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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA
DE LOS MINISTROS DEL INTERIOR DE LA UNIÓN EUROPEA*

Viernes 31 de octubre de 2003

 

Ilustres señores y amables señoras:

1. Os dirijo a todos un cordial saludo, con un pensamiento de gratitud en especial para el honorable Giuseppe Pisanu, quien con oportunas expresiones se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes.

He apreciado mucho el hecho de que, para la Conferencia de ministros del Interior de la Unión europea, se haya elegido como tema:  "El diálogo interreligioso, factor de cohesión social en Europa e instrumento de paz en el área mediterránea". Haber dado prioridad a este tema significa reconocer la importancia de la religión, no sólo para la defensa de la vida humana, sino también para la promoción de la paz.

"Las religiones dignas de este nombre —dije al inicio del año 1987 al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede—, las religiones abiertas de las que hablaba Bergson —que no son simples proyecciones de los deseos del hombre, sino una apertura y una sumisión a la voluntad trascendente de Dios, la cual se impone a toda conciencia—, permiten instaurar la paz. (...) Sin el respeto absoluto del hombre, fundado en una visión espiritual del ser humano, no existe paz" (n. 6:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 1987, p. 11).

2. Vuestra Conferencia se ha desarrollado desde la perspectiva del objetivo prioritario de los ministros del Interior de la Unión europea, que consiste en la construcción de un espacio de libertad, seguridad y justicia, en el que todos se sientan como en su casa. Esto implica la búsqueda de nuevas soluciones para los problemas relacionados con el respeto a la vida, el derecho de familia y la inmigración; problemas que no sólo deben considerarse desde la perspectiva europea, sino también en el marco del diálogo con los países del área mediterránea.

La anhelada cohesión social requerirá aún más la solidaridad fraterna que deriva de la conciencia de formar una sola familia de personas llamadas a construir un mundo más justo y fraterno. Esta conciencia ya estaba presente, en cierto modo, en las antiguas religiones de Egipto y Grecia, que tuvieron su cuna en el Mediterráneo, pero también, y sobre todo, en las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. A este propósito, no podemos por menos de constatar, con cierta tristeza, que los fieles de estas tres religiones, cuyas raíces históricas están en el Oriente Próximo, aún no han entablado entre sí una convivencia plenamente pacífica precisamente donde nacieron. Jamás serán demasiados los esfuerzos encaminados a crear las condiciones para un diálogo franco y una cooperación solidaria entre todos los creyentes en un único Dios.

3. En el seno de Europa, nacida del encuentro de diversas culturas con el mensaje cristiano, está aumentando, a causa de la inmigración, la presencia de varias tradiciones culturales y religiosas. No faltan experiencias de fructuosa colaboración, y los esfuerzos actuales con vistas a un diálogo intercultural e interreligioso hacen vislumbrar una perspectiva de unidad en la diversidad, que permite mirar con esperanza al futuro.

Esto no excluye un reconocimiento adecuado, también legislativo, de las tradiciones religiosas específicas en las que cada pueblo está arraigado, y con las que a menudo se identifica de modo peculiar. La garantía y la promoción de la libertad religiosa constituyen un "test" del respeto de los otros derechos y se realizan a través de la previsión de una adecuada disciplina jurídica para las diversas confesiones religiosas, como garantía de su identidad respectiva y de su libertad.

El reconocimiento del patrimonio religioso específico de una sociedad requiere el reconocimiento de los símbolos que lo distinguen. Si, en nombre de una incorrecta interpretación del principio de igualdad, se renunciara a expresar esa tradición religiosa y sus respectivos valores culturales, la fragmentación de las actuales sociedades multiétnicas y multiculturales podría transformarse fácilmente en un factor de inestabilidad y, por tanto, de conflicto. La cohesión social y la paz no pueden alcanzarse suprimiendo las peculiaridades religiosas de cada pueblo: este propósito, además de vano, resultaría poco democrático, porque es contrario al alma de las naciones y a los sentimientos de la mayoría de sus poblaciones.

4. Después de acontecimientos dramáticos como los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, también los representantes de numerosas religiones han multiplicado las iniciativas en favor de la paz. La Jornada de oración que promoví en Asís, el 24 de enero de 2002, concluyó con una declaración de los líderes religiosos presentes, definida por algunos "el decálogo de Asís". Nos comprometimos, entre otras cosas, a extirpar las causas del terrorismo, fenómeno que contrasta con el auténtico espíritu religioso; a defender el derecho de toda persona a una existencia digna según su propia identidad cultural y a formar libremente una familia; a mantenerse en el esfuerzo común por vencer el egoísmo y el abuso, el odio y la violencia, aprendiendo de la experiencia del pasado que la paz sin la justicia no es verdadera paz.

A los representantes de las religiones presentes en Asís les expresé mi convicción de que "Dios mismo ha puesto en el corazón humano un estímulo instintivo a vivir en paz y armonía. Es un anhelo más íntimo y tenaz que cualquier instinto de violencia" (Discurso al final del acto de presentación de los testimonios por la paz, 24 de enero de 2002, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 2002, p. 6). Por eso, "las tradiciones religiosas poseen los recursos necesarios para superar las divisiones y fomentar la amistad recíproca y el respeto entre los pueblos. (...) Quien utiliza la religión para fomentar la violencia contradice su inspiración más auténtica y profunda" (ib., n. 4).

5. A pesar de que se han producido a veces fracasos en las iniciativas de paz, es preciso seguir esperando. El diálogo en todos los niveles —económico, político, cultural y religioso— dará sus frutos. La confianza de los creyentes se funda no sólo en los recursos humanos, sino también en Dios omnipotente y misericordioso. Él es la luz que ilumina a todo hombre. Todos los creyentes saben que la paz es don de Dios y tiene en él su verdadero manantial. Sólo él puede darnos la fuerza para afrontar las dificultades y perseverar en la esperanza de que el bien triunfará.

Con estas convicciones, que sé que compartís, deseo pleno éxito para los trabajos de la Conferencia e invoco sobre todos la bendición de Dios omnipotente.

 


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.45, p.6.

 



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