visita ad limina, doy la bienvenida con gran alegría al quinto grupo de obispos de Estados Unidos, de los Estados de Michigan y Ohio. Vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo brinda una nueva oportunidad de reflexionar en el testimonio que dieron usque ad sanguinis effusionem, y expresa el profundo vínculo de comunión que existe entre los obispos y el Sucesor de Pedro. Por eso, estos días son un tiempo de reflexión sobre vuestro ministerio episcopal y vuestra especial responsabilidad ante Cristo por el bien de su cuerpo, la Iglesia. Ojalá que el ejemplo de los primeros testigos y su intercesión sean fuente de fuerza para vosotros en la predicación del Evangelio, teniendo presentes las palabras de san Pablo a Timoteo: «El fin de este mandato es la caridad que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera» (1 Tm 1, 5).

En esta serie de visitas ad limina, he elegido reflexionar en las oportunidades que brinda el gran jubileo del año 2000 para la evangelización, a la luz de la gracia extraordinaria que fue y es el concilio Vaticano II. Durante mi último encuentro con los obispos de vuestro país, me referí al carácter apostólico distintivo del ministerio episcopal y a su importancia para la renovación espiritual de la comunidad cristiana. Hoy deseo hablar de la identidad y la misión de los sacerdotes, vuestros colaboradores en la tarea de santificación del pueblo de Dios y de transmisión de la fe (cf. Lumen gentium, 28). Pienso con inmensa gratitud en todos vuestros sacerdotes, cuya vida está profundamente marcada por la fidelidad a Cristo y la entrega generosa a sus hermanos. Al igual que sus hermanos en la vida consagrada, a la que espero dedicar una futura reflexión en esta serie, son fundamentales para la renovación que el Espíritu Santo fomenta continuamente en la Iglesia.

2. Hace dos años celebré el 50 aniversario de mi ordenación sacerdotal, y puedo decir con verdad que mi experiencia del sacerdocio ha sido fuente de gran alegría para mí a lo largo de estos años. Reflexionando sobre el sacerdocio en Don y misterio, puse de relieve dos verdades esenciales. La vocación sacerdotal es un misterio de elección divina y, por tanto, un don que trasciende infinitamente a la persona. Al considerar el pasado, recuerdo constantemente las palabras de Jesús a sus Apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). El sacerdote, meditando estas palabras, cobra mayor conciencia de la elección misteriosa que Dios ha hecho al llamarlo a este servicio, no por sus talentos o méritos, sino en virtud de «la determinación de Dios y de la gracia que nos dio» (cf. 2 Tm 1, 9).

Es vital para la vida de la Iglesia en vuestras diócesis que prestéis mucha atención a vuestros sacerdotes y a la calidad de su vida y de su ministerio. Con vuestra palabra y vuestro ejemplo debéis recordarles constantemente que el sacerdocio es una vocación especial que consiste en configurarse de modo único a Cristo, el sumo Sacerdote, el maestro, santificador y pastor de su pueblo, mediante la imposición de las manos y la invocación del Espíritu Santo en el sacramento del orden sagrado. No se trata de una carrera ni significa pertenecer a una casta clerical. Por esa razón, «el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo y de la Iglesia de un modo nuevo y específico, y esto lo compromete totalmente en la actividad pastoral» (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros,  6). Así pues, toda la vida del sacerdote se transforma, a fin de que pueda ser Cristo para los demás: un signo convincente y eficaz de la presencia amorosa y salvífica de Dios. Debe vivir el sacerdocio como una entrega total de sí mismo al Señor. Y para que este don sea auténtico, sus pensamientos, sus actitudes, su actividad y sus relaciones con los demás deben mostrar completamente que él reproduce «la mente del Señor» (1 Co 2, 16). Como san Pablo, debe ser capaz de decir: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2, 20). Tenemos que reconocer con gratitud los signos de una genuina renovación de la espiritualidad del sacerdocio, y favorecer un nuevo florecimiento de la auténtica tradición teológica de la vida sacerdotal donde se haya oscurecido.

