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 DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN EL 50 ANIVERSARIO DEL PONTIFICO INSTITUTO BÍBLICO*

 Sala de las Bendiciones
Miércoles 17 de febrero de 1960

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

Hemos estimado oportuno y laudable el proyecto, que hoy se realiza solemnemente, de conmemorar los cincuenta primeros años de vida del Pontificio Instituto Bíblico. Grande es vuestra alegría y nos la habéis manifestado intensamente, y no podría ser de otro modo, porque estos años de historia —como oportunamente ha puesto de relieve nuestro querido hijo el Cardenal Agostino Bea— han sido fecundos en frutos y consuelos, y favorecidos por las bendiciones del Cielo.

Aunque el privilegio del Instituto sólo fuese el de su nacimiento en los designios luminosos de San Pío X, sería suficiente para dar a vuestro recuerdo la impresión característica de una alegría perenne. Por esto, nos alegramos de poder entonar hoy el himno de acción de gracias al Señor por lodos los favores con que ha alegrado estos primeros diez lustros de vuestra actividad.

Gozamos íntimamente al expresaros nuestra paternal y feliz complacencia. Al querer que la providencial Institución estuviese unida a otros señalados actos de su Pontificado, aquel gran Pontífice Santo, que Nos precedió, con tan luminosos ejemplos, en la Cátedra de San Marcos y sobre la infalible de Pedro, «dio la altísima medida de su clarividencia de Maestro y de Pastor universal» (Esortazione al Clero Veneto, AAS. LI, 1959, pág. 379). Ni queremos silenciar la satisfacción de nuestro ánimo, al admirar el simbólico león de San Marcos, que habéis puesto en vuestro emblema, como está en el nuestro. Estos motivos, por los estrechos vínculos que os unen así con el Santo Pontífice y con Nos, se entrelazan amablemente en nuestro recuerdo, constituyendo aquella estima por vuestro Instituto que en esta fausta circunstancia proclamamos solemnemente.

Cincuenta años de vida, de crecimiento, de trabajo serio y silencioso parecen invitar espontáneamente a una pausa de recogimiento ya para mirar el camino recorrido, ya para dirigir la mirada al horizonte que se abre a vuestra actividad futura.

1. Una mirada atrás a lo largo de las principales etapas de este primer medio siglo de vida del Instituto Bíblico, como usted, señor cardenal, tan benemérito en el desarrollo de esta Fundación Pontificia ha sabido trazar tan bien, con rasgos tan vivos y elocuentes, una mirada atrás, repetimos, significa ante todo profunda gratitud al Señor por la serie ininterrumpida de beneficios de que le ha colmado. Y ¡cuántos motivos de reconocimiento brotan de una consideración incluso apresurada, de estos años densos y significativos; de al fundación,  realizada con muchas dificultades, e incluso oposición, a la feliz organización económica, al próspero desarrollo de la obra, que ha visto multiplicarse los alumnos aumentar los medios didácticos y las publicaciones científicas, aumentar cada vez más la propia estima! ¡Cuánto resplandece en esta historia, junto con paternal solicitud del Santo Fundador, también el celo esclarecido de nuestro inmediato predecesor Pío XII, de venerable memoria, el cual con providentes empresas, quiso agrandar la sede del Instituto y estimular su actividad!

Todos estos acontecimientos los habéis recordado muy bien con vuestras hermosas palabras, Señor Cardenal, por eso no es necesario repetir cosas conocidas. Pero permitidnos decir que la fuente única y principal de ellos es el Sagrado Corazón de Jesús, de cuya bondad y providencia el Instituto es monumento solemne. Al recibir a los Superiores, terminada la organización de la obra, San Pío X les confiaba el más hermoso tesoro, y la prenda de toda bendición, diciendo: «Os dejo al Sagrado Corazón» (cf. San Pío X, Promotor de los Estudios Bíblicos, 1955, pág. 40); y atribuía también a las palabras del emblema "Verbum Domini manet in aeternum", el significado de una durable y segura protección del Sagrado Corazón de Jesús. Tal maravillosa esperanza debía realizarse plenamente, y los años trascurridos la han confirmado brillantemente.

