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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA REUNIÓN
DE LA COMISIÓN POLÍTICA DEL CONSEJO DE EUROPA
*

Lunes 2 de septiembre de 1968

 

Señor Presidente,
Señores:

Nos recibimos siempre con cariño a los representantes de las instituciones europeas, y hoy Nos tenemos el placer de saludar en vuestras personas a los miembros de la Comisión Política del Consejo de Europa, reunidos en Roma. Siguiendo el ejemplo de Nuestros predecesores, Nos, muchas veces, hemos hecho propicia una ocasión como ésta para expresar Nuestro estímulo a todos los que trabajan en favor de la unidad de los países europeos.

Por lo que a ella respecta, la Iglesia – conviene repetirlo – no persigue, por cierto, ningún designio político especial. Por otra parte, no tiene competencia para suscitar las mejores soluciones políticas ni para ponerlas en práctica; esta responsabilidad compete a quienes han recibido un mandato para este fin. Pero, ¿cómo podría la Iglesia permanecer indiferente ante vuestros esfuerzos, dado que vosotros trabajáis para consolidar la paz, para promover el patrimonio común de Europa, para arreglar equitativamente las controversias, para eliminar las tensiones internacionales y para defender los derechos de las personas y de los pueblos? De acuerdo con el mandato que recibió del Señor, la Iglesia invita a sus hijos a convertirse en «artesanos de paz» y a tener «hambre y sed de justicia» (cfr. Mat., 5, 6 y 9). Para este fin Nos creamos la Comisión Pontificia de Estudios «Iustitia et Pax», y Nos complace mucho el hecho de que vosotros toméis contacto con la misma en el curso de vuestras jornadas romanas.

En una Europa que parecía estar a cubierto de los dramáticos conflictos que atraviesan otras regiones, el clima actual, por desgracia, se ha vuelto sombrío. Los recientes acontecimientos han recordado duramente a los hombres de buena voluntad lo precario de sus esfuerzos, y así sucederá mientras la fuerza bruta prevalezca por encima de la justicia, para servir los intereses de unos en detrimento de los derechos de otros. ¿Pero hay que renunciar por eso a las esperanzas de distensión y de paz? ¿Quién podría hacerlo? ¿No es necesario, en cambio, encarar con coraje y realismo los medios necesarios para consolidarlas? La unificación de Europa constituye, sin duda alguna, uno de los caminos más seguros para ello.

¡Que los países miembros de vuestro Consejo estrechen su solidaridad para hacer oír la voz de la razón y de la justicia de manera tan firme como pacífica! Que se preocupen por las grandes causas internacionales de las poblaciones en vías de desarrollo, no ya sobre la base exclusiva de sus intereses económicos, sino también, como Nos dijimos en Nuestra Encíclica Populorum Progressio, de acuerdo con las leyes de la justicia internacional. Una actitud generosa y desinteresada como ésta no podrá dejar de tener resultado, y es muy digna de suscitar la cooperación de los países de la vieja Europa, cuyo rico patrimonio cultural, moral y religioso, impregnado de los valores cristianos, brillará así con nuevo esplendor ante los ojos del mundo entero.

Vuestra labor, por cierto, es delicada y compleja, pero es imposible no percatarse de la urgencia y la importancia que tiene para preparar los caminos de una colaboración desinteresada entre vuestras naciones. Por eso Nos, de todo corazón, hacemos ardientes votos por el buen éxito de vuestros trabajos, y Nos rogamos a Dios Todopoderoso que bendiga vuestras personas, vuestras familias y vuestros países.


*ORe (Buenos Aires), año XVIII, n°817, p.1.

 



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