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RADIOMENSAJE NAVIDEÑO
DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL MUNDO ENTERO
*

Sábado 22 de diciembre de 1962

 

Venerables hermanos y amados hijos:

La Navidad de este año lleva el sello del Concilio Ecuménico, bien encaminado ya, gracias al Señor.

Del 11 de octubre al 8 de diciembre se han vivido aquí en Roma dos meses de intensa conmoción religiosa. Horizontes suaves y luminosos se han abierto a las miradas de todos los que creen en Cristo, esparcidos por el mundo, como una invitación a las almas más lejanas a dirigir su atención a la llamada del Hijo de Dios hecho hombre, al nacido en Belén, Redentor de todos los hombres y maestro de todas las gentes.

Ciertamente, ninguna solemnidad de la santa Iglesia podría armonizarse mejor con la celebración del Concilio y señalar sus perfiles como el nacimiento de Jesús, anunciado en la gloria sublime de los cielos y en la alegría renovadora de fraternidad humana para cuantos han sido creados y seguirán habitando la tierra.

En realidad, qué armonías tan felices sabe encontrar el espíritu cristiano, aun a primera vista, en las aclamaciones de los padres del Vaticano II y en las voces de los ángeles derramadas todos los años en Navidad sobre los pastores en vela y repetidas en la Santa Noche, cuando llega a su punto culminante el divino encuentro entre el cielo y la tierra. Qué emoción de acentos en aquel celestial anuncio que difunde el Gaudium magnum quod erit omni populo, en aquel entrelazarse volando de los coros de los ángeles laudantium Deum et dicentium: Gloria in altisimis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis.

Pues bien, venerables hermanos y amados hijos, permitidnos en esta Navidad el gozo de detenernos un poco, conmovidos como estamos todavía por las emociones del Concilio iniciado; detenernos, decimos, sobre estas  palabras de la liturgia natalicia.

Tres pensamientos armoniosos nos hacen vibrar ante la inminente festividad a plena luz de la celebración del gran acontecimiento conciliar.

I. La gloria del Señor es proclamada por el canto de los ángeles.

II. La venida y el gozo de la paz sobre la tierra como respuesta a las aspiraciones de los individuos y de los pueblos.

III. El apostolado y el triunfo de la unidad de la Iglesia en el pensamiento, en la oración y en el sacrificio de Cristo para bien espiritual de todo el mundo.

La gloria del Señor

1. Gloria in excelsis Deo. Hacia esta cumbre litúrgica se eleva sobre todo el himno de Navidad, y es el mismo himno de la Iglesia católica reunida en el Concilio, que al mismo tiempo se abre como el florecer de una humanidad nueva reconciliada con su creador y regenerada en la alegría y en la paz de los individuos y de los pueblos por Cristo Salvador.

¡Qué emoción!, al comienzo de los trabajos conciliares de cada día, este Gloria in excelsis de la santa misa, repetido en tantas lenguas, según la variedad de los ritos, de los cuales se iban dando abundantes e interesantes muestras: del romano y ambrosiano, del griego y el eslavo, del armenio, antioqueno y alejandrino, bizantino caldeo, melquita, sirio y maronita, y de tantos de edificantísima y conmovedora glorificación y amoroso encuentro.

Así se nos mostraron y así gustamos este entrelazarse de alabanzas, que supera toda elevación de gozo y de homenaje a la bondad misericordiosa del Padre celeste.

El que fue testigo, quien escuchó sus ecos suavísimos no podrá olvidar este Gloria in excelsis Deo, al cual respondieron no solamente las voces del pueblo, sino con la vibración completa del canto gregoriano, más de dos mil pechos de obispos aquí reunidos de todo el mundo católico en la solemnidad de la Inmaculada, Madre de Jesús y Madre nuestra, refulgente con el prestigio entre los más singulares de su exaltación.

Promesa de paz para toda la Tierra

II. Y con la gloria de Dios en las alturas de los cielos, el misterio del Nacimiento de Cristo y su conmemoración se nos muestra a nosotros peregrinos aquí abajo como una promesa de paz para toda la tierra. In terra pax hominibus bonae voluntatis.

La palabra coelum sale con frecuencia en los dos Testamentos, pero la supera con mucha, en tantas páginas, la palabra terra. Y de la Tierra, la riqueza más preciosa y más digna de recuerdo es la paz. Pax in terra —cantamos, en efecto, con los ángeles del Belén—. Pax in terra hominibus bonae voluntatis.

Entre todos los bienes de la vida y de la historia, de los individuos, de las familias y de los pueblos, la paz es, en verdad, el más importante y precioso. La presencia y el estudium pacis (deseo de la paz) es la seguridad de la tranquilidad del mundo. Pero a ella va unida como condición indispensable la buena voluntad de todos y de cada uno, puesto que donde ésta falle es inútil esperar alegría y bendición.

