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DISCURSO DEL PAPA JUAN XXIII
A LA JUVENTUD FEMENINA DE ACCIÓN CATÓLICA DE MILÁN
*

Patio de San Dámaso
Viernes 1 de junio de 1962

 

Señor cardenal:

Al presentar con palabras tan vibrantes a los Dirigentes y Asociadas efectivas de la Juventud Femenina de Acción Católica de Milán, ha tocado usted al punto el rasgo característico de afanes y deseos que anima a la juventud católica de los tiempos modernos.

Esta falange elegida y solícita ha emprendido un largo viaje para reunirse en la mansión del Papa y enfervorizarse, diríamos, en esta sagrada tierra de Roma. Los alegres cantos que ayer tarde se dejaron oír desde la columnata de Bernini, en el primer momento de la llegada de la peregrinación a la Urbe, tenían el acento de la convicción y de la generosidad juvenil.

Mientras usted, señor cardenal, expresaba hace un momento los sentimientos de estas buenas hijas y ellas los corroboraban con viveza lombarda que conmueve el corazón, ante nuestros ojos aparecía la visión de la grande, de la querida archidiócesis ambrosiana, cuya historia, en sus santos, en sus tradiciones, en su liturgia y canto, es siempre para Nos motivo de emocionada alegría.

Es muy natural que aceptemos gustosamente la amable invitación a decir unas paternales palabras para recordar a estas hijas la responsabilidad de su vocación que exige digna firmeza de carácter, seriedad de propósitos, austeridad de costumbres.

Este triple pensamiento: carácter, propósitos, costumbres, lo leímos ayer en un folleto que se remonta justamente a las primeras manifestaciones de los Círculos femeninos de la Juventud. católica. En aquellos años, desde 1919 a 1921, fuimos invitados a hablar a las Asociaciones  que surgían un poco por doquier, también en nuestra diócesis de origen, en una hora de angustia y de esperanza.

Y en enero de 1919 nos llegó la invitación, acogida de buen grado, de celebrar en Milán uno de los tres discursos que prepararon la institución oficial de la Juventud Católica Femenina Ambrosiana. Hablamos en el Arzobispado sobre el tema: "Santa Catalina de Sena y la devoción al Papa".

No hemos hallado todavía los apuntes de aquella conversación, pero es muy vivo el recuerdo de haber ofrecido nuestra humilde contribución a encenderse una gran llama.

Todavía tenernos en los ojos y en el corazón la impresión de aquella primera disposición de los católicos a ocupar su puesto no ya sólo en las antiguas y gloriosas catedrales ni en la iglesia del pueblo, sino a ocupar el puesto que conviene al cristiano por derecho de naturaleza y vocación en la vida pública de su país.

Pensando en aquellos grandes prelados y sacerdotes, en aquellos seglares animosos que abrieron los surcos de la nueva historia religiosa de Italia, nos conmovemos hasta las lágrimas.

Y cuando nos remontamos a los recuerdos de nuestra juventud de seminarista, aquí, en Roma, a comienzos del siglo veinte, no logramos todavía librarnos del sentimiento de amargura que nos causaba el sentirnos todos nosotros, clero y pueblo, católico del Italia, como tolerados, como huéspedes a quienes casi no les era permitido visitar la casa de los antepasados y de susurrar el canto de la fe antigua.

Estos últimos días asistimos al tránsito a la eternidad del tan benemérito y querido monseñor Francisco Olgiati. Su testamento espiritual es antorcha confiada en manos de la cara juventud italiana. ¡Oh, cuánto quisiéramos detenernos a hablar de él y de tantos otros, y particularmente de algunos seglares distinguidísimos, que la Providencia nos deparó conocer y tratar personalmente, Nicolás Rezzara, José Toniolo, Juan Grosoli!....

