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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NOVENO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS EN VISITA "AD LIMINA"


Jueves 2 de septiembre de 2004

 

Queridos hermanos en el episcopado: 

1. Por don de Dios hemos llegado a ser "ministros del Evangelio" y hemos recibido la gracia de "anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo". Haciéndome eco de estas palabras del apóstol san Pablo (cf. Ef 3, 7-8), y con espíritu de gratitud por nuestra vocación común, os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, hermanos míos en el episcopado de las provincias eclesiásticas de Boston y Hartford, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los Apóstoles y a la Sede de Pedro. Al reanudar mi serie de reflexiones sobre el oficio de enseñar confiado a los obispos dentro de la comunión del pueblo de Dios, deseo considerar algunas preocupaciones que afronta la Iglesia en Estados Unidos mientras cumple su deber de anunciar el Evangelio y de guiar a todo el pueblo hacia la plenitud de la fe, la libertad y la salvación en Cristo.
Encuentro del Evangelio y la nueva cultura

2. En estas reflexiones sobre el ejercicio del munus episcopale propheticum, en varias ocasiones he ponderado la importancia de la evangelización de la cultura. Un desafío fundamental en esta área consiste seguramente en realizar un fructuoso encuentro entre el Evangelio y la nueva cultura global, que está tomando forma rápidamente como resultado del crecimiento sin precedentes en las comunicaciones y la expansión de una economía mundial. Estoy convencido de que la Iglesia en Estados Unidos puede desempeñar un papel importante al afrontar este desafío, puesto que esta realidad emergente es, en muchos casos, fruto de experiencias, actitudes e ideas occidentales contemporáneas y, en particular, norteamericanas. La nueva evangelización exige un claro discernimiento de las profundas exigencias y aspiraciones espirituales de una cultura que, a pesar de todos sus aspectos de materialismo y relativismo, se siente profundamente atraída hacia la dimensión primordialmente religiosa de la experiencia humana y lucha por redescubrir sus raíces espirituales.

Por tanto, para la Iglesia en Estados Unidos, la evangelización de la cultura puede dar una contribución única a la misión "ad gentes" de la Iglesia en nuestros días. Con la predicación, la catequesis y el testimonio público, la Iglesia en vuestro país debe desarrollar un nuevo estilo kerigmático, que responda a las necesidades espirituales de los hombres y mujeres contemporáneos, y les brinde una respuesta clara y convincente, basada en la verdad del Evangelio. Es preciso ayudar a los católicos de todas las edades a apreciar más plenamente la peculiaridad del mensaje cristiano, su capacidad de responder a las aspiraciones más profundas del corazón humano en todas las edades y la belleza de su llamada a una vida completamente centrada en la fe en Dios uno y trino, en la obediencia a su palabra revelada y en la configuración amorosa con el misterio pascual de Cristo, en el que vemos revelada la medida plena de nuestra humanidad y nuestra vocación sobrenatural a la plenitud en el amor (cf. Gaudium et spes, 22).

3. Desde hace tiempo la Iglesia en Estados Unidos se está esforzando por hacer que se escuche su voz en el debate público, en defensa de los derechos humanos fundamentales, la dignidad de la persona y las exigencias éticas de una sociedad justa y bien ordenada. En una nación pluralista como la vuestra, esto ha implicado necesariamente una cooperación práctica con hombres y mujeres de diversas creencias religiosas, y con todas las personas de buena voluntad, al servicio del bien común. Aprecio profundamente vuestros continuos esfuerzos por promover el diálogo ecuménico e interreligioso en todos los niveles de la vida de la Iglesia, no sólo como medio para superar las incomprensiones entre los creyentes, sino también para fomentar un sentido de responsabilidad común en la construcción de un futuro de paz. Como han mostrado los trágicos hechos del 11 de septiembre de 2001, la construcción de una cultura global de solidaridad y respeto de la dignidad humana es una de las grandes tareas morales que afronta la humanidad hoy. En definitiva, es en la conversión de los corazones y en la renovación espiritual de la humanidad donde reside la esperanza de un futuro mejor, y aquí el testimonio, el ejemplo y la cooperación de los creyentes religiosos desempeñan un papel fundamental.

