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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL GENERAL CHARLES DE GAULLE,
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA FRANCESA*

Sábado 27 de junio de 1959

 

Señor General, Señor Presidente:

Todo lo que es «Francia» hace vibrar nuestro corazón en manera especial y característica. Las palabras, por otra parte, son incapaces de expresar los sentimientos profundos de respeto, de reconocimiento, de afecto incluso, que vuestra visita de esta mañana suscita en nuestra alma.

Es que Francia y los franceses son harto familiares a nuestro pensamiento. Fue, en efecto, ya desde nuestra juventud un gozo el apreciar las cualidades naturales y artísticas de la «dulce Francia» – según frase de un poeta de la baja latinidad – no menos que sus valores morales ancestrales. Luego, a través de nuestros viajes y de nuestras misiones nos fue dado constatar el esplendor de la cultura francesa en el mundo y el admirable trabajo llevado a cabo por los religiosos y las religiosas de vuestro país, especialmente por los grandes prelados misioneros, consagrados, junto a las poblaciones a las cuales se dedican, a las hermosas tareas de la educación, o las sociales y la caridad. Pero sobre todo hemos tenido el privilegio de vivir en el suelo de Francia años inolvidables, en aquellos tiempos en que bajo vuestro impulso renacía ese gran pueblo a la vida y a la esperanza, después de pesadas y crueles pruebas.

Vuestra venida de hoy, Señor Presidente, evoca en nuestro espíritu aquella permanencia en París, y en particular la primera visita que os hacíamos el 19 de enero de 1945. En calidad de Nuncio Apostólico de nuestro inmortal predecesor Pío XII, teníamos aquel día el honor de presentaros, en nombre del Cuerpo Diplomático acreditado ante el Gobierno Provisional de la República Francesa, el primer saludo que brindaban a Vuestra Excelencia los representantes de naciones amigas, dichosas de saludar el renacimiento francés. «Gracias a vuestra clarividencia política y a vuestra energía, os decíamos entonces, ese querido país ha vuelto a hallar su libertad y su fe en sus destinos».

He aquí que la Providencia, que nos ha llamado después a las responsabilidades del Supremo Pontificado, permite hoy este nuevo y tan agradable encuentro. No es la primera vez que Vuestra Excelencia es recibido en esta morada. En junio de 1944, mientras Roma veía alejarse de sus murallas el espectro de la guerra, y mientras se entreveía ya en el horizonte el fin tan ansiado del terrible conflicto, nuestro predecesor Pío XII experimentaba la dicha de acogeros y de entretenerse con vos en una cordial audiencia. Vos os complacíais aquel día en admirar la claridad de visión y la serenidad de juicio de aquel gran Pontífice, la fuerza y la inalterable confianza de aquel heraldo de la verdadera paz, cuyas enseñanzas señalan todavía el camino a los hombres todos de buena voluntad.

Esta obra de paz y de prosperidad entra en los deseos de Vuestra Excelencia, para realizarla en vuestro país y en el cuadro de la comunidad; y tenéis además conciencia del deber de proseguirla y ampliarla en beneficio del hombre en el mundo. Llamado por segunda vez a presidir los destinos de vuestra patria a raíz de un conjunto de circunstancias en las que Francia manifestó una vez más sus admirables capacidades de resurgimiento ante el peligro, vos la queréis digna en su conducción de su pasado glorioso. Por ello, trabajando en pro de la dicha de vuestros conciudadanos, deseáis al mismo tiempo con nobleza que los recursos del país, lo mismo que los de otras naciones favorecidas por la naturaleza, puedan servir desinteresadamente al bienestar de pueblos económicamente menos desarrollados. ¿Existe acaso una perspectiva de acción más conforme con el ideal de justicia y de caridad fraternal, del que el Cristianismo ha siempre introducido la levadura en la sociedad humana y que no ha dejado a través de los siglos de suscitar las empresas más generosas y más fecundas en favor de la humanidad ?

Dejadnos formular votos sinceros por vuestra patria querida. Tomando palabras dirigidas dos años ha por nuestro predecesor al Presidente Coty, «es todo ese pueblo generoso de Francia, con su gloriosa herencia y sus notables dones, que nosotros saludamos en vos, Señor Presidente, y al cual nosotros expresamos nuestro paternal afecto».

Estos votos y estas plegarias los elevamos a Dios, por intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, de ese admirable linaje de santos nacidos en vuestro suelo y que constituyen una de las glorias más puras de vuestra patria; e imploramos sobre Vuestra Excelencia y sobre las numerosas personalidades que os acompañan, de todo corazón, una amplia efusión de las bendiciones divinas.


*ORe (Buenos Aires), año VIII, n°387, p.2, 3.



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