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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A UNA DELEGACIÓN DE LA UNIVERSIDAD DE OPOLE (POLONIA)


Martes 17 de febrero de 2004

 

Excelencia;
señor rector magnífico;
ilustres señores y señoras:
 

Agradezco mucho la benevolencia que me manifestáis con vuestra visita al Vaticano y también con la concesión del título de doctor honoris causa de vuestra universidad. Este acto tiene para mí una elocuencia muy particular, dado que coincide con el décimo aniversario de fundación de la Universidad de Opole. El próximo día 10 de marzo se cumplirán diez años de la histórica unificación de la Escuela superior de pedagogía y del Instituto teológico pastoral, que dio inicio a la Universidad de Opole con la facultad de teología. Cuando acepté la institución de esa facultad y su inserción en las estructuras de una universidad estatal, era consciente de que el nacimiento de ese ateneo era muy importante para la ciudad de Opole. Me alegra que en el arco de este decenio la Universidad se haya desarrollado y convertido en un centro de investigación dinámico, donde miles de jóvenes pueden adquirir la ciencia y la sabiduría.

Doy gracias a Dios porque la Universidad —como ha dicho el arzobispo— coopera con la Iglesia en la obra de integración de la sociedad de Opole. Sé que lo está haciendo del modo que le corresponde. Si la Iglesia estimula los procesos de unificación basados en la fe común, en los valores espirituales y morales comunes, en la misma esperanza y en la misma caridad, que sabe perdonar, la Universidad, por su parte, posee para este fin medios propios, de particular valor, que, aun creciendo en el mismo fundamento, tienen una índole diversa; se podría incluso decir que tienen una índole más universal. Dado que esos medios se fundan en la profundización del patrimonio de la cultura, del tesoro del saber nacional y universal, y en el desarrollo de diversas ramas de la ciencia, no sólo son accesibles a quienes comparten la misma fe, sino también a quienes tienen convicciones diferentes. Eso tiene gran importancia. En efecto, no podemos concebir la integración de la sociedad en el sentido de una anulación de las diferencias, de una unificación del modo de pensar, del olvido de la historia —a menudo marcada por acontecimientos que creaban divisiones—, sino como una búsqueda perseverante de los valores que son comunes a los hombres, que tienen raíces diversas, una historia diferente y, en consecuencia, una visión particular del mundo y referencias a la sociedad en la que les ha tocado vivir.

La Universidad, al crear las posibilidades para el desarrollo de las ciencias humanísticas, puede ayudar a una purificación de la memoria que no olvide los errores y las culpas, sino que permita perdonar y pedir perdón, y también abrir la mente y el corazón a la verdad, al bien y a la belleza, valores que constituyen la riqueza común y que hay que cultivar y desarrollar conjuntamente. También las ciencias pueden ser útiles para la obra de la unión. Parece incluso que, por estar libres de las premisas filosóficas, y especialmente de las ideológicas, pueden realizar esta tarea de modo más directo. Sí, puede haber diferencias con respecto a la valoración ética de las investigaciones, y no se las puede ignorar. Con todo, si los investigadores reconocen los principios de la verdad y del bien común, no se negarán a colaborar para conocer el mundo basándose en las mismas fuentes, en métodos semejantes y en el fin común, que consiste en someter la tierra, según la recomendación del Creador (cf. Gn 1, 28).

Hoy se habla mucho de las raíces cristianas de Europa. Si sus signos son las catedrales, las obras de arte, la música y la literatura, en cierto sentido hablan en silencio. Las universidades, en cambio, pueden hablar de ellas en voz alta. Pueden hablar con el lenguaje contemporáneo, comprensible a todos. Sí, las personas que se hallan aturdidas por la ideología del laicismo de nuestro continente pueden permanecer insensibles a esta voz, pero esto no exime a los hombres de ciencia, fieles a la verdad histórica, de la tarea de dar testimonio con una sólida profundización de los secretos de la ciencia y de la sabiduría, que se han desarrollado en la tierra fértil del cristianismo.

"Ut ager quamvis fertilis sine cultura fructuosus esse non potest, sic sine doctrina animus", "Del mismo modo que la tierra, aunque sea fértil, no puede dar frutos sin cultivo, tampoco el alma sin cultura" (Cicerón, Tusculanae disputationes, II, 4). Cito estas palabras de Cicerón para expresar mi gratitud por el "cultivo del espíritu" que la Universidad de Opole está llevando a cabo desde hace diez años. Deseo que esta gran obra prosiga en beneficio de Opole, de Polonia y de Europa. Ojalá que la colaboración de todas las facultades de vuestro ateneo, incluida la facultad de teología, sirva a todos los que deseen desarrollar su humanidad basándose en los valores espirituales más nobles.

Para este esfuerzo, os bendigo de corazón a vosotros, aquí presentes, y a todos los profesores y alumnos de la Universidad de Opole.

 



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