3. Si los obispos y los sacerdotes quieren ser testigos verdaderamente eficaces de Cristo y maestros de la fe, tienen que ser hombres de oración como Cristo mismo. El sacerdote sólo puede cumplir su misión si se dirige con frecuencia y confianza a Dios, buscando la guía del Espíritu Santo. Los sacerdotes, y los seminaristas que se preparan para el sacerdocio, necesitan ser conscientes de que existe «una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio» (Pastores dabo vobis, 24). Todo sacerdote está llamado a desarrollar una gran familiaridad personal con la palabra de Dios, para que pueda entrar cada vez más en el pensamiento del Maestro y afianzar la adhesión al Señor, su modelo sacerdotal y su guía (cf. Catequesis del 2 de junio de 1993, n. 4). Una vida de oración intensa da el don de sabiduría, con el que «el Espíritu lleva al sacerdote a valorar cada cosa a la luz del Evangelio, ayudándole a leer en los acontecimientos de su propia vida y de la Iglesia el misterioso y amoroso designio del Padre» (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1998, n. 5: L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de abril de 1998, p. 4).

En una época que exige mucho tiempo y energías por parte del sacerdote, es importante subrayar que uno de sus primeros deberes es el de orar por el pueblo que se le ha encomendado. Este es su privilegio y su responsabilidad, pues ha sido ordenado con el fin de representar a su pueblo ante el Señor e interceder en su favor ante el trono de gracia (cf. Catequesis del 2 de junio de 1993, n. 5). A este respecto, quisiera poner de relieve una vez más la importancia que tiene en la vida sacerdotal rezar fielmente todos los días la liturgia de las Horas, la oración pública de la Iglesia. Mientras que los fieles están invitados a participar en esta oración, siguiendo la recomendación de Cristo a orar siempre sin desfallecer (cf. Lc 18, 1), los sacerdotes han recibido la misión especial de celebrar el Oficio divino, en el que Cristo mismo ora con nosotros y por nosotros (cf. Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1984, n. 5). En efecto, orar por las necesidades de la Iglesia y de cada fiel es tan importante, que habría que pensar seriamente en reorganizar la vida sacerdotal y parroquial a fin de asegurar que los sacerdotes tengan tiempo para dedicarse a esta tarea esencial, de forma individual y en comunidad. La oración litúrgica y la personal, y no las tareas de administración, deben marcar el ritmo de la vida del sacerdote, incluso en la parroquia más activa.

4. La celebración de la Eucaristía es el momento más importante del día para el sacerdote, el centro de su vida. Al ofrecer el sacrificio de la misa, en el que se hace presente y se renueva el sacrificio único de Cristo hasta que vuelva, el sacerdote asegura que se siga realizando la obra de redención (cf. Presbyterorum ordinis, 13). De este sacrificio único saca su fuerza todo el ministerio del sacerdote (cf. ib., 2), y el pueblo de Dios recibe la gracia para vivir una vida verdaderamente cristiana en la familia y en la sociedad. Es importante que los obispos y los sacerdotes no pierdan de vista el valor intrínseco de la Eucaristía, valor que es independiente de las circunstancias en las que tiene lugar su celebración. Por este motivo, es preciso alentar a los sacerdotes a celebrar la misa todos los días, incluso cuando no hay asamblea, puesto que se trata de un acto de Cristo y de la Iglesia (cf. ib., 13; Código de derecho canónico, c. 904).

Para que la Eucaristía pueda producir plenamente su gracia en la vida de vuestras comunidades, también es necesario prestar especial atención a la promoción del sacramento de la penitencia. Los sacerdotes son testigos especiales y ministros de la misericordia de Dios. En ningún otro momento pueden estar tan cerca de los fieles, como cuando los guían a Cristo crucificado que perdona en este encuentro tan personal (cf. Redemptor hominis, 20). Ser ministros del sacramento de la reconciliación es un privilegio especial para el sacerdote que, actuando en la persona de Cristo, puede participar de un modo singular en el drama de otra vida cristiana. Los sacerdotes deben estar siempre dispuestos a escuchar las confesiones de los fieles, y hacerlo de forma que permita al penitente explicar y meditar su situación particular a la luz del Evangelio. Esta tarea fundamental del ministerio pastoral, dirigida a intensificar la unión de cada persona con el Padre misericordioso, es una dimensión vital de la misión de la Iglesia. Debería ser tema de estudio y reflexión en los encuentros de sacerdotes y en los cursos de formación permanente. Alejarse del sacramento de la penitencia es alejarse de una forma insustituible de encuentro con Cristo. Por eso, los sacerdotes deberían recibir regularmente este sacramento, con espíritu de fe y devoción genuinas. De esa forma, se afianza la conversión constante del sacerdote al Señor, y los fieles ven más claramente que la reconciliación con Dios y la Iglesia es necesaria para una auténtica vida cristiana (cf. Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 53).