Las bendiciones recibidas son una promesa de nuevas gracias propiciatorias para el futuro: por consiguiente, os invitamos a sentiros animosos considerando los pasados beneficios; que podáis continuar con alegría, serenidad y seguridad, por el camino emprendido. Sin duda, como en toda obra humana, no está hecho todo ni todas las dificultades han sida superadas; más aún, pueden surgir otras nuevas; pero tened confianza en Aquel que os protege: «Ego vobiscum sum» (Hech 1, 13), dice el Señor; con vosotros que estudiáis y profundizáis en su Palabra. Por tanto, adelante, queridos hijos, "in nomine Domini"!

2. Esta confianza en Dios os debe infundir la fuerza de mirar los horizontes que se anuncian, los fines propuestos a vuestra paciente labor.

En realidad, el cometido asignado al Instituto es alto y difícil. En las Letras Apostólicas Vinea electa, que es como la "Carta Magna" de vuestro Instituto, San Pío X dice con claridad meridiana: «Finis Pontificio Instituto Bíblico sit, ut in urbe Roma altiorum studiorum ad Libros sacros pertinentium habeatur centrum, quod efficaciore quo liceat modo, doctrinam biblicam et studia omnia eidem adiuncta, sensu Ecclesiae catholicae, promoveat» (AAS I, 1909, pág. 447 y sig.). He aquí, pues, un amplio y nuevo horizonte que se os abre: el sagrado Libro con todas sus riquezas ocultas; la enseñanza, doctrina, contenida en él. ¡Qué espléndido programa para vuestras inteligencias!, y ¡qué gozo, además, para el Papa que os habla, cuyas primeras preocupaciones se encaminan a este mismo propósito!

En la homilía celebrada el 10 de noviembre de 1958, infra Missarum sollemnia, en nuestra Catedral Archibasílica Lateranense, quisimos afirmar, al trazar las líneas directrices de nuestro Pontificado: «Sobre todo tenemos el deber de estimular por doquier y continuamente el entusiasmo por toda manifestación del Libro Divino, que está hecho para iluminar el camino de la vida desde la infancia a la edad más provecta... Sin embargo, algunas nubes oscuras de doctrina incierta, que tienen poco que ver con la verdadera ciencia, cierran el horizonte en todos los tiempos, con el intento de empañar la claridad y los esplendores del Evangelio. Esta es la invitación, ésta es la tarea del Libro abierto sobre el altar: enseñar la verdadera doctrina, la recta disciplina de la vida, las formas de elevación del hombre hacia Dios» (AAS L, 1958, pág. 917). Nos alegra mucho el pensamiento de que este santo empeño constituya el luminoso estandarte y la alta misión de vuestro Instituto. Su dedicación al estudio del Libro Divino corresponde bien al servicio de aquella verdad, que hemos propuesto como el objeto primordial de nuestro gobierno pontificio (Enc. Ad Petri Cathedram). El instituto Bíblico, pues, busca, ilumina y divulga la verdad propuesta en las Sagradas Escrituras, participando así de la sublime misión de Jesús Redentor: «Ad hoc veni in mundum, ut testimonium perhibeam veritati» (Jn 14, 6). Este trabajo al servicio de la verdad significa dos cosas: seriedad, solidez, lealtad científica del estudio y de la enseñanza, y al mismo tiempo, absoluta fidelidad al sagrado depósito de la fe y al Magisterio infalible de la Iglesia.

La seriedad científica es vuestro primer y alto título de honor, que ya os ha granjeado tanta estima en el período de tiempo, del cual conmemoráis hoy una fausta meta. Esta consiste, como sabéis, ya en el :empleo de los nuevos medios, que el progreso de la ciencia va alcanzando, ya en el valor de afrontar los problemas planteados por las nuevas investigaciones y descubrimientos, examinando de nuevo —al decir de Pío XII— «las dificultades no resueltas todavía hoy... para intentar una sólida explicación» (Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, AAS. XXXV, 1943, página 319).

Es verdad que este trabajo, al efectuarse en un campo no suficientemente roturado todavía, exige muchas prudencia y sobriedad para no presentar como definitivo lo que tal vez es sólo una hipótesis de trabajo. Pero esto no impide que se planteen las cuestiones que agobian los espíritus y crean dificultades y peligros para la fe de tantos cristianos. En vuestra paciente labor científica, que se vale de los más modernos instrumentos de las ciencias positivas, hay y tiene que haber un propósito pastoral, un esfuerzo por comunicar a las almas la verdad descubierta y poseída.