Buscar, pues, la paz siempre, esforzarnos en creerla a nuestro alrededor para que se difunda en el mundo entero, defenderla de todo riesgo peligroso y preferirla a cualquier prueba, con tal de no herirla, con tal de no comprometerla. ¡Oh, qué grande empresa es ésta de todos los papas ahora y siempre! El esfuerzo que va unido a estos cuatro años de nuestro humilde servicio —como lo procuramos y lo procuraremos usque in finem— es servicio del Siervo de los siervos del Señor, que es verdaderamente, Dominus et princeps pacis.

Al pronunciar y transmitir por la radio y televisión estas palabras, cuantos no escuchan de buena fe y con recta conciencia, según pensamos, oigan de nuevo una vez más el eco de nuestra reciente invocación a la paz para el entendimiento y concordia de los pueblos contenida en nuestro radiomensaje del 25 de octubre pasado: «Nos renovamos hoy esta solemne llamada. Suplicamos a todos los gobernantes que no permanezcan sordos a este grito de la humanidad. Que hagan todo lo que esté en ellos para salvar la paz. Que continúen tratando, porque esta actitud leal y abierta tiene gran valor para la conciencia de cada uno y ante la historia. Promover, favorecer, aceptar las negociaciones en todos los niveles y siempre es una regla de sabiduría y de prudencia que atrae las bendiciones del cielo y de la tierra».

El recordar esta invitación es tan más querido y consolador para Nos, venerables hermanos e hijos, cuanto que señales indudables Nos aseguran que no fueron palabras lanzadas al viento, sino que han movido las inteligencias y los corazones y van abriendo nuevas perspectivas de confianza fraterna y resplandores de una verdadera paz en el horizonte internacional.

En medio de estas dichosas esperanzas del orden interior e internacional de los pueblos, aun como simple punto de partida para el arranque de una nueva historia del mundo contemporáneo, es cosa gratísima constatar lo que nuestro radiomensaje vino a representar, armoniosa y jubilosamente acompañado por las voces del episcopado de la Iglesia católica, entregado en aquellos días aquí en Roma a sus trabajos conciliares en santa fraternidad, bajo la amable guía y en el templo del sucesor de San Pedro. Es el hálito de la alta espiritualidad evangélica, es la llama viva del genuino apostolado católico que hace practicar el precepto del Señor y lo consagra: Quaerite primum regnum Dei, et iustitiam eius: et haec omnia adiicientur vobis (Mt 6, 33; Lc 12, 31).

Es natural que en la espera y luego en las fiestas de Navidad adquiera relieve la alusión a la prosperidad del orden doméstico y familiar. ¡Qué fuente de alegría, de suavidad y de paz la triple aparición en Belén y en Nazaret de las tres personas: Jesús, María y José!

Y qué profundidad en la doctrina del librito de la Imitación de Cristo, donde brilla la figura De bono pacifico homine, (Imit. Lib. II, c. 3) del cual se dice que omnia ad bonum convertit.

El feliz acontecimiento del Concilio

III. El tercer pensamiento, armonioso y lleno de júbilo, de la fiesta de Navidad, unido a la alegría íntima que gozaran santamente los venerables prelados con su participación personal en la celebración del Concilio, reviste la forma conmovedora de la santa fraternidad episcopal.

¡Oh! Verdaderamente la gracia del Señor se ha derramado sobre su Iglesia en proporciones superiores a toda esperanza. Estábamos ansiosos ante la idea de que la bondad de Jesús bendito quisiera volverse hacia las miserias de este mundo, del cual es Salvador y Redentor, y que aún después de veinte siglos de historia está todavía tan lejos de dar un generoso asentimiento a su invitación. La realidad ha superado con mucho toda esperanza: a Domino factum est istud et est mirabile in oculis nostris (Mt 21, 42). Dios ha acogido y escuchado favorablemente la oración de las almas consagradas, de los niños, de los enfermos y de los que sufren. Ha oído también la súplica del que anhela reconstruir en la intimidad de la conciencia la armonía de la ley eterna con las exigencias de la vocación personal.

Flor característica de este acontecimiento del Concilio Ecuménico es el despertar espontáneo, casi inesperado para la mayor parte, del sentido de unidad, mejor diríamos de una consciente, reconocida y bien recibida atracción hacia la fraternidad cristiana, expresada en el símbolo apostólico como afirmación persuasiva de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, no para el dominio, sino para el servicio de los pueblos. Para éstos, el designio de Cristo es una aspiración sinceramente deseada, aunque no siempre consciente en sus rasgos y en sus evoluciones.

Sobre el enorme, complicado y todavía perturbadísimo horizonte de la creación, cuya descripción se encuentra en las primeras líneas del Génesis, el Spiritus Dei ferebatur super aguas. Prescindiendo de apreciaciones y aplicaciones más minuciosas, es cierto que en las relaciones con cuanto sobrevive del patrimonio espiritual de la Santa Iglesia, aun allí donde no se halla en su plenitud, pocas veces en la historia de la era cristiana —en los veinte siglos transcurridos— se ha notado una inclinación tan intensa en los corazones hacia la unidad querida por el Señor.