4. También deseo expresar mi gratitud personal por la tradicional generosidad de los fieles de Estados Unidos con la misión ad gentes de la Iglesia, a través de la formación y el envío de generaciones de misioneros y mediante las contribuciones de innumerables católicos a las misiones extranjeras. Os animo a realizar todos los esfuerzos posibles para reavivar esta fuerte manifestación de solidaridad con la Iglesia universal. La historia testimonia que un compromiso continuo en favor de la misión ad gentes renueva a toda la Iglesia, fortalece la fe de las personas y de las comunidades, consolida su identidad cristiana y suscita nuevo entusiasmo para superar los desafíos y las dificultades del momento (cf. Redemptoris missio, 2). Ojalá que la Iglesia en vuestro país descubra las fuentes para una profunda renovación interior a través de una revitalización del celo misionero, sobre todo promoviendo vocaciones para los institutos misioneros y proponiendo, especialmente a los jóvenes, el noble ideal de una vida completamente consagrada al Evangelio.

5. En diversas ocasiones, durante estos encuentros, os he expresado mi admiración por la notable contribución que la comunidad católica de Estados Unidos ha dado a la difusión del Evangelio, a la solicitud por los pobres, los enfermos y las personas necesitadas, y a la defensa de los valores humanos y cristianos fundamentales. Hoy deseo alentaros a vosotros y, a través de vosotros, a todos los católicos de Estados Unidos a seguir dando testimonio fiel de la verdad de Cristo y de la fuerza de su gracia para inspirar sabiduría, reconciliar las diferencias, sanar las heridas y abrir un futuro de esperanza. La Iglesia en vuestro país se ha visto probada por los acontecimientos de los dos últimos años, y con razón se han realizado muchos esfuerzos para comprender y afrontar las cuestiones del abuso sexual que han ensombrecido su vida y su ministerio. Mientras seguís afrontando los importantes desafíos espirituales y materiales que vuestras Iglesias locales están experimentando a este respecto, os pido que animéis a todos los fieles —sacerdotes, religiosos y laicos— a perseverar en su testimonio público de fe y esperanza, para que la luz de Cristo, que jamás puede extinguirse (cf. Jn 1, 5), siga brillando en la vida y en el ministerio de la Iglesia, y a través de ellos.

De modo particular, os pido que apoyéis firmemente a vuestros hermanos sacerdotes, muchos de los cuales han sufrido profundamente a causa de las debilidades, a las que se ha dado mucha publicidad, de algunos ministros de la Iglesia. También quisiera pediros que transmitáis mi gratitud personal por el servicio generoso y desinteresado que caracteriza la vida de tantos sacerdotes norteamericanos, así como mi profundo aprecio por sus esfuerzos diarios para ser modelos de santidad y de caridad pastoral en las comunidades cristianas confiadas a su cuidado.

En verdad, la renovación de la Iglesia está relacionada con la renovación del sacerdocio (cf. Optatam totius, 1). Por esta razón, os pido que hagáis todo lo posible por estar presentes como padres y hermanos entre vuestros sacerdotes, por mostrar sincera gratitud por su ministerio, por uniros frecuentemente a ellos en la oración y por estimularlos en la fidelidad a su noble vocación de hombres consagrados totalmente al servicio del Señor y de su Iglesia. En una palabra, ¡decidles a vuestros sacerdotes que yo los llevo en mi corazón!

6. Al concluir estas reflexiones sobre nuestra responsabilidad del testimonio profético de la Iglesia ante el mundo, expreso una vez más mi convicción, nacida de la fe, de que Dios está preparando en este momento una gran primavera para el Evangelio (cf. Redemptoris missio, 86), y que nos llama a todos a "abrir las puertas a Cristo" en todos los aspectos de nuestra vida y de nuestra actividad. Como indiqué en la carta apostólica Novo millennio ineunte, tenemos una maravillosa pero exigente responsabilidad de reflejar a Cristo, luz del mundo. En efecto, "esta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a la gracia que nos hace hombres nuevos" (ib., 54).

Queridos hermanos en el episcopado, al lanzaros este reto, os aseguro una vez más mi confianza y mi afecto fraterno. Encomendándoos a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras Iglesias particulares a la intercesión amorosa de María, Madre de la Iglesia, os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de fortaleza y de paz en el Señor.



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