Permitidnos al menos una referencia muy especial de homenaje al nombre y a la persona del cardenal Andrés Carlos Ferrari, benemérito entre los beneméritos. Le veneramos en vida y después de muerto, y a su bendición y protección nos confiamos en los albores de nuestro sacerdocio. ¡Oh, el cardenal Ferrari! En un cuaderno de 1920, con fecha 22 de septiembre, escribimos estas palabras para nuestra edificación, entonces y siempre.

Al regresar de Bolonia visité al cardenal Ferrari enfermo. Me recibió levantado en la gran biblioteca. ¡Qué bondad! Le hablé del Congreso Eucarístico, de las oraciones por él. Encomendé a mí mismo y mis trabajos a sus oraciones. Sonrió, miró al cielo, me bendijo poniendo su mano sobre mi cabeza. Después, el acostumbrado beso paternal tan afable y confiado. Desgraciadamente el último beso y el último abrazo. Ya no le vería más. ¡Qué viejo me pareció! Ya no le vi más así. Dejarle fue para mí motivo de mucha tristeza. Al volver a Bérgamo tuve una gran nostalgia de vivir con estos hombres de Iglesia que me quisieron bien...

De estos dulces recuerdos, vosotros lo comprendéis bien; de todo este tejido de gracias divinas y de buenas y santas voluntades se eleva la más ferviente palpitación de los corazones, y cada uno de nosotros, tanto el humilde Papa que os habla como el más modesto sacerdote o seglar, toma ánimos de la perenne juventud de la Iglesia, juventud que es apostolado, sacrificio y fulgor de santidad.

Queridas hijas: No os decimos nada nuevo, si afirmamos que el Papa espera mucho, muchísimo, de vosotras. Cuando las falanges alegres de la juventud forman alegre círculo en torno a nuestra Persona, queremos proclamar alto nuestra confianza. Es verdad que aquí y allá, variaciones un tanto caprichosas —no decimos más— pueden llamar la atención e inducir a consideraciones poco alentadoras, pero el número y la calidad de la juventud cristianamente educada merece, sin más, un reconocimiento que el Pastor de la Iglesia manifiesta con íntima complacencia.

Vuestro arzobispo ha dicho bien: hoy la juventud es más reflexiva y solícita; ha visto y juzgado demasiadas cosas, y de todo ha querido formar un juicio personal. Sin duda, su madurez prematura es causa a veces de actitudes superficiales, pero en la comprobada insuficiencia de tantas ideologías y desviaciones siente en sí el afán ardiente de algo firme y sólido, de una palabra decisiva que penetre toda la personalidad, de una orientación definitiva a la que entregarse con todas las energías del alma.

En esta exigencia que brota imperiosa del fondo del ser se presenta la figura, la palabra, la divina virtud de Cristo Nuestro Señor.

Así un día, en el camino de Emaús, junto a los dos discípulos desorientados y desanimados, el Maestro avivó la llama en sus corazones (Lc 24, 32).

Esa presencia de Jesús, junto a las juventudes, es suficiente para colmar sus más secretas aspiraciones en la medida en que cada alma se abra y reconozca sus miserias y grandezas.

Queridas hijas: la palabra, el ejemplo, el amor de Cristo se han convertido para vosotras en ley de vida y fuente de generoso apostolado. Habéis prometido vivir íntegramente el sacramento de la Confirmación, para hacer laborioso el testimonio cristiano y constantemente os purificáis en la Sangre Preciosa con la santa Confesión, y os alimentáis con las carnes inmoladas acercándoos a la Mesa Eucarística. Sabéis por convicción íntima que sin Jesús, sin una fe viva, una alegre esperanza, una activa caridad en El y por El, vuestra vida perdería todo sentido, se haría más opaca que la llanura lombarda cuando la envuelven las nieblas.

Y vosotras queréis irradiar este convencimiento en la familia, en el ambiente en que trabajáis, en las escuelas, en las oficinas, en las administraciones.

