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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS EN VISITA "AD LIMINA"


Viernes 14 de mayo de 2004

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. "Dios, rico en misericordia, por su gran amor..., nos vivificó juntamente con Cristo" (Ef 2, 4-5). Con estas palabras de san Pablo os doy una cordial bienvenida a vosotros, obispos de la Iglesia en California, Nevada y Hawai, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Continuando mi reflexión sobre el munus sanctificandi de los obispos, deseo hablar de la llamada a una profunda conversión del corazón y de la mente, esencial para el nuevo impulso a la vida cristiana al que he invitado a toda la Iglesia. Espero que un compromiso de purificación permanente y de profunda renovación suscite un mayor aprecio por la misión de santificación de la Iglesia y estimule su testimonio profético en la sociedad norteamericana y en el mundo.

2. Todo miembro de la Iglesia es un peregrino a lo largo del camino de la santificación personal. Por medio del bautismo, el  creyente  entra en la santidad de Dios mismo, al ser incorporado a Cristo y convertido en morada de su Espíritu. Pero la santidad no es sólo un don. Es también una tarea, intrínseca y esencial para el seguimiento de Cristo, que plasma toda la vida cristiana (cf. Novo millennio ineunte, 30). Impulsada por la enseñanza explícita del Señor —"esta es la voluntad de Dios:  vuestra santificación" (1 Ts 4, 3)—, la comunidad de creyentes ciertamente es cada vez más consciente de que la santidad es lo que expresa mejor el misterio de la Iglesia (cf. Novo millennio ineunte, 7) y suscita el deseo de dar un "testimonio espléndido" (Lumen gentium, 39).

Como obispos, debéis estar en la primera fila del camino espiritual de santificación. Vuestro ministerio episcopal de servicio eclesial, caracterizado por vuestra búsqueda personal de la santidad y por vuestra llamada a santificar a los demás, es una participación en el ministerio de Jesús y está ordenado a la construcción de su Iglesia. Exige un estilo de vida que rechace claramente toda tentación de ostentación y arribismo, o el recurso a modelos seculares de liderazgo; al contrario, requiere que deis testimonio de la "kénosis" de Cristo, con la caridad pastoral, la humildad y la sencillez de vida (cf. Código de derecho canónico, c. 387; Ecclesia in America, 28). Caminando en presencia del Señor, creceréis en una santidad vivida con y para vuestros sacerdotes y vuestro pueblo, suscitando en ellos el deseo de abrazar los elevados valores de la vida cristiana y guiándolos tras las huellas de Cristo.

3. La credibilidad de la proclamación de la buena nueva por parte de la Iglesia está íntimamente relacionada con el compromiso  de sus miembros en la santificación personal. La Iglesia tiene siempre necesidad de purificación; por eso, debe seguir constantemente el camino de la penitencia y de la renovación (cf. Lumen gentium, 8). La voluntad del Padre de que todos los creyentes se santifiquen es confirmada por la exhortación fundamental del Hijo:  "Convertíos y creed en la buena nueva" (Mc 1, 15). Así como  Pedro se hizo eco audazmente de este imperativo en Pentecostés (cf. Hch 2, 38), también vosotros habéis recibido la tarea de anunciar una llamada kerigmática a la conversión y a la penitencia, proclamando la misericordia infinita de Dios e invitando a todos a experimentar la llamada a la reconciliación y a la esperanza, que ocupa un lugar central en el Evangelio (cf. Pastores gregis, 39).

Hoy urge, más que nunca, tener la valentía de afrontar la crisis de la pérdida del sentido del pecado, sobre la que alerté a toda la Iglesia al comienzo de mi pontificado (cf. Reconciliatio et paenitentia, 18). Mientras abundan los efectos del pecado —codicia, falta de honradez y corrupción, ruptura de las relaciones y explotación de las personas, pornografía y violencia—, ha disminuido el reconocimiento de la malicia individual. En su lugar ha surgido una inquietante cultura de culpas y litigios, que habla más de venganza que de justicia y no reconoce que en toda persona hay una herida que, a la luz de la fe, llamamos pecado original (cf. ib., 2).

San Juan nos dice:  "Si decimos:  "No tenemos pecado", nos engañamos" (1 Jn 1, 8). El pecado forma parte de la verdad sobre la persona humana. Reconocerse a sí mismo como pecador es el paso primero y esencial para volver al amor salvador de Dios. Teniendo en cuenta esta realidad, el deber del obispo de indicar la presencia lamentable y destructora del pecado, tanto en las personas como en las comunidades, es efectivamente un servicio de esperanza.

