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DISCURSO DEL PAPA PABLO VI
A LA FUNDACIÓN «GIUSEPPINA SARAGAT»*

Lunes 6 de septiembre de 1965

 

¡Señor Presidente!

Nos estamos vivamente agradecido a Vuestra Excelencia por permitir visitar esta institución. Nos admiramos su belleza, su modernidad, su funcionalidad y pensamos también, su ejemplaridad. Pero cuanto más consideramos su finalidad, Señor Presidente, más la admiración sucede a la conmoción: la hospitalidad, la asistencia y la educación que se da a estas niñas, infelices en diversos aspectos, abren el corazón a un doble sentimiento: el de ternura, que se irradia en afectuosa y dolorosa compasión (¡qué pena, tan grande suscita siempre en Nos la presencia de una infancia herida por cualquier género de desgracia!). Y al mismo tiempo, a éste se une un segundo sentimiento, de consuelo, al ver que estas criaturas han encontrado un socorro que en modo alguno podría mostrarse ni más cordial, para su pequeño Ser ni más eficaz, para su desarrollo.

Tanta piedad, tanta gentileza, tan grande prudencia Nos mueven a observar más de cerca todavía esta institución, tan bien ideada y tan benéfica. Más aún, al mirarla por dentro y al descubrir sus orígenes y las razones íntimas de su fundación, un profundo sentimiento de reverencia Nos sorprende. Esta casa tiene un nombre, y este nombre tiene una historia, que es su historia personal, Señor Presidente. La historia de su vida, la de su casa, que tiene como protagonista, juntamente con Vuestra Excelencia, a su señora esposa, arrebatada de su lado prematuramente con su dolorosa desaparición, con una amargura que pudieron notar todos por el luto, dejado en torno al lugar que quedó vacío de tan dulce presencia. Entonces se descubren los orígenes buscados: una bondad que no debe desaparecer, sino más bien sobrevivir y florecer en una obra precisamente de bondad, como lo es ésta; una obra que perpetúe su memoria y la rodee de agradecimiento y de gloria –digámoslo así– de vidas abandonadas e inocentes, aliviadas por el consuelo de una existencia mejor.

Y junto a aquella bondad digna de recuerdo, se descubre el otro impulso generador de esta obra. Nos lo decimos con profundo respeto, y delicada discreción: su dolor, Señor Presidente, sí, su dolor. ¡Oh! permítanos que Nos lo honremos con una observación que Nos es familiar y que Nos introduce en los secretos de la existencia humana y de la fe cristiana. Aquel dolor no estéril ni desperado, sino sagrado y noble, siguió la gran ley que Dios ha infundido misteriosamente en el dolor humano haciéndolo cristiano aquel dolor se hizo fecundo. Se hizo generador de esta generosa y óptima institución. Inconsolable en sí mismo, se hizo capaz de consolar a los demás. Triste y obscuro, se hizo efusión de alegría y de luz. Nació de la muerte y se dirigió a la vida. Y floreció así esta obra que sirve realmente para confortarlo y elevarlo hasta aquellos pensamientos superiores que descubren grandes valores y grandes esperanzas donde parecía que todo se había esfumado y perdido.

Y permítanos que también Nos, al visitar esta casa de tantos recuerdos y tan grandes esperanzas, Nos sintamos consuelo y Nos tomemos ejemplo. Más aún: permítanos complacernos en una singularísima y hasta Nos diríamos maravillosa circunstancia: la que le lleva a Vuestra Excelencia, Señor Presidente, Jefe del Estado Italiano, a buscar y a encontrar bálsamo para su pena personal y doméstica, a sentir gozo en el ejercicio de la beneficencia y de la benevolencia, a purificar y consolar su espíritu, cansado y preocupado por tan grandes y múltiples responsabilidades de su alto cargo, aquí, en medio de una infancia inocente que sufre, sostenida por su próvida mano y por su corazón paterno. Nada, a nuestro entender, puede hacer a uno mejor, ni más fuerte, ni más sabio que la caridad para con el dolor de los pequeños, de esos niños en cuyo rostro se transparenta, para quien sepa adivinarlo, el rostro paciente y majestuoso del Hijo del hombre. Y nada podría inspirar mejor Nuestros votos por el bien y por el porvenir de la Nación —tan querida para Nos — que Vuestra Excelencia preside, y nada hay que más nos mueva a bendecir su benéfica obra y su misión política, como el encontrar a Vuestra Excelencia, Señor Presidente, en esta casa de dolor y de amor.


*ORe (Buenos Aires), año XV, n°679, p.5.

 



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