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 FESTIVIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN XXIII*

Basílica Vaticana
Jueves 29 de junio de 1961

 

Queridos hijos:

En todos los puntos de la tierra los santos patronos de las diversas iglesias reciben la veneración de sus fieles en el aniversario de su fiesta. San Pedro y San Pablo son venerados en todas partes del mundo por la alta dignidad de su cargo, como se ha manifestado en los designios de Cristo.

De hecho, San León Magno —cuyos restos mortales reposan aquí, en la Confesión, formando corona con los Papas más grandes de la antigüedad—. San León Magno, repito, dice que los dos Apóstoles Pedro y Pablo, heraldos principales del Evangelio, son justamente objeto de culto extraordinario en esta urbe gloriosa, centro de la cristiandad, por haber consumado aquí su sacrificio, e indicado por esto a Roma como el principio de su universal exaltación.

¡Qué hermosas palabras para esta fiesta, in die martyrii laetitiae principatus! (S. Leonis Papae - Sermo I in natali App. Petri et Pauli).

Estos son en verdad los grandes personajes que han hecho resplandecer ante ti, ¡oh Roma!, el Evangelio de Cristo; y de maestra que tu fuiste de error, eres discípula de la verdad.

Y aun añade San León:

"Pedro y Pablo son verdaderamente tus padres y pastores. Ellos han impreso tu nombre en los reinos celestiales y te han constituido Iglesia de Cristo, mucho mejor y con éxito más feliz, ¡oh Roma!, que aquellos que construyeron tus muros. A su mérito apostólico se debe la gloria singular de tu historia y el honor de ser proclamada gente santa, pueblo elegido, ciudad sacerdotal y regia, digna de presidir desde la cátedra de Pedro un reino espiritual en el mundo entero, más lleno de victorias y con derecho al mando sobre la tierra y sus mares, y con mayor fortuna que de los antiguos conquistadores." (Ibid.)

¡Qué comparación, qué estremecimiento, ¡oh Roma!, en aquellas monumentales palabras: "bellicus labor et pax christiana", que representan tu máxima gloria y tu más luminoso destino! Ellas contienen el misterio y signo de los nuevos tiempos: la disyuntiva del próximo y no lejano porvenir de los pueblos y de los siglos.

Queridos hijos: el Señor, por la intercesión de los Santos, os preserve de todo mal y nos conserve en su paz.

En la suavidad de esta paz cristiana el buen pueblo de Roma desea honrar a San Pedro, príncipe y jefe de la Iglesia universal, en su fiesta.

Esta basílica, resplandeciente de majestad, única en el mundo, recibe el homenaje más familiar de los hijos de Roma, a los que se unen los visitantes y peregrinos innumerables que convergen de todo el mundo.

Roma es grande y fascinadora; pero, sobre todo, es grande en el templo del Príncipe de los Apóstoles.

El humilde sucesor de San Pedro —el 261 de la serie— desde la tarde de ayer ha cumplido su sagrado deber de comenzar la celebración de la gran festividad presidiendo las vísperas espléndidas y melodiosas de la liturgia, seguido por el esplendor de su religiosa familia, Sacro Colegio Cardenalicio y diversas Ordenes de la Prelatura, a los que se han unido altas representaciones y una oleada noble y devota de pueblo fiel de diversas lenguas y razas.

Conmovedora fue ayer tarde, para nuestro espíritu, la bendición de los sagrados palios, y luego la visita a la cripta preciosa que recoge las sagradas reliquias del Apóstol Pedro, a cuya estatua de bronce hemos, por fin, besado religiosamente el sagrado pie.

Esta mañana, Nos ha complacido mucho volver a este altar bendito, elevando la Divina Hostia pro universo mundo. Seguirán antes y después del mediodía otras solemnes ceremonias en honor de San Pedro y San Pablo, et more solito, las visitas de los fieles que convergen desde Roma.

¡Ah!, esta peregrinación alegre e imponente, popular de los hijos del mundo, cuánto complacería admirarla no como espectáculo de simple costumbre tradicional, de resueltos pasos, y de rostros abiertos a las magnificencias del templo máximo de la Cristiandad, sino como espectáculo de sagrada penetración del espíritu, de corazones silenciosos y ardientes.

El culto de los santos en la tradición católica es no sólo señal de respeto y de fugaz invocación a flor de labios en cada vez menos frecuentes ocasiones de la vida, sino conversación viva del alma, escucha atenta a las lecciones preciosas, a las enseñanzas que los santos nos dan de luz, alegría y estímulo. Sancti tui, Dominé, benedicent Te!

Sí, los santos bendicen a Dios y nos obtienen su bendición. Esta bendición quiere ser ejercicio de buen magisterio para nuestro progreso espiritual: sobre todo si nosotros se lo pedimos a los que son los grandes de la Iglesia, y que por la gracia del Señor han alcanzado las misiones más excelsas: apóstoles primeros del Evangelio, defensores e ilustradores de la doctrina celestial, luz para los que viven en este mundo y gloria de los que la alcanzaron.