5. Los sacerdotes, como maestros de la fe, desempeñan un papel directo al responder al gran desafío de la evangelización que afronta la Iglesia, en el umbral del tercer milenio cristiano. El Evangelio que predicamos es la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre la condición humana: los hombres de nuestro tiempo quieren escuchar esta verdad en toda su plenitud. Por eso, la homilía dominical exige una cuidadosa preparación por parte del sacerdote, que tiene la responsabilidad personal de señalar a los fieles la fuente de la luz evangélica que puede iluminar el camino de los individuos y las sociedades (cf. Catequesis del 21 de abril de 1993, n. 5). El Catecismo de la Iglesia católica es un excelente recurso para la predicación, y al usarlo, los sacerdotes ayudarán a sus comunidades a profundizar en el conocimiento del misterio cristiano en toda su inagotable riqueza y, por tanto, a arraigarse en la verdadera santidad y a fortalecerse para el testimonio y el servicio (cf. Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1993, n. 2: L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de marzo de 1993, p. 1).

La parroquia es una «familia de familias », y debería organizarse para apoyar la vida familiar de todos los modos posibles. Mi propia experiencia de joven sacerdote en Cracovia me enseñó que la asistencia que los sacerdotes pueden brindar a las parejas de jóvenes que se preparan para las responsabilidades de la vida conyugal es también de gran utilidad para su propia espiritualidad sacerdotal. Los sacerdotes están llamados a una forma única de paternidad espiritual, y pueden llegar a apreciar más profundamente el significado de ser un «hombre para los demás» mediante su servicio pastoral a quienes se esfuerzan por vivir las exigencias del amor abnegado y fecundo en el matrimonio cristiano.

Es tarea del sacerdote guiar a los fieles a la madurez espiritual en Cristo, para que puedan responder a la llamada a la santidad y cumplir su vocación de transformar el mundo según el espíritu del Evangelio (cf. Christifideles laici, 36). Al colaborar estrechamente con los laicos, los sacerdotes han de alentarlos a considerar el Evangelio como la principal fuerza de renovación de la sociedad, del vasto y complejo mundo de la política y la economía, pero también del mundo de la cultura, de la ciencia y de las artes, de la vida internacional y de los medios de comunicación social (cf. Evangelii nuntiandi, 70). El sacerdote no necesita ser experto en todo, pero debe ser experto en el discernimiento de los «carismas superiores», que el Espíritu Santo derrama abundantemente para la edificación del Reino (cf. 1 Co 12, 31), y debe ayudar a su pueblo a usar estos dones para favorecer la civilización del amor.

6. El obispo no puede menos de participar personalmente en la promoción de las vocaciones al sacerdocio, y debe animar a toda la comunidad de fe a desempeñar un papel activo en esta tarea. «Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana» (Pastores dabo vobis, 39). La experiencia enseña que cuando se hace la invitación, la respuesta es generosa. El contacto pastoral del sacerdote con los jóvenes, su cercanía a ellos en sus problemas, y su actitud de apertura, benevolencia y disponibilidad, forman parte de un auténtico ministerio para la juventud. El sacerdote es un verdadero guía espiritual cuando ayuda a los jóvenes a tomar decisiones importantes relacionadas con su vida, y, especialmente, cuando les ayuda a responder a la pregunta: ¿qué quiere Cristo de mí? Es preciso hacer mucho más para asegurar que todos los sacerdotes estén convencidos de la importancia fundamental de este aspecto del ministerio. En la promoción y el discernimiento de las vocaciones sacerdotales, es insustituible la presencia del sacerdote comprometido, maduro y feliz, con el que los jóvenes pueden reunirse y hablar.