Lejos de ser algo negativo, fortalece a los creyentes para que abandonen el mal y abracen la perfección del amor y la plenitud de la vida cristiana. Anunciemos con valentía que en verdad no somos la suma total de nuestras debilidades y fracasos. Somos la suma del amor del Padre a nosotros, y tenemos la capacidad de llegar a ser la imagen de su Hijo.

4. La paz y la armonía duraderas, tan anheladas por las personas, las familias y la sociedad, sólo pueden conseguirse a través de la conversión, que es fruto de la misericordia y parte constitutiva de la auténtica reconciliación. Como obispos, tenéis el deber, difícil pero satisfactorio, de promover el verdadero sentido cristiano de la reconciliación. Quizá ninguna historia ilustre mejor el profundo drama de la metanoia que la parábola del hijo pródigo, que comenté detenidamente en otra parte (cf. Dives in misericordia, 5-6). Toda persona es, en cierto sentido, un hijo pródigo. Todos podemos caer en la tentación de separarnos del Padre y sufrir así la pérdida de la dignidad, la humillación y la vergüenza, pero también podemos tener la valentía de volver al Padre, que nos abraza con un amor que, trascendiendo incluso la justicia, se manifiesta como misericordia.

Cristo, que revela la abundante misericordia de Dios, nos pide que hagamos eso mismo, incluso ante un pecado grave. En efecto, la misericordia "constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión" (ib., 6), y por eso jamás puede dejarse a un lado en nombre del pragmatismo. Precisamente la fidelidad del Padre al amor misericordioso, propio de él como padre, es lo que le impulsa a restablecer la relación filial con su hijo, que "estaba perdido y ha sido hallado" (Lc 15, 32). También vosotros, como pastores de vuestra grey, con este amor misericordioso —nunca un mero sentido de favor— debéis "inclinaros hacia todo hijo pródigo, hacia toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado" (Dives in misericordia, 6). De este modo, sacaréis bien del mal y convertiréis la muerte en vida, revelando de nuevo el rostro auténtico de la misericordia del Padre, tan necesaria en nuestro tiempo.

5. Queridos hermanos, deseo animaros de modo especial en vuestra promoción del sacramento de la penitencia. Como medio instituido divinamente, con el cual la Iglesia realiza la actividad pastoral de reconciliación, es "el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1484). Aunque no puede negarse que la gran fuerza de este sacramento se ve hoy a menudo con indiferencia, también es verdad que en particular los jóvenes de buen grado dan testimonio de las gracias y los beneficios transformadores que concede. Fortalecidos por este mensaje alentador, os exhorto una vez más directamente a vosotros y a vuestros sacerdotes:  tened más confianza, creatividad y perseverancia al presentarlo y al llevar a las personas a apreciarlo (cf. Novo millennio ineunte, 37). El tiempo gastado en el confesonario es tiempo gastado al servicio  del patrimonio espiritual de la Iglesia y de la salvación de las almas (cf. Reconciliatio et paenitentia, 29).

Como obispos, es muy importante para vosotros recurrir frecuentemente al sacramento de la reconciliación, a fin de obtener el don de la misericordia, de la que vosotros mismos habéis sido instituidos ministros (cf. Pastores gregis, 13). Dado que estáis llamados a mostrar el rostro del buen Pastor y, por tanto, a tener el corazón de Cristo, vosotros, más que los demás, debéis hacer vuestro el apremiante grito del salmista:  "Oh Dios, crea en mí un  corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme" (Sal 51, 12). Santificados por las gracias obtenidas al recibir regularmente el sacramento, confío en que animaréis a vuestros hermanos en el sacerdocio y a todos los fieles a redescubrir la plena belleza de este sacramento.

6. Con afecto fraterno comparto estas reflexiones con vosotros y os aseguro mis oraciones mientras os esforzáis para que la misión de santificación y de reconciliación de la Iglesia sea cada vez más apreciada y vivida en vuestras comunidades eclesiales y civiles. El mensaje de esperanza que anunciáis a un mundo a menudo lleno de maldad y división suscitará nuevo fervor y un renovado celo por la vida cristiana. Con estos sentimientos, os encomiendo a María, la Madre de Jesús, en el que se ha realizado la reconciliación de Dios con la humanidad. Os imparto de buen grado a vosotros y a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis mi bendición apostólica.



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