San Pedro domina siempre desde su Cátedra augusta del Vaticano; pero él también ha enseñado y continúa enseñando por medio de sus sucesores, los Papas de la Iglesia universal. Os diremos más. Mientras vivió en la tierra, cumpliendo su mandato apostólico, San Pedro aprovechó toda ocasión para predicar desde Roma en las demás ciudades, y para escribir a los primeros fieles lejanos, como eran los esparcidos o peregrinos de la diáspora del Ponto, de la Galacia, Capadocia, Asia y Betania, a los cuales se dirigió con sus cartas: o bien aprovechaba los servicios de Juan Marco, que vivía con él en Roma, y fue intérprete del Evangelio de Pedro y el portavoz autorizado en la predicación del mismo.

¡Oh!, maravilla y consuelo para nosotros, tan lejanos en los siglos, poder escuchar todavía las enseñanzas de Pedro.

Para vuestra edificación, queridos hijos, y para vuestro consuelo, escuchad algunas de las expresiones de San Pedro, que, a través de sus palabras, pone precioso ornamento a disposición de nuestras almas en el día de su fiesta.

«Queridísimos, os suplico, que como extranjeros y peregrinos que sois en esta tierra, os abstengáis de los deseos carnales que combaten al alma. Comportaos bien entre los paganos, a fin de que ellos que hablan de vosotros como de malhechores, glorifiquen al Señor y se den cuenta de las buenas obras en el día de su visita.

»Someteos a toda institución humana por amor al Señor: tanto al rey como soberano, o a sus ministros como enviados, para corregir y castigar a quien hace mal o premiar a quien hace el bien. Es voluntad de Dios que, practicando el bien, reduzcáis al silencio la ignorancia de los hombres insensatos; como verdaderos hombres libres que no se sirven de la libertad como velo de la malicia, sino que son servidores de Dios. Honradlos a todos; amad a los hermanos; temed a Dios; honrad al rey. (San Pedro hablaba, naturalmente, según la condición de aquellos tiempos, pero la doctrina sirve paro todos los tiempos.)'

»Siervos, someteos con todo respeto a vuestros señores, no solamente a los buenos y razonables, sino también a los duros. Esto, efectivamente, es agradable: Soportar penas en homenaje a Dios sufriendo injustamente: Haec est enim gratia in Christo Iesu Domino nostro» (cfr. 1 Petr. 2 11-19).

Como veis, queridos hijos, el primer Obispo de Roma toca aquí un aspecto de la cuestión social. La exhortación a la obediencia y a la paciencia esta inspirada en motivo sobrenatural. Se trata siempre de aquella obediencia que es perfección de conformidad, a ejemplo de Cristo, injustamente tratado y, sin embargo, obediente.

La doctrina católica contenida en este fragmento de la primera Carta de San Pedro no tiene inmediata contrapartida de preceptos dirigidos a los ricos y a los superiores, de algunos de cuya conducta en este Capítulo segundo viene abiertamente definida como injusta. De esta doctrina se habla en otro lugar, y no sólo por San Pedro, sino por San Pablo, Santiago y todavía antes en muchos pasajes de los Evangelios y del Antiguo Testamento.

¡Hijos de Roma! Valor. Seamos fieles a esta doctrina: doctrina apostólica, doctrina de Cristo.

Desearía de verdad daros alguna prueba más amplia de la doctrina social contenida en las cartas de San Pedro, en relación a los diversos aspectos de la convivencia humana, por la que el Apóstol se ha ocupado con celo, con mucho donaire, según las circunstancias de aquellos tiempos. Pero basta así.

El gran documento en forma de Carta Encíclica —pronunciamos el título por primera vez en público— Mater et Magistra, para la que están disponiendo las diversas traducciones en las principales lenguas del mundo, constituirá alimento abundante para vuestro espíritu, como hemos tenido ya la complacencia de decir con solemnidad en la celebración de la Rerum Novarum del pasado mayo.

En honor de San Pedro y como disposición de obsequio a la apostólica doctrina que va a ser promulga nos contentamos con citar todavía un pensamiento de la primera Carta de él, que es preparación a la lectura del más vasto documento social de recientísima fecha.

Se trata de una recomendación dirigida a todos los cristianos sin distinción y que se resume en la invitación a la unión de los corazones y el espíritu en mutua compresión y perdón.

«Sed todos, ¡oh hermanos!, de un mismo sentimiento: compasivos, amantes de los hermanos, misericordiosos, humildes.

»No devolváis mal por mal, ni injuria por injuria. Al contrario, responded bendiciendo, porque habéis sido llamados a heredar bendición. Efectivamente:

»Quien quiere amar la vida —y ver días dichosos aparte la lengua del mal— y los labios del hablar mentiroso —se aleje del mal y practique el bien— busque y persiga la paz.

»Los ojos del Señor se vuelven a los justos y sus oídos a sus plegarias» (1 Petr. 2, 8-12).

Queridos hijos: sobre esta doctrina ponemos de todo corazón el sello de Nuestra plegaria de humilde sucesor de San Pedro, para que cada uno de vosotros tenga un tesoro para el presente y para el futuro; y sobre vuestras personas, y especialmente sobre los hijos de esta querida Roma, se extiende hoy particularmente conmovida y gozosa Nuestra Bendición Apostólica.


* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 337-342.



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