7. Como obispos, debéis explicar a los fieles por qué la Iglesia no tiene autoridad para conferir a mujeres el sacerdocio ministerial, y, a la vez, aclarar por qué no se trata de una cuestión de igualdad de las personas o de los derechos que Dios les dio. Dios otorga el sacramento del orden sagrado y el sacerdocio ministerial como un don, en primer lugar a la Iglesia, y luego a la persona llamada por él. Por eso, nadie puede reclamar jamás la ordenación sacerdotal como un derecho; a nadie se le «debe» el orden sagrado dentro de la economía de la salvación. Por último, este discernimiento corresponde a la Iglesia, a través del obispo. Y la Iglesia ordena solamente sobre la base de dicho discernimiento eclesial y episcopal.

La enseñanza de la Iglesia según la cual únicamente los varones pueden recibir la ordenación sacerdotal es expresión de fidelidad al testimonio del Nuevo Testamento y a la tradición constante de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente. El hecho de que Jesús mismo haya elegido y designado a varones para ciertas tareas específicas no disminuye en absoluto la dignidad humana de las mujeres, que claramente quiso destacar y defender; al hacerlo, no relegó a las mujeres a un papel meramente pasivo en la comunidad cristiana. El Nuevo Testamento muestra que las mujeres desempeñaron un papel fundamental en la Iglesia primitiva. El testimonio del Nuevo Testamento y la tradición constante de la Iglesia nos recuerdan que el sacerdocio ministerial no puede entenderse con categorías sociológicas o políticas, como un asunto de ejercicio de «poder» dentro de la comunidad. El sacerdocio del orden sagrado tiene que comprenderse teológicamente, como una forma de servicio en la Iglesia y para la Iglesia. Este servicio asume muchas formas, como son muchos los dones que da el mismo Espíritu (cf. 1 Co 12, 4-11).

Las Iglesias, en particular la católica y la ortodoxa, que sitúan la sacramentalidad en el centro de la vida cristiana, y la Eucaristía en el centro de la sacramentalidad, están convencidas de que no tienen autoridad para conferir a mujeres el sacerdocio ministerial. Por el contrario, las comunidades cristianas cuanto más se alejan de una comprensión sacramental de la Iglesia, de la Eucaristía y del sacerdocio, tanto más fácilmente confieren una responsabilidad ministerial a las mujeres. Se trata de un fenómeno que deben analizar más profundamente los teólogos, en colaboración con los obispos. Al mismo tiempo, es indispensable que sigáis prestando atención a toda la cuestión del modo en que se fomentan, se acogen y se aprovechan los dones específicos de las mujeres en la comunidad eclesial (cf. Carta a las mujeres, 11-12). El «genio» de las mujeres debe ser cada vez más una fuerza vital de la Iglesia del próximo milenio, precisamente como lo fue en las primeras comunidades de discípulos de Jesús.

8. Queridos hermanos en el episcopado, a través de vosotros quisiera llegar a todos los sacerdotes de Estados Unidos, a fin de agradecerles la santidad de su vida y su celo incansable por ayudar a los fieles a experimentar el amor salvífico de Dios. El testimonio alegre y responsable de vuestros sacerdotes contribuye de modo admirable a la vitalidad de la Iglesia en vuestras diócesis. Os invito a vosotros, al igual que a ellos, a renovar todos los días vuestro amor al sacerdocio y a ver siempre en él la perla de gran valor por la que el hombre sacrificar á todo lo demás (cf. Mt 13, 45). Pido a Dios en mis oraciones especialmente por quienes están afrontando dificultades en €su vocación, y encomiendo sus inquietudes y preocupaciones a la intercesión de María, Madre del Redentor.

Dado que hoy celebramos la solemnidad de la Ascensión, nos alegramos por la gloria del Señor a la diestra del Padre y esperamos la próxima fiesta de Pentecostés. Invoco una nueva efusión del Espíritu Santo sobre vosotros así como sobre los sacerdotes, los religiosos y los laicos de vuestras diócesis. El Paráclito, que guía a la Iglesia en la tarea de la evangelización, renueve sus siete dones en vuestro corazón, para que améis y sirváis, con total fidelidad, a las Iglesias particulares encomendadas a vuestra solicitud. Con mi bendición apostólica.



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