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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN CONGRESO ORGANIZADO EN ROMA
POR LA ACADEMIA DIPLOMÁTICA INTERNACIONAL*


Viernes 13 de noviembre de 1998

 

Queridos amigos:

1. Me alegra acogeros al término de vuestro congreso sobre: «Veinte años de diplomacia pontificia bajo Juan Pablo II». Quisiera, ante todo, dar las gracias a los organizadores de este encuentro: la Academia diplomática internacional y el Instituto europeo para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, así como a los diferentes ponentes, que han presentado análisis de conjunto acerca de la actividad diplomática de la Santa Sede o que han abordado cuestiones particulares relacionadas con situaciones precisas y a menudo delicadas en el ámbito de las negociaciones. Esta iniciativa es el signo de la atención que prestáis a la Santa Sede y a su acción en todo el mundo. Deseo que vuestras provechosas jornadas de trabajo sean una ocasión para que numerosas personas descubran y profundicen los diferentes aspectos de la misión diplomática del Papa y de la Santa Sede.

Vuestro congreso se inscribe en la celebración del vigésimo aniversario del pontificado del Papa que os acoge en este momento. Habéis querido reflexionar en una dimensión importante y original de su ministerio pastoral: su participación activa en la vida diplomática. El Papa es el Siervo de los siervos de Dios, el siervo del Dios de la historia, que creó el mundo para que el ser humano viviera en él; no para abandonarlo a su suerte, sino para guiarlo hacia su realización plena; también es el siervo del hombre.

El Señor transmitió a la Iglesia su amor al hombre. Por eso, según una larga tradición y según los principios internacionales, el Siervo de los siervos de Dios cumple su misión diplomática como un servicio concreto a la humanidad, en el marco de su ministerio pastoral. Así, la Santa Sede quiere dar a todos los hombres y a todos los pueblos una contribución específica, para ayudarles a realizar cada vez mejor su destino, en paz y concordia, con vistas al bien común y al desarrollo integral de las personas y los pueblos.

2. Vuestro congreso ha analizado los últimos veinte años de este siglo y milenio, durante los cuales hemos sido testigos de numerosos cambios, signo del deseo profundo de vivir en libertad, conquistada con frecuencia a costa de grandes sacrificios, pero signo también de profunda inquietud y viva esperanza.

La diplomacia, unas veces precursora y protagonista, y otras limitándose a seguir y aprobar los cambios ya realizados, atraviesa un período de transición. En nuestros días, ya no afronta enemigos; partiendo de oportunidades comunes, se esfuerza por aceptar los desafíos de la globalización y por eliminar las amenazas que no dejan de presentarse a escala mundial. En efecto, los diplomáticos de hoy no necesitan tratar en primer lugar cuestiones relativas a la soberanía territorial, las fronteras y los territorios, aunque en algunas regiones estas cuestiones aún no han sido resueltas. Los nuevos factores de desestabilización son la pobreza extrema, los desequilibrios sociales, las tensiones étnicas, la degradación ambiental y la falta de democracia y respeto a los derechos del hombre; por otra parte, los factores de integración ya no pueden apoyarse simplemente en un equilibrio de fuerzas, ni en la disuasión nuclear o militar, ni en el acuerdo entre los gobiernos.

3. Así se comprende mejor por qué la única finalidad de la diplomacia pontificia es promover, extender a todo el mundo y defender la dignidad del hombre y todas las formas de convivencia humana, que abarcan desde la familia, el puesto de trabajo, la escuela, la comunidad local, hasta la vida regional, nacional e internacional. Participa activamente, según sus modalidades propias, en la traducción a formas jurídicas de los valores y los ideales sin los cuales la sociedad se dividiría. Pero, sobre todo, se esfuerza por lograr que el consenso sobre los principios fundamentales pueda concretarse en la vida nacional e internacional. Actúa con la convicción de que, para garantizar la seguridad y la estabilidad de las personas y de los pueblos, hay que lograr aplicar los diferentes aspectos del derecho humanitario a todos los pueblos, sin distinción, incluso en el campo de la seguridad, según el principio de la justicia distributiva. En todo el mundo, la Iglesia tiene el deber de hacer oír su voz, para que todos perciban la voz de los pobres como una llamada fundamental a la comunión y a la solidaridad. La solicitud del Sucesor de Pedro y de las Iglesias particulares distribuidas por todo el mundo busca el bien espiritual, moral y material de todos. La vida diplomática se funda en los principios éticos que sitúan a la persona humana en el centro de los análisis y las decisiones, y que reconocen la dignidad de todo ser humano y de todo pueblo, puesto que cada uno tiene derecho inalienable a una vida digna, en razón de su naturaleza. Ya recordé en otra ocasión que, «si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (Centesimus annus, 46).

No es aceptable que se mantengan indefinidamente algunas diferencias entre los continentes, por razones políticas y económicas. Los diplomáticos y los gobernantes de las naciones deben esforzarse para que se privilegien los aspectos éticos en los procesos en que se toman decisiones, en todos los niveles. Desde este punto de vista, los diplomáticos, al estar en contacto con la realidad diaria que viven los pueblos, que ellos descubren y aprenden a conocer y amar, deben dar cuenta del desamparo de las personas y los pueblos oprimidos por situaciones que los superan, pues estas últimas están relacionadas con los sistemas internacionales, cada vez más duros para los países en vías de desarrollo.

La Sede apostólica, como es normal, realiza su actividad diplomática ante los Gobiernos, las organizaciones internacionales y los centros de decisión que se multiplican en la sociedad actual y, al mismo tiempo, se dirige a todos los protagonistas de la vida internacional, personas o grupos, para suscitar el consenso, la buena voluntad y la colaboración en lo que atañe a las grandes causas del hombre.

En particular, la diplomacia pontificia se apoya en la unidad que existe dentro de la Iglesia católica, presente en casi todos los países del mundo. La comunión que asegura las relaciones entre las diferentes Iglesias particulares y el Obispo de Roma, además de ser un principio eclesiológico imprescriptible, constituye también una riqueza internacional.

Agradeciéndoos vuestra contribución a la reflexión sobre los criterios que guían la diplomacia de la Sede apostólica, con vuestras investigaciones y con la documentación propuesta, os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos vuestros seres queridos.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 47, p.15.

 



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