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PALABRAS DEL PAPA JUAN PABLO II
AL FINAL DEL REZO DEL SANTO ROSARIO CON LOS OBISPOS

Sábado 7 de octubre de 2000

 

1. Al final de este intenso momento de oración mariana, deseo dirigiros a todos vosotros, amadísimos hermanos en el episcopado, un cordial saludo, que extiendo de corazón a los numerosos fieles presentes con nosotros esta tarde aquí, en la plaza de San Pedro, o en conexión con nosotros mediante la radio y la televisión.

Reunidos en Roma con ocasión del jubileo de los obispos, en el primer sábado del mes de octubre no podíamos menos de orar juntos ante la Virgen, que  el pueblo de Dios venera en este día con el titulo de Reina del Santo Rosario.

En particular, nuestra oración de esta tarde se coloca a la luz del mensaje de Fátima, cuyo contenido facilita nuestra reflexión sobre la historia del siglo XX. Contribuye felizmente a reforzar esta perspectiva espiritual la presencia entre nosotros de la venerada imagen de la Virgen de Fátima, que tengo la alegría de acoger de nuevo en el Vaticano, en el marco solemne de tantos hermanos míos en el episcopado y de tantos sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, que se han reunido esta tarde en esta plaza.

2. Hemos meditado en los misterios gloriosos. Desde el cielo, a donde el Señor la elevó, María no deja de orientar nuestra mirada a la gloria de Cristo resucitado, en el que se revela la victoria de Dios y de su designio de amor sobre el mal y sobre la muerte. Como obispos, partícipes de los sufrimientos y de la gloria de Cristo (cf. 1 P 5, 1), somos los primeros testigos de esta victoria, fundamento de esperanza segura para cada persona y para todo el género humano.

Jesucristo, el Resucitado, nos ha enviado a todo el mundo a anunciar su Evangelio de salvación, y desde Jerusalén, en el arco de veinte siglos, este mensaje ha llegado a los cinco continentes. Esta tarde, nuestra oración ha reunido espiritualmente a toda la familia humana en torno a María, "Regina mundi".

3. En el marco del gran jubileo del año 2000, hemos querido expresar la gratitud de la Iglesia por la solicitud materna que María ha mostrado siempre por sus hijos, peregrinos en el tiempo. No hay siglo, no hay pueblo en el que ella no haya hecho sentir su presencia, llevando a los fieles, especialmente a los humildes y pobres, luz, esperanza y consuelo.

Mañana, al final de la concelebración eucarística, confiando en su solicitud materna, realizaremos de modo colegial nuestro "Acto de consagración" al Corazón inmaculado de María. Esta tarde, meditando juntos en los misterios gloriosos del santo rosario, nos hemos preparado interiormente para ese acto, poniéndonos en la actitud de los Apóstoles en el Cenáculo, reunidos con María en unánime y concorde oración.

Queridos hermanos, sobre cada uno de vosotros, y sobre vuestro ministerio, he invocado e invoco la especial intercesión de la Madre de la Iglesia. Que ella os asista siempre en vuestra tarea, ardua y entusiasmante, de llevar el Evangelio a todos los rincones de la tierra, para que todo hombre, comenzando por los humildes y los pobres, reciba la buena nueva de Cristo Salvador.

 



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