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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS COMPONENTES DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 8 de enero de 1966

Excelencias,
Señores Miembros del Cuerpo Diplomático
:

Permitidnos ante todo agradecer a vuestro distinguido Decano, Su Excelencia el barón Postvick, los términos, como siempre tan elevados y deferentes, con los cuales se ha hecho vuestro intérprete ante Nos. Este encuentro anual con motivo del cambio de votos de Año Nuevo, es siempre rico de significado y emoción para Nos. A través de vuestras personas, este encuentro nos pone en contacto con las numerosas y muy diversas naciones que vosotros representáis aquí; desbordando el marco de vuestro cuerpo, como lo hacía notar tan justamente vuestro Decano, este encuentro nos hace presentes, en cierta manera, las grandes aspiraciones de la humanidad entera y nos invita a reflexionar sobre la respuesta que la Iglesia puede aportar.

La experiencia de los años transcurridos ha venido a confirmar claramente que esta respuesta de la Iglesia no cae hoy en la indiferencia; es esperada y escuchada en grandes sectores. Nos basta para probarlo el amplio eco suscitado, durante el otoño pasado, por Nuestro discurso en las Naciones Unidas, y más recientemente todavía, por Nuestras intervenciones en favor de la paz en el Vietnam. Quizá es todavía más significativa, –y de esto quisiéramos hablaros hoy– la atención con la cual la opinión pública ha seguido durante tres años los debates y las decisiones del Segundo Concilio Ecuménico Vaticano. ¿Qué tenía de particular este Concilio? ¿Y en qué medida los resultados interesan a la vida de los pueblos que vosotros representáis?

Los Concilios, vosotros lo sabéis, son por definición hechos esencialmente religiosos y que conciernen, ante todo, a la renovación de la vida interna de la Iglesia. La Iglesia hace, si así se puede decir, su examen de conciencia, en función a la vez de principios de conciencia inmutables que ha recibido de su divino Fundador y de los «signos de los tiempos», que ella discierne como otras tantas manifestaciones significativas de este mundo al que ha recibido la misión de llevar el mensaje de la salvación.

El Concilio que acaba de terminarse, en este aspecto, ha tenido esto de particular: gracias a los progresos técnicos y al vasto desarrollo de las comunicaciones sociales, la Iglesia ha procedido en público y, por así decirlo, a los ojos del mundo, a esta puesta en orden, a esta «revisión de vida», a esta actualización, para reutilizar el término que expresa tan bien la feliz intuición que tuvo Nuestro Predecesor, el lamentado Papa Juan XXIII.

El mundo ha podido así percibir muy directamente esta especie de «despertar» de la Iglesia, tomar conocimiento de ella, seguir sus fases sucesivas, calcular sus posibles consecuencias. Una comunión de pensamiento y de interés reciproco se estableció, poco a poco, entre el Concilio y la opinión publica, y pudieron desprenderse de esto algunos inconvenientes menores, Nos no dudamos en afirmar que este hecho, muy nuevo tratándose de una asamblea eclesiástica, ha sido en conjunto feliz y bienhechor.

Si se abarca con una mirada el conjunto de los trabajos del Concilio, se percibe otro rasgo característico: éstos se han desarrollado en torno a un tema central, el de la Iglesia. La Iglesia se ha presentado ante todo inquieta por definirse, por delimitar sus estructuras, precisar los poderes y los deberes de sus miembros: Obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, y por codificar en textos su actitud frente a otros grupos religiosos, cristianos y no cristianos, y frente al mundo en general.

La Iglesia, definida así en sí misma y situada en relación con lo que no es ella, aparece con otra característica que no siempre fue puesta en claro en los siglos pasados: la Iglesia se muestra enteramente desprendida de todo interés temporal. Un largo trabajo interno, una toma de conciencia progresiva, en armonía con la evolución de las circunstancias históricas, la han llevado a concentrarse en su misión. Hoy, su independencia es total frente a las competiciones de este mundo, para su mayor bien, y Nos podemos agregar también, para el de las soberanías temporales.