No se traía de descuidar aquellas disciplinas, pues la seriedad científica os exige su estudio y conocimiento profundo, sino que ni siquiera sería digno de vuestro deber dedicaros, en la enseñanza y en la investigación, a los problemas, por decirlo así, de actualidad; descuidando gran parte de aquel tesoro, que es la Palabra de Dios y la obra secular interpretativa de los Santos Padres y de los insignes maestros de la Iglesia.

Como veis, lo que más particular empeño tenemos es en el estudio de las cuestiones referentes a la doctrina sagrada: «doctrinam biblicam... promoveat», dice la citada Carta de San Pío X. Este es el fin de vuestro Instituto, que tiende a formar no sólo especialistas en materias bíblicas y profanas, sino también estudiosos ardientes en celo sacerdotal, almas de profetas y apóstoles. En la ya mencionada Encíclica Divino Afflante Spiritu, Pío XII, de venerable memoria, resumía eficazmente este objetivo de vuestros estudios: «Ostendant potissimum quae sit singulorum librorum vel textuum theologica doctrina de rebus fidei et morum, ita ut haec eorum explanatio,.. sarerdotibus etiam adiumento sit ad doctrinam christianam coram populo enucleandam, ac fidelibus deniquae omnibus ad vitam sanctam homineque christiano dignam agendam adversiat» (AAS, loc, cit., pág. 310). Es que la Sagrada Escritura no es un objeto cualquiera de estudio, aun sublime, sino la revelación de Dios, que fue difundida con la luz refleja de la aurora o con la plenitud del resplandeciente mediodía en Jesucristo, Salvador del inundo, en las páginas del Antiguo y Nuevo Testamento: «Cuando oímos un salmo, una profecía, la ley... todo nuestro afán debe consistir en ver en ellos a Cristo, en reconocer en ellos a Cristo», como profundamente enseña San Agustín (Enrr. in Psalm 98, 1; ML, 37, 1260). El habla, a veces, y enseña desde les páginas inspiradas y ofrece sustancial alimento espiritual a las almas.

De estas profundas palabras del grana Doctor y Obispo de Hipona son un eco admirable las de otro gran Doctor y Obispo, el Protopatriarca de Venecia, San Lorenzo Justiniano, cuya doctrina sobre el valor pastoral y santificante de las Sagradas Escrituras se ha hecho familiar a nuestro espíritu, como propusimos, hace ya casi cuatro años, en una Pastoral al Clero y fieles de Venecia (A. G. Roncalli, "La Sagrada Escritura y San Lorenzo Justiniano" en Rivista Biblica, 1958, pág. 289-294). Escuchad con qué acentos habla él del Sagrado Libro en su obra De contemptu mundi: «Para evitar los engaños de la sabiduría humana, he aquí los oráculos de los profetas, los escritos de los apóstoles, la vasta erudición de los santos, los cuales no hablaron por propia iniciativa, sino porque Cristo está en ellos... ¡Oh, cuán grande es la autoridad de las Divinas Escrituras! ¡Qué tesoro de verdad bajo el velo de las palabras! Verdad toda santa, toda adornada de sentencias sublimes. Nada sórdido en el Libro Divino, nada torcido, nada inútil, nada que no merezca veneración. Verdad espléndida por si misma; a los hombres les da profundo y sabroso conocimiento; instruye a los fieles, alimenta a los que aman, conduce al que peregrina por el mundo, infunde alegría al que espera, puesto que, cuantas veces leemos las Escrituras, escuchamos a Cristo que nos hablar y nos da la paciencia y el consuelo» (Divi Laurentii Justiniani... Opera Omnia, Venecia, 1711; De contemptu mundi, pág. 422).

Vuestro trabajo es, pues, exquisitamente sacerdotal, y debe estar animando de aquel celo, que sólo mira a las almas, sus necesidades y los peligros que las amenazan; que tiene también presente las necesidades y los deseos de vuestros ex alumnos, ya diseminados por el mundo, para darles la orientación, directrices y la necesaria puesta al día en su vida de estudio y de enseñanza, con la cual forman las nuevas generaciones de jóvenes sacerdotes.