¡Qué vasto campo se abre a vuestra acción, a la que la confiada seguridad propia de los años juveniles otorga garantía de éxito!

Sea vuestro apostolado un apostolado de verdad. Convencidas de los principios cristianos, entregadas al estudio del catecismo, propagad en torno vuestro la verdad. Este es, sobre todo, el deseo de toda alma juvenil recta y solícita: conocer, ir al fondo, darse cuenta. Sabed poseer la verdad para sembrarla. El mundo aprecia—a pesar de las apariencias contrarias—a los cristianos que se ponen al servicio de grandes ideales y están firmemente aferrados a algo que vale, como dicen, en todo tiempo y en toda circunstancia.

Pues bien; sólo la verdad de Cristo hace libres (Jn 8, 32); ella da la respuesta que cada cual espera, pero que a veces, por el sacrificio que exige, se teme escuchar. Sed, pues, testigos vivos de la verdad. De aquí brotará la alegría siempre genuina de vuestro corazón.

Que vuestro apostolado sea de caridad. La juventud busca un corazón que comprenda, antes incluso que una luz que ilumine. Redoblad vuestros esfuerzos para difundir en el mundo ese fuego que Jesús trajo: "He venido a traer fuego a la tierra y ¿qué he de querer sino que arda?" (Lc 12, 49). La caridad es este fuego, que ablanda los corazones más endurecidos. Sed, por tanto, apóstoles de caridad en el pensamiento y en el trato, en las palabras y obras; id a quien tiene necesidad y sufre en silencio; vivificad el trabajo de asociación con una generosa práctica en las formas que os son posibles.

Sea vuestro apostolado de acción; con gracia discreta, prudente y paciente, y con empeño que proceda de la persuasión íntima y especialmente de la sólida vida interior. Las formas del apostolado moderno son múltiples y varían con el ambiente de cada una de vosotras, con la estación, con la oportunidad de tiempo y lugar. Pero esforzaos constantemente por aprovechar las posibilidades que se os ofrecen, para que podáis "rescatar el tiempo" (Ef 5, 16) y llevar por doquier el perfume del testimonio cristiano.

Esto es, queridas hijas, lo que esperamos de vosotras; ésta la exaltante consigna que el humilde Vicario de Cristo os confía. Renovad en la época presente el fervor amable y generoso de los apóstoles de la Iglesia primitiva, de Cecilia, Inés, Catalina, Agueda, Lucia.

Al comienzo de los dos milenios cristianos, el mundo, con alguna excepción, estaba sumergido en las tinieblas del paganismo corrompido y corruptor. La mujer suspiraba por encontrar la dignidad perdida. Y la costumbre comenzó a cambiar con la gracia de Dios merced a la oración, al ejemplo y sacrificio de aquellas heroínas. También hoy la convivencia humana tiende a mejorar, porque muchos cristianos hacen honor a su bautismo mediante la fidelidad vivida y el ejemplo que arrastra. Las Jóvenes de Acción Católica tienen que decir su palabra. Estad siempre convencidas de ella y marchad alegremente par el camino emprendido.

Os acompañamos con una oración particular y nos complacemos en corroborar nuestros votos con -una copiosa Bendición Apostólica que extendemos a vuestras familias, a todas las Asociaciones de la Juventud Femenina de Milán y a toda la archidiócesis Ambrosiana.

Volviendo a Milán, a las mil parroquias que la tradición de un clero bueno y celoso mantiene en un espíritu de encendido fervor, llevad a todos, a todos sin excepción, el saludo del Papa; llevad a los pobres y a los enfermos, su consuelo, a los niños su afecto, a las almas más fervorosas también el suyo, gracias y estímulos a hacer el bien y a querer el bien siempre. Con Cristo y por Cristo con la Santa Iglesia en el tiempo y en espera del gran día que San Pablo ha definido como el dies Christi Iesu. Amen. Amen.

 


* Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 316-322.

 

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