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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LA ORDEN CISTERCIENSE
*

Abadía de Frattocchie, Roma
Sábado 1 de septiembre de 1962

 

Queridos hijos:

Es en Roma donde habéis querido este año celebrar vuestro Capítulo general por una derogación bastante excepcional a las venerables costumbres de la Orden de los Cistercienses Reformados. La feliz circunstancia de la próxima apertura del Concilio Ecuménico, por una parte, y un aniversario especialmente digno de ser conmemorado, por otra, os invitaba a ello.

El Concilio —casi no necesitáis se os recuerde— cuenta con la valiosísima contribución de las almas contemplativas. Lo decíamos todavía últimamente en la carta al cuarto centenario de la Reforma del Carmelo por Santa Teresa. Para ayudar más a la Iglesia y a los predicadores del Evangelio fue por lo que la gran mística se propuso llevar a sus compañeras por las sendas de una más rígida observancia.

“Fulgens sanctinomia sacerdotum, exquisita doctrina theologorum, actuosa opera Evangelii praeconum: haec eius cura fuerunt, haec impensis precibus a Deo studuit impetrare”...

Pero otra circunstancia tan justamente querida de nuestros corazones y de la que nos habéis informado con alegre prontitud, os ha traído a Roma en estos días: la feliz celebración del setenta aniversario de la presencia de todos los superiores de los monasterios trapenses para un capítulo extraordinario en el centro de la cristiandad. Se trataba de la reunión en una sola Orden de las diferentes ramas entre las que las circunstancias históricas habían dividido a los hijos de San Bernardo.

Al día siguiente de ese “Capítulo de unión” Nuestro predecesor León XIII había recibido a vuestros padres con particular benevolencia, alabando especialmente en ellos su afán de unanimidad y la abnegación de la que dieron prueba renunciando a preferencias personales, incluso legitimas, por el bien de la unión. Le plugo ver en ellos el anuncio de los más felices desarrollos para vuestra familia religiosa. La previsión del gran Pontífice se ha convertido en una hermosa y consoladora realidad: vuestros cuatro mil monjes repartidos en cerca de ochenta monasterios ahí están hoy para demostrarlo.

Por lo cual, a ejemplo y en pos de León XIII, hemos querido celebrar con vosotros el glorioso aniversario que ha motivado este año la celebración de vuestro capítulo general en Roma. Y aprovechamos de buen grado esta feliz circunstancia para deciros cuantos Nos regocijamos del auge que ha tomado vuestra familia religiosa en estas últimos décadas.

A ella, así como a las otras comunidades de hombres y mujeres que tienen una forma de vida análoga a la vuestra no hemos escatimado, ya lo sabéis, las muestras de estima y benevolencia desde el día en que la Providencia Nos llamó a este cargo pontificio.

Las almas contemplativas, en efecto, representan en la Iglesia —Nos complacemos en repetirlo en vuestra presencia— la realización viva de un altísimo ideal y dignísimo de estima por parte de todos por el puesto quo ocupa en la armoniosa diversidad de servicios. Este ideal se expresa en dos palabras: oración y penitencia. Una y otra sosteniéndose mutuamente; los dos fundamentos de una vida espiritual seria y fecunda; las dos alas que elevan el alma y la hacen subir hacia Dios. No separarlas ha sido siempre la preocupación de los fundadores y de los reformadores. Y esta consigna vale para toda comunidad contemplativa. Puesto que vosotros Nos deparáis hoy la ocasión de conversar sobre este tema, permitid os digamos en particular con todo el afecto que tenemos para vuestra familia monástica: conservad a toda costa esta doble fidelidad. Fidelidad a la oración, coral o privada, vocal o mental; que tenga siempre ella el primer lugar. Pero fidelidad también a vuestras austeridades tradicionales, que en ninguna interpretación ajena al espirito de vuestra Orden, que ninguna acomodación, pretextando una modernidad mal entendida, pueda induciros a minimizar. En efecto, esto no podía hacerse sino con el mayor detrimento de la misión, que es vuestra, y para la que la Iglesia cuenta con vosotros.

