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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL VII CONGRESO MARIANO NACIONAL DE FRANCIA
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Domingo 9 de julio de 1961

 

Queridos hijos de Francia:

Accediendo muy gustosos al deseo expresado por nuestro venerable hermano André Jacquemin, Obispo de Bayeux y Lisieux, os dirigimos algunas labras paternales, al final de ese nuevo Congreso Mariano Nacional que os ha reunido junto a la "Teresita de Lisieux" para contemplar el misterio de la "maternidad espiritual de la Santísima Virgen María".

¿Cómo no había de regocijarse el Padre común con esta nueva y conmovedora manifestación de la piedad mariana de sus hijos de Francia, siempre tan queridos a su corazón? Como decíamos con emoción al consagrar la Basílica de San Pío X, en Lourdes, Regnum Galliae, Regnum Mariae; sí, realmente la tierra de Francia es, a todo lo largo de siglos de su historia, el rerino de María.

Y he aquí que, buenos hijos, vosotros habéis sentido el noble anhelo de conocer mejor a vuestra Madre del cielo para amarla mejor. Todos estos días, bajo la presidencia de varios cardenales, arzobispos y obispos, y bajo la dirección de maestros competentes y reputados, habéis tratado de comprender mejor el inefable privilegio de la maternidad espiritual de Nuestra Señora. Niños, sacerdotes, religiosos y religiosas, militantes de ambos sexos de Acción Católica, todos, habéis rivalizado en esfuerzos por profundizar en este misterio a lo largo de vuestras densas jornadas de estudio, de reflexión y de plegarias.

No podemos menos, queridos hijos, de alabar este vuestro esfuerzo para alimentar vuestra piedad mariana tan ferviente por la meditación de las enseñanzas de la Sagrada Escritura y del magisterio ordinario de la Iglesia. La Sagrada Escritura, con "ese trazo luminosísimo... que nos conduce —decíamos en Lourdes— a la cumbre sublime de la teología mariana: Jesús clavado en lo alto de la cruz; a sus pies, María, la Madre, y Juan, el Apóstol predilecto. Jesús que dice a su Madre señalando a Juan: "He ahí a tu hijo"; y después, dirigiéndose a aquél con mirada lánguida: "He aquí a tu Madre", palabras que nunca se repetirán demasiado" (Sermón con motivo de la consagración de la Basílica de San Pío X, en Lourdes, el 25 de marzo de 1958, Escritos y discursos, III, pág. 317). Sin duda vosotros habéis meditado con fruto este "último testamento del Señor" que, en el momento supremo de su muerte entrega a su Madre al mundo como Madre universal de todos aquellos que creerán en Él y formarán su Iglesia Santa, Católica y Apostólica" (Ibid., pág. 518).

Madre del Salvador, la Virgen María ha participado íntimamente en la obra redentora por la que Cristo hacía de nosotros sus miembros y nos llamaba a "convertirnos en hijos de Dios" (Jn 1,12). Y, como una madre que desea siempre lo mejor para sus hijos, ella nos conduce, mediante su ejemplo admirable y su poderosa intercesión, hacia la perfección de la caridad.

Corporalmente es la Madre de Cristo y espiritualmente la madre de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia; realmente la madre de Dios es también nuestra Madre: Mater Dei est Mater nostra (San Anselmo, Oratio 52, PL. 158, 957 A).

Cualquiera que sea nuestro estado de vida y nuestras responsabilidades, estamos todos envueltos en la dulce maternidad de la Virgen María que realiza con nosotros los mismos actos que toda madre prodiga a sus hijos; Ella ama, vela, protege, intercede. A cambio mostraos siempre católicos en vuestro amor a la Virgen María, omnium membrorum Christi sactissima Genitrix (Encíclica Mystici Corporis). Todos los católicos son, por tanto, hijos de Nuestra Señora y su piedad por María debe reflejar esa común pertenencia a la familia de los hijos de Dios, expresándose siempre por las manifestaciones habituales del culto secular dedicado por la Iglesia de Jesucristo a la Madre del Salvador. Así, pues, queridos hijos, huid de todo lo que singulariza, buscad por el contrario la devoción mariana más confirmada por la tradición, tal como nos ha sido transmitida desde los orígenes a través de las fórmulas y plegarias de sucesivas generaciones cristianas del Oriente y de Occidente.

Una piedad así hacia la Santísima Virgen, es el sello de un corazón realmente católico. Un corazón profundamente católico sabe abarcar en su oración no sólo a su familia humana o religiosa, a sus parientes y a sus conciudadanos, sino a todos sus hermanos con los que comparte el don de la fe y a todos aquellos también por los que pide al Señor que se la otorgue. La Madre de Cristo abraza a todos sus hijos con un mismo amor. Por tanto, es necesario que la roguemos con unánime corazón y la honremos con un culto católico. Haciendo esto seréis a la vez hijos de Nuestra Señora y servidores fieles de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Pedid esta gracia al Señor por la intercesión de la Virgen María recitando vuestro rosario, esa práctica saludable que Nos os recomendamos una vez más, después de otros muchos Pontífices (Encíclica Grata recordatio, 26 septiembre 1959).

Queridos hijos, a ejemplo de Teresita de Lisieux, amad siempre a la Santísima Virgen María y, cada vez más, sabed hacerla amar. Que por ella os sintáis hermanos en Cristo Jesús. Este es nuestro deseo más ardiente. Y con este voto paternal que queremos confiar a la dulce intercesión de Nuestra Señora, invocamos de todo corazón sobre todos vosotros, queridos hijos de Francia —y en primer lugar sobre nuestros venerables hermanos que honran ese Congreso con su presencia— la abundancia de las gracias divinas para vosotros mismos y vuestra patria querida, en prenda de las cuales os otorgamos una amplia Bendición Apostólica.


* AAS 53 (1961) 504-506; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 355-358.



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