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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA GENERAL DE LOS DIRECTORES
NACIONALES DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Jueves 16 de mayo de 2002

 

1. El encuentro anual con vosotros, queridos directores nacionales, colaboradores y colaboradoras de las Obras misionales pontificias es para mí motivo de gran alegría.

La realidad misionera de la Iglesia constituye un fuerte estímulo a responder, con responsabilidad y clarividencia, a los desafíos del mundo actual. Frente a las dificultades y a las expectativas del tiempo presente, que interpelan nuestra fe, la Iglesia, con humilde valentía, señala como respuesta a Jesucristo, esperanza viva. La Iglesia es consciente de que "la evangelización misionera (...) constituye el primer servicio que (...) puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual" (Redemptoris missio, 2), revelando el amor de Dios, que se manifestó en el Redentor. Así, la comunidad de los creyentes avanza a lo largo de los siglos cumpliendo el mandato del Señor:  "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...), enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20).

¿No aseguró Jesús que estará con nosotros "todos los días hasta el fin del mundo"? (Mt 28, 20). Con la certeza de su palabra, los cristianos viven cada época como el "tiempo favorable" y el "día de la salvación" (cf. 2 Co 6, 2), ya que "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).

Y vuestra tarea, amadísimos hermanos y hermanas, consiste precisamente en ayudar a las comunidades eclesiales a responder a los dones del Espíritu y a colaborar activamente en la obra universal de la salvación.

2. En las jornadas que preceden a la asamblea general de las Obras misionales pontificias habéis reflexionado, aunque sea brevemente, en la necesidad de una adecuada formación del personal misionero y en el diálogo, hoy cada vez más necesario, con las demás religiones. Estáis convencidos de que esta formación no es "algo marginal, sino central en la vida cristiana" (Redemptoris missio, 83).

En efecto, es necesario educar a todos los miembros de la Iglesia, en los diversos niveles de responsabilidad, para cooperar juntos en la misión misma de Cristo. Es preciso que no falten vocaciones ad gentes, y obreros con diversas funciones en el vasto campo de la evangelización. Además, la actividad misionera jamás puede reducirse a simple promoción humana, a ayuda a los pobres y a liberación de los oprimidos. Aunque se debe intervenir valientemente en esos frentes, en colaboración con todas las personas de buena voluntad, la Iglesia tiene otra tarea primaria y específica:  hacer que todo hombre y toda mujer se encuentre con Cristo, único Redentor.

Por tanto, la actividad misionera debe preocuparse, antes que nada, por transmitir la salvación que Jesús realizó. Y, por otra parte, ¿quién mejor que vosotros puede testimoniar que los pobres tienen hambre ante todo de Dios, y no sólo de pan y de libertad? Cuando los creyentes en Cristo permanecen fieles a su misión, se convierten en instrumentos privilegiados de liberación global.

3. Pero la formación misionera requiere, en primer lugar, el testimonio evangélico. El verdadero misionero es el santo, y el mundo espera misioneros santos. Así, no basta dedicarse únicamente a la renovación de los métodos pastorales y de las estructuras, coordinando mejor las fuerzas eclesiales; no basta limitarse a investigar con mayor esmero las bases bíblicas y teológicas de la fe. Es indispensable suscitar un nuevo "ardor de santidad" entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, y especialmente entre los colaboradores más estrechos de los misioneros.

Quisiera reafirmar aquí, una vez más, la urgencia misionera ad gentes y ad vitam. Esta vocación "conserva toda su validez:  representa el paradigma del compromiso misionero de la Iglesia, que siempre necesita entregas radicales y totales, impulsos nuevos y valientes" (Redemptoris missio, 66).

Doy gracias al Señor por cuantos, al escuchar su voz, le responden con generosidad, aun conscientes de sus limitaciones, y se fían de sus promesas y de su ayuda. Sostenidos por la gracia divina, los misioneros —sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos— dedican a Cristo todas sus energías en tierras lejanas, a veces en medio de dificultades, incomprensiones, peligros e incluso persecuciones.

4. ¡Cómo no recordar con gratitud a los que, también en los últimos meses, han caído en la brecha con tal de permanecer fieles a su misión! Son obispos y sacerdotes, pero no faltan religiosos y religiosas, y muchos laicos. Son "los mártires y los testigos de la fe" de nuestro tiempo, que animan a todos los creyentes a servir al Evangelio con plena dedicación.

Elevo la oración a Dios por cada uno de ellos, a la vez que os encomiendo a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, en manos de María, Estrella de la evangelización, y de corazón os imparto una especial bendición apostólica, que extiendo a vuestros colaboradores y colaboradoras en el infatigable trabajo de animación, formación y cooperación misionera

 



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