Hemos creído deber Nuestro, al acercarse el segundo Concilio Ecuménico del Vaticano, exhortar a sacerdotes y fieles por la encíclica Paenitentiam agere a un esfuerzo suplementario en la práctica de la virtud cristiana muy olvidada de muchos. La seguridad de que ella es honrada siempre, al menos entre los contemplativos, es para Nos un consuelo y un motivo de sereno optimismo, cuando pensamos en la marcha de la Iglesia a través de la Historia, en su presente, en su futuro. Permitid os digamos con franca confianza: en vísperas de las sesiones solemnes que van a celebrarse en presencia Nuestra en la basílica vaticana, Nuestra alegría es grande al pensar que las oraciones y sacrificios de las almas contemplativas mantendrán en cierto modo las deliberaciones de esta imponente asamblea y asegurarán su éxito sobrenatural. No os extrañaréis si las confiamos por un especialísimo motivo a las piadosas intercesiones de los monasterios trapenses de todo el mundo.

Tenéis Uno cerca del sepulcro de San Pablo. De ahí salió Eugenio III. Ahí brilló el astro de San Bernardo. Y muy cerca habéis erigido el colegio internacional destinado a hacer más esplendorosos de doctrina y fervor místico vuestros centros de irradiación monástica. ¡Cerca de San Pablo! El sigue siendo, a pesar de los siglos, el gran doctor de las ciencias teológicas y de las elevaciones espirituales, cuyo himno a la sabiduría divina resuena siempre en nuestros corazones: “¡Oh profundidad de la sabiduría y de la ciencia de Dios!... De El, por El y para El son todas las cosas. A El la gloria por todos los siglos. Amén. Por eso, os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios a ofrecer Nuestros cuerpos como víctima viviente, santa, agradable a Dios” (Rom 11, 33 y 36, 12, 1).

Queridos hijos, unas palabras todavía antes de terminar. Si el honor de una Orden reside principalmente en su fidelidad a su ideal primitivo, en lo que os concierne a vosotros, los Cistercienses de la Estricta Observancia, una nota característica de vuestro ideal ha sido siempre el lugar escogido reservado al culto de la Virgen María de la que San Bernardo ha sido uno de sus cantores incomparables.

Se ha visto aparecer en el transcurso de los siglos —y es natural que esto suceda, si falta un perfecto conocimiento del conjunto de la doctrina católica— orientaciones que tendían a minimizar la devoción a la Santísima Virgen. Por cierto, casi no se produce esto en el seno de las familias religiosas, pero ciertas infiltraciones de estas tendencias son siempre posibles y no es imposible que tal alma más sensible o más delicada se sienta turbada. En esto también el apego de vuestras tradiciones os defenderá y os liberará de toda preocupación a este respecto. Y mañana como ayer, una filial devoción a Aquella que invocáis como "la Reina del Císter" atenuará y hará más suave a vuestras almas religiosas la austeridad de vuestras observancias.

Con este deseo queremos terminar invocando sobre los trabajos de vuestra capitulo la asistencia tan maternal de Aquella cuya gloriosa Natividad celebramos este mes. Que su protección os conserve en la línea de la vocación que es la vuestra en la Iglesia y cuyo lugar escogido hemos tenido interés en reafirmar hace poco. Porque “aunque a la Iglesia urja tan fuertemente el apostolado externo, tan necesario en nuestros días; sin embargo, atribuye la mayor importancia a  la contemplación y esto muy especialmente en nuestra época en que se insiste demasiado en la acción exterior. Efectivamente, el auténtico apostolado consiste precisamente en participar en la obra de salvación de Cristo. Ahora bien, esta participación es imposible sin un intenso espíritu de oración y de sacrificio. Cristo rescató al mundo, esclavo del pecado, principalmente por su oración y sacrificándose a sí mismo. Por eso las almas que se esfuerzan por revivir este aspecto íntimo de la misión de Cristo, aunque no se consagren a ninguna actividad exterior, practican el apostolado de una manera eminente”.

Que esta afirmación renovada de la estima de la Iglesia por vuestra forma de vida os sea un estimulo, queridos hijos, así como la Bendición Apostólica que os impartimos de todo corazón, en prenda de constante fidelidad a vuestro grande y bello ideal.

 


*  AAS 54 (1962) 661; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 498-502.

 

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