¿Esto quiere decir que la Iglesia se retira al desierto y abandona el mundo a su suerte, feliz o desdichada? Todo lo contrario. Ella no se desprende de los intereses de este mundo sino para ponerse en condiciones de penetrar mejor en la sociedad, de ponerse al servicio del bien común, de ofrecer a todos su ayuda y sus medios de salvación. La Iglesia lo hace hoy – y ésta es una nueva característica de este Concilio, que ha sido frecuentemente puesta de manifiesto – de una manera que contrasta en parte con la actitud que marcó, ciertas páginas de su historia.

En su inquietud por ir al encuentro de los hombres y de responder a su espera, la Iglesia adopta hoy preferencialmente el lenguaje de la amistad, de la invitación al diálogo. Era esto lo que expresaba tan bien al abrir el Concilio, Nuestro inolvidable Predecesor Papa Juan XXIII, cuyas palabras están todavía quizá presentes en la memoria de muchos de vosotros: «Hoy – decía – la esposa de Cristo prefiere recurrir al remedio de la misericordia, antes que blandir las armas de la severidad; ella estima que antes que condenar, responde mejor a las necesidades de nuestra época poniendo más de relieve las riquezas de su doctrina» (Discurso de inauguración del Concilio, 11 de octubre de 1962).

Por Nuestra parte, Nos nos hemos esforzado en ser fieles a este programa, y el asentimiento casi unánime de Nuestros hermanos del Episcopado del mundo entero, nos ha hecho más fácil sostener esta orientación.

Esto no quiere decir, por cierto, que la Iglesia sea en adelante indiferente a los errores y que ignore la ambigüedad de los valores del mundo moderno. Ella sabe todo lo que éstos pueden contener de equívocos, de amenazas y de peligros; pero detiene mejor su consideración sobre los aspectos positivos de estos valores, en lo que encierran de valioso para la construcción de una sociedad mejor y más justa. Ella quisiera ayudar a la reunión de todas las buenas voluntades, para resolver los inmensos problemas que nuestro siglo tiene que afrontar. Y por eso este Concilio no ha pronunciado anatemas. Sus decretos, como sus «mensajes», han sido, si puede decirse así, «declaraciones de paz» y de amistad al mundo moderno. Algunos se han sorprendido, la mayor parte se ha alegrado y felicitado. Nos pensamos no equivocarnos al colocaros entre estos últimos.

En efecto, vosotros sois los representantes de esos poderes temporales que son los que están más directamente interesados en la solución de los grandes problemas humanos de hoy. Cualquiera que se ofrezca a ayudaros, es sin ningún lugar a dudas, bienvenido. Ahora bien, la Iglesia os propone su ayuda, se presenta a vosotros como una amiga y una aliada. Lo que debe retener en esto vuestra atención, como es muchas veces el objeto de Nuestras propias reflexiones, es la naturaleza de la ayuda que la Iglesia puede y quiere aportar a vuestras tareas temporales.

La Iglesia no aborda los problemas – esto es evidente – desde el mismo punto de vista que las potencias de este mundo. Ella no tiene soluciones técnicas – económicas, políticas o militares – que proponer; y es esto lo que, muy a menudo, ha podido hacer que su aporte para la construcción de la sociedad, se considerara como menos importante.

Su acción se ejerce, en realidad, en un plano diferente y más profundo: el de las exigencias fundamentales sobre las cuales reposa todo el edificio de la vida en sociedad.

La conciencia del hombre moderno no es insensible a este discernimiento de los diferentes planos. Esta percibe, aún más nítidamente quizá de lo que lo hacía en ciertas épocas pasadas, la distinción de lo temporal y lo espiritual, y aprecia más justamente sus relaciones e influencias reciprocas.

Es una larga historia la de las relaciones entre la «Ciudad de Dios» y la «Ciudad de los hombres», una historia que nació con el cristianismo, es decir con la aparición en el mundo de una sociedad religiosa universal fundada sobre la fe en Cristo y abierta a los hombres de toda raza y todo país. El cristiano se encontraba, por decirlo así, entre dos patrias y solicitado por dos poderes. Según las épocas diversas fueron las tentativas de establecer una teoría coherente de la armonía necesaria entre estos dos poderes. Después de las «dos Ciudades» de San Agustín, pasando por la teoría medieval de las dos espadas y de la «Monarquía» de Dante, hasta los ensayos de síntesis de pensadores más modernos, ha podido hablarse de las «metamorfosis de la Ciudad de Dios» (Etienne Gilson. París, Vrin, 1952).

