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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
AL CARDENAL EDWARD IDRIS CASSIDY
CON MOTIVO DEL XIII ENCUENTRO INTERNACIONAL"HOMBRES Y RELIGIONES"

 

Al venerado hermano
Cardenal Edward I. CASSIDY
Presidente del Consejo pontificio
 para la promoción de la unidad de los cristianos

Me es particularmente grato encomendarle, señor cardenal, la misión de transmitir mi estima y mi saludo a los ilustres representantes de las Iglesias y comunidades cristianas y de las grandes religiones mundiales reunidos este año en Lisboa, con ocasión del XIII Encuentro internacional sobre el tema:  "Océanos de paz. Confrontación de religiones y culturas".

Me viene a la memoria aquella ocasión del año 1986, cuando, por primera vez, hombres y mujeres de religiones diversas se reunieron para pedir a Dios por la paz precisamente en la colina de Asís, marcada por el testimonio de san Francisco. Aquel acontecimiento no podía quedar aislado. En efecto, tenía una fuerza espiritual impresionante:  era como una fuente de la que comenzaban a brotar nuevas energías de paz. Por eso he deseado que el "espíritu de Asís" no se extinguiera, sino que se extendiera por todo el mundo, suscitando por doquier nuevos testigos de paz y de diálogo. En efecto, este mundo, afectado por numerosos conflictos, incomprensiones y prejuicios, tiene gran necesidad de paz y de diálogo.

Por eso, quisiera agradecer de modo particular a la Comunidad de San Egidio el entusiasmo y la valentía espiritual con que ha sabido acoger el mensaje de Asís y llevarlo a muchos lugares del mundo a través de los encuentros de hombres de diversas religiones. Recuerdo el encuentro de Bucarest, en 1998, que tuvo tanto eco en Rumanía, donde, durante mi visita apostólica, oí el grito de la gente, repetido insistentemente:  "¡Unidad, unidad!". Sí, queridos hermanos y hermanas cristianos, esa unidad sigue siendo para nosotros un compromiso prioritario. Miremos con esperanza el siglo que ha comenzado, porque ―como escribí en la encíclica Ut unum sint― "la larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la fuente de su unidad que es Jesucristo" (n. 22).

Estoy convencido de que el "espíritu de Asís" constituye un don providencial para nuestro tiempo. En la diversidad de las expresiones religiosas, reconocidas lealmente como tales, el hecho de estar juntos manifiesta también visiblemente la aspiración a la unidad de la familia humana. Todos debemos caminar hacia esa meta única. Recuerdo que, siendo un joven obispo en el concilio Vaticano II, también yo firmé la declaración Nostra aetate, con la que empezó una fructífera relación entre la Iglesia católica, el judaísmo, el islam y las demás religiones. Esa declaración conciliar afirma que la Iglesia, "en su misión de fomentar la unidad y la caridad entre los hombres y también entre los pueblos, considera aquí, ante todo, aquello que tienen en común y les conduce a la mutua solidaridad" (n. 1).

El diálogo entre las religiones debe tender a esa meta, y por ella debe trabajar. Hoy, gracias a Dios, este diálogo ya no es sólo un anhelo; ha llegado a ser una realidad, aunque aún es largo el camino que queda por recorrer. ¡Cómo no dar gracias al Señor por el don de esta apertura recíproca, que augura una comprensión más profunda entre la Iglesia católica y el judaísmo, precisamente mientras siguen tan vivos en mí los inolvidables recuerdos de mi peregrinación a Tierra Santa! Pero el camino de encuentro con el islam, con las religiones orientales y con las grandes culturas del mundo contemporáneo también ha producido frutos significativos. Al comienzo del nuevo milenio no debemos frenar el paso; por el contrario, es necesario apresurarlo por este camino prometedor.

Sabéis muy bien que el diálogo no ignora las diferencias reales, pero tampoco anula la condición común de peregrinos hacia un cielo nuevo y una tierra nueva. Además, el diálogo invita a todos a fortalecer la amistad que no separa y no confunde. Todos debemos ser más audaces por este camino, para que los hombres y las mujeres de nuestro mundo, independientemente del pueblo al que pertenezcan y de sus creencias, descubran que son hijos del único Dios y hermanos y hermanas entre sí.

Hoy estáis en Lisboa, en la costa del océano Atlántico, y vuestra mirada se dirige hacia los pueblos y las culturas del mundo. Lisboa es la primera etapa de vuestro camino común en este nuevo siglo. Por eso, le agradezco a usted, señor patriarca José da Cruz Policarpo, el haber acogido con toda su Iglesia esta peregrinación. A través de usted saludo a los hermanos en el episcopado y a todo el querido pueblo portugués, con el que tuve ocasión de encontrarme durante mi reciente peregrinación a Fátima.

Son numerosos los problemas que ensombrecen el horizonte del mundo. Pero la humanidad busca nuevos equilibrios de paz. Como escribí con ocasión del Encuentro "Hombres y religiones" celebrado en Milán en 1993, "es necesario y urgente recuperar el gusto y el deseo de caminar juntos para construir un mundo más solidario, superando intereses particulares de grupo, etnia o nación. A este respecto, es muy importante el papel que pueden desempeñar las religiones. Aunque poseen pocos medios humanos, encierran la aspiración universal, que tiene su raíz en la relación sincera con Dios" (Mensaje al cardenal Edward I. Cassidy:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de octubre de 1993, p. 8).

Confiándole a usted, señor cardenal Edward I. Cassidy, mi mensaje para los participantes en el Encuentro de Lisboa, a quienes renuevo mi cordial saludo, invoco sobre todos los presentes las bendiciones de Dios omnipotente. Que con su ayuda los hombres y las mujeres de todos los pueblos de la tierra prosigan con renovada decisión por el camino de la paz y de la comprensión mutua.

Vaticano, 21 de septiembre de 2000

JUAN PABLO II

 



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