Con semejante luz fácilmente se comprende la divina exigencia, fundamental, de una absoluta «fidelidad al sagrado depósito de la fe y al Magisterio de la Iglesia». La Carta de fundación del Instituto Bíblico os confía la delicada misión de promover una sana doctrina bíblica «sensu Ecclesiae catholicae» que sea «conforme a las normas ya dadas, o que se establezcan, por esta Sede Apostólica» (cf. AAS, I, 1909, pág. 448). Si esta exigencia de fidelidad a la Iglesia «columna et firmamentum veritatis» (1Tm 3, 15) se pide a lodos los dignos hijos de la Iglesia, con mayor razón debe ser la divisa de aquellos que, como vosotros —por expresa voluntad de la Sede Apostólica y por vocación nobilísima— hacéis objeto de vuestro estudio los profundos e inescrutables secretos de Dios, contenidos en el Sagrado Libro. Tratándose de realidades sublimes es necesario, pues, que quien ama la verdad y no quiere alterarla ni «una jota ni una tilde» (Mt 5, 18), se atenga con suma fidelidad al Magisterio de la Iglesia.

Unir la absoluta seriedad científica con la plena sumisión al sagrado depósito de la fe y a la enseñanza del Magisterio eclesiástico exige en la práctica no poca perspicacia y pendencia; es, pues, preciso establecer claramente, por una parle, el verdadero significado y el grado de certeza de una conclusión científica y, por otro, el sentido y alcance de la doctrina teológica o de una decisión del Magisterio ele la Iglesia. Sólo la plena seriedad del saber y la perfecta docilidad al "sensus Ecclesiae" puede inducir a que se encuentre la respuesta exacta a los diferentes problemas y preservar a los estudiosos de lamentables errores.

Permítasenos aquí benévolamente recordar lo que con ocasión del reciente Sínodo Romano hemos tratado en nuestro segundo discurso al Clero; «La gracia del Señor asegura una íntima satisfacción a las buenas voluntades alimentadas y fortalecidas por la excelente cultura, que proviene no de los riachuelos, sino de las obras robustas de que es capaz también nuestro tiempo, en humilde y animosa competencia con las grandes publicaciones del pasado: Padres, escritores y Doctores de la Iglesia Maestra siempre de verdad en todos los tiempos».

«San Pedro exhorta en su segunda carta sobre la cautela especial que se debe tercer en materia de estudios bíblicos: "cui bene facitis attendentes —son sus palabras— quasi lucernae in caliginoso loco, donec dies elucescat, et lucifer oriatur in cordibus vestris: hoc primum intelligentes, quod omnis prophetia Scripturae propria interpretatione non fit" (2Pe 1, 19-20)».

¡Venerables hermanos y queridos hijos!

El cometido, ciertamente, no es fácil y el estudio sólo no basta. Es necesario invocar la luz reconfortadora del Espíritu Santo "qui omnia scrutatur, etiam profunda Dei" (1Co 2, 10), y la asistencia con sus dones de sabiduría y de consejo, de ciencia y de piedad. Que la oración sea, pues, el alimento y la respiración de vuestra vida de estudio, según la advertencia de San Agustín: «Orent ut intelligant. In eis quippe Litteris, quarum studiosi sunt, leguant quoniam "Dominus dat sapientiam, et a facie eius scientia et inlellectus"» (De doctr. chr., 3, 56: ML 34, 89 y sig.). Os recordarnos, por tanto, la preciosa consignar de San Pío X: «Os dejo el Sagrado Corazón»; en este Corazón manso y humille se halla la salvaguardia de toda presunción y vanidad intelectual y, además, en Él están encerrados «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia».

Sólo así está asegurada la plena fecundidad de la alta misión del Instituto. Y caminando con confianza por este camino del trabajo humilde, de la fidelidad filial a la Iglesia, de la oración intensa, puede estar seguro de que también en el futuro no le faltará la protección divina.

Es lo que Nos os deseamos de todo corazón y lo que pedimos al Señor con fervientes súplicas; y en prenda de los dones celestiales, para reiteraros nuestra benevolencia, Nos complacemos en impartiros a todos los del Instituto Bíblico, superiores, profesores, alumnos, ex alumnos y bienhechores, nuestra propiciatoria bendición apostólica, para que «gracia y paz sean con vosotros de parle de Dios Padre y del Señor Jesucristo» (2Ts 1,2).

 


* AAS 52 (1960) 152-158

 



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