Una cosa es cierta: la evolución se ha hecho en el sentido de una toma de conciencia creciente por la «ciudad temporal», de su autonomía con respecto a la «ciudad espiritual»; y recíprocamente, de la desvinculación de esta última, en relación a la ciudad temporal. Pero mientras su diversidad pudo hacerlas aparecer no solamente distintas, sino rivales y opuestas, hoy, gracias a Dios y cada vez más – Nos quisiéramos esperar que sea así en el mundo entero, no se consideran más como adversarias. En lo que respecta a la Iglesia, en todo caso, su deseo de colaboración con los poderes de este mundo no tiene segundas intenciones; los actos del Concilio lo han probado claramente.

Vuestro intérprete ha aludido al «Esquema XIII», como ha sido llamado, a la «Declaración sobre la libertad religiosa», al «Mensaje a los Gobernantes» leído el día de la clausura del Concilio: éstos son, en efecto, los documentos esenciales en los cuales el Concilio ha manifestado el pensamiento de la Iglesia en el dominio de las relaciones con la autoridad temporal.

Estos documentos os son conocidos y Nuestra intención no es la de comentarlos ampliamente. Pero vosotros nos permitiréis poner de relieve un punto, al que los acontecimientos en curso dan un carácter de apremiante y dolorosa actualidad: es la inquietud que ha mostrado la Iglesia respecto al problema de la paz y de las relaciones internacionales. El asunto es de tal importancia para la humanidad entera que el «Esquema XIII» le consagra un largo capitulo. Habréis observado la gran libertad con la cual la Iglesia, fuera de todo interés temporal, entiende hablar y actuar en el plano que le es propio: el plano moral y espiritual.

Se podría objetar ciertamente que en presencia de conflictos que ponen en lucha a ejércitos modernos con sus terribles medios de destrucción, la voz de una potencia tan desarmada como la Iglesia, corre el riesgo de ser apagada por el ruido de los combates. La experiencia ha probado, sin embargo, también en estos últimos días, que ella es escuchada con respeto y aun buscada y deseada. Dios nos es testigo que Nos estamos prontos, por Nuestra parte, a emprender todas las negociaciones – aun fuera de las formas protocolares habitualmente aceptadas – toda vez que Nos estimemos que la Iglesia puede aportar útilmente a los Gobernantes el peso de su autoridad moral en vista del mantenimiento y del progreso de una paz justa entre los hombres y entre los pueblos. Tarea temporal, sin duda, pero emprendida y conducida con los medios apropiados a Nuestra función y para un fin espiritual: la salvación de la sociedad, el verdadero bien de los hombres.

En efecto, la paz es un don tan grande, tan valioso, tan ardientemente perseguido por la humanidad entera, que Nos no dudamos en rogaros que pidáis a vuestros gobernantes que continúen sus esfuerzos – como Nos continuaremos los Nuestros – para restablecer la paz allí donde ha sido herida y para reforzarla allí donde ya existe.

Como veis, Excelencias y queridos señores, la Iglesia está hoy a vuestro lado; ella está trabajando con vosotros para la edificación de un mundo más humano y más feliz, porque será más justo y más pacífico; ella ofrece sus servicios: humildemente, es cierto, pero con la certeza, sacada de su fe y de su experiencia, de que su mensaje es un mensaje de luz, de vida y de salvación, tanto para las personas como para las Naciones.

Nos ponemos este mensaje en vuestras manos, en el umbral de este nuevo año. Nos os lo confiamos, a fin de que lo transmitáis a vuestros Gobiernos y a vuestras Naciones, con la seguridad de Nuestra voluntad de ayudarlos según Nuestros medios en sus inmensas tareas, con Nuestros votos para que Dios bendiga sus personas y las vuestras, sus esfuerzos y los vuestros, al servicio de la sociedad de los pueblos, para el mayor bien de todos los hombres.


*ORe (Buenos Aires), año XVI, n°693, p.3.

 



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