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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO


Viernes 30 de octubre de 1998

 

Querido cardenal Arinze;
eminencias;
queridos hermanos en el episcopado;
hermanos y hermanas en Cristo:

1. Me alegra tener esta oportunidad de saludaros a vosotros, miembros, consultores y personal del Consejo pontificio para el diálogo interreligioso, con ocasión de vuestra asamblea plenaria. Nos encontramos hoy en el marco del ya inminente gran jubileo del año 2000, un momento especial de gracia y alegría en el que toda la Iglesia elevará una gran oración de alabanza y acción de gracias al Padre por el inestimable don de la redención, que Cristo nos conquistó con su encarnación, su muerte y su resurrección.

Pronto entraremos en el tercer año, el último, de la preparación inmediata para este acontecimiento único en la historia de la salvación, un año durante el cual centraremos nuestra atención en la persona de Dios Padre, por el que Jesucristo fue enviado y al que regresó (cf. Jn 16, 28). Uno de los objetivos particulares de este último año de preparación, como subrayé en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, es ensanchar los horizontes de los creyentes, para que toda la vida cristiana pueda verse «como una gran peregrinación hacia la casa del Padre», un viaje de fe, que «afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera» (n. 49).

2. Para lograr correctamente este «ensanchamiento de horizontes», es necesaria una conversión del corazón, una metanoia, que muy oportunamente ha sido objeto de vuestras reflexiones durante estos días. En efecto, el corazón humano es el punto de partida de este viaje interior, y desempeña un papel especial en todo diálogo religioso. Por eso, vuestras discusiones persiguen un fin muy importante. Ayudarán a la Iglesia a comprometerse de modo cada vez más pleno y eficaz en el diálogo con nuestros hermanos y hermanas de las diferentes tradiciones religiosas, especialmente con los musulmanes y, siguiendo las directrices de la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos, celebrada recientemente, con los seguidores del hinduismo, el budismo, el sintoísmo, y con los modos de pensar y vivir que ya estaban arraigados en Asia antes de la llegada del Evangelio a esas tierras.

Vuestras reflexiones se han situado de modo apropiado en el marco global del «diálogo de espiritualidad y espiritualidad del diálogo», continuación y profundización del tema de vuestra última asamblea plenaria. En efecto, no puede haber auténtica y duradera conversión del corazón sin espíritu de oración.

«La oración es el vínculo que nos une de forma más eficaz, pues en ella se realiza el encuentro de los creyentes cuando se superan desigualdades, incomprensiones, rencores y hostilidades; es decir, cuando se encuentran en Dios, Señor y Padre de todos» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1992, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1991, p. 21). De esa forma podemos apreciar también la importancia de las comunidades cristianas de oración, especialmente las contemplativas, en las sociedades multirreligiosas. Además de testimoniar la buena nueva de Jesucristo, esas comunidades se convierten en puentes de fraternidad y solidaridad, fomentando un diálogo y una cooperación fecundos entre los cristianos y los seguidores de las demás religiones.

3. Nos hallamos en el umbral de un nuevo milenio, que se abre con el desafío planteado a la Iglesia de recoger los copiosos frutos de las semillas sembradas por el concilio Vaticano II. Con los padres conciliares, os exhorto a vosotros y a todos los hijos e hijas de la Iglesia a que, «con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcáis, guardéis y promováis aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que se encuentran en ellos» (Nostra aetate, 2). De este modo, la Iglesia estará atenta a la obra del Espíritu en el corazón de los demás creyentes, y seremos capaces de construir sobre los logros del pasado, consolidar los esfuerzos actuales y animar la futura cooperación entre todos los que buscan la verdad trascendente.

Invocando sobre vosotros la intercesión de María, Reina de los Apóstoles, de corazón os imparto mi bendición apostólica.

 



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