La sensibilidad que pudo advertirse en este primer contacto a través del Concilio Ecuménico con la atención que nuestros contemporáneos prestan al problema religioso, esta sensibilidad, decimos, nos agrupa preferentemente en derredor de la alegoría del unum ovile et unus Pastor. Se trata de un agruparse, a veces con timidez, a veces no sin prejuicios, que nosotros sabemos imaginar y queremos incluso comprender, para que con la divina gracia se pueda superar.

El unum ovile et unus pastor —que encuentra acentos de sentida súplica en el unum sint de la última Cena— retorna como un eco imperioso desde el fondo de veinte siglos cristianos y llama al corazón de cada uno.

Unum sint, unum sint! «Que todos sean una sola cosa, como Tú lo eres en mi y yo en Ti, ¡oh Padre!, que también ellos sean una sola cosa en nosotros por donde crea el mundo que Tú me has enviado» (Jn 17, 21). Esta es explicación última de aquel milagro de amor comenzado en Belén y en el que pastores y magos no fueron más que las primicias; que era la salvación de todas las almas, su unión en la fe y en la caridad a través de la Iglesia visible, fundada por Cristo.

Ut unum sint! Es el designio del Divino Redentor que nosotros, venerables hermanos, hemos de actuar y nos queda como grave compromiso confiado a la conciencia de cada uno. En nuestro último día, en el juicio particular y luego en el juicio universal, se preguntará a esta conciencia no si ha conseguido unidad, sino si por ella ha rogado, trabajado y sufrido, si se ha impuesto una disciplina inteligente y prudencial, paciente, magnánima, y si ha puesto en práctica sus impulsos de caridad.

Este ansia del corazón de Cristo ha de invitarnos a un renovado propósito de entrega para que entre los católicos permanezca solidísimo el amor y demos testimonio de la primera nota característica de la Iglesia y para que en el vasto horizonte de las denominaciones cristianas, y más allá todavía, se realice aquella unidad a la que los corazones rectos y generosos aspiran.

Una navidad de oración y reflexión

En la expectación navideña, reavivada por los reflejos del Concilio Ecuménico, cuyos trabajos continúan para alcanzar su deseado coronamiento, nuestro corazón se abre ante vosotros con emoción paterna.

Esta de 1962 ha de ser una Navidad de más íntima y recogida alegría y paz del espíritu para toda la humana sociedad, y especialmente para lo que es su fundamento, la familia. Ha de ser una Navidad de oración y de reflexión para corresponder al ansia de Jesucristo Nuestro Señor por la unidad de los que creen en su nombre y en su Evangelio: ut unum sint. Ha de ser una Navidad de una caridad más vivida en las recíprocas relaciones de los miembros del Cuerpo místico, en su interés generoso en pro del bien común de los individuos y de las comunidades familiares, sociales e internacionales.

Nuestro corazón, a impulsos del conmovedor encanto de esta hora, se presenta ante cada uno de vosotros, venerables hermanos y queridos hijos míos, con esta ayuda poderosa y, sin embargo, sumisa que son las ondas de la radio y de la televisión. Entra en vuestras casas, que brillan en la ardiente espera del nacimiento del divino Salvador; se abre a la ternura de un saludo y un buen augurio paterno. Quisiéramos detenernos ante la mesa de los pobres, en las factorías del trabajo, en las aulas del estudio y de la ciencia, a la cabecera de los enfermos y de los ancianos, donde quiera que hay hombres que oran, sufren y trabajan por sí y por los demás, que trabajan con magnanimidad, con ejercicio y disciplina de la mente, del corazón y de los brazos. Sí, desearíamos pasar nuestra mano sobre las cabecitas de los niños, mirar en los ojos a los jóvenes, animar a padres y madres a seguir adelante en su deber de cada día. A todos querríamos repetir las palabras del ángel: “Os anuncio un grande gozo: ha nacido para vosotros el Salvador”. Y continuar luego con aquellas reflexiones de San Agustín: “Ha nacido Cristo y yace en un pesebre, pero gobierna el mundo... Está envuelto en pobres pañales, pero nos reviste de inmortalidad... No encontró alojamiento en la posada, pero quiere construirse un templo en el corazón de los creyentes... Encendamos, pues, la caridad a fin de que podamos llegar a su eternidad”.

Esto es lo real de las Navidades y ésta es la realidad que os deseamos, llena y alegre, añadiendo a nuestro voto paterno la oración ferviente y prolongada.

¡Oh, verbo eterno del Padre, Hijo de Dios y de María, sigue renovando en el arcano secreto de las almas el prodigio admirable de tu nacimiento! Reviste e inmortaliza a los hijos de tu redención. Inflámalos en la caridad, unifícalos a todos en los vínculos de tu Cuerpo místico a fin de que tu venida traiga la alegría verdadera, la paz segura, la activa fraternidad a los pueblos. Amén, amén.

Como un destello de las celestiales complacencias del divino Niño de Belén, descienda sobre todos vosotros, venerables hermanos y queridos hijos, el auxilio de la bendición apostólica, que el humilde Vicario de Aquel que es el Príncipe de la paz, el Padre de los siglos venideros, hace bajar sobre todos con la plenitud de su amor paterno.


*  AAS 55 (1963) 13; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. V, pp. 42-50.



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