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 DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO
ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 11 de enero de 1969

 

Excelencias, estimados Señores,

Nos agradecemos a vuestro intérprete las palabras generosas y nobles que acaba de dirigirnos en nombre de todos. Al referirse a vosotros se ha servido de una expresión feliz: el Cuerpo Diplomático, ha dicho, «es como una familia». Nos también lo entendemos así. Es del todo natural que al comienzo de un nuevo año se realice una reunión familiar para intercambiar los saludos tradicionales. Nos os agradecemos los que nos presentáis. De todo corazón os ofrecemos los nuestros que hacemos extensivos a vuestras familias y a vuestras respectivas naciones.

Este encuentro anual nos invita a todos a estudiar una cuestión, que no es nueva, pero que siempre resulta útil plantear, porque puede ofrecer materia para muchas reflexiones. Es la siguiente: Dado que cada una de vuestras naciones ha juzgado conveniente y oportuno mantener relaciones con la Santa Sede; dado que tales relaciones no se justifican si no sirven para promover el bien común de la sociedad, es decir, si no son útiles para las grandes causas de la humanidad, para la solución de sus problemas; ¿cómo podríamos ayudarnos mutuamente para alcanzar esa meta?

La respuesta correspondiente a esta pregunta no es tan fácil como podría parecer a primera vista, porque la actividad de las dos partes no se realiza al mismo nivel. Los Estados persiguen intereses de orden temporal, mientras que la Santa Sede persigue finalidades que pertenecen principalmente al orden espiritual. Aquí tocamos un aspecto característico, único, que no se encuentra en las relaciones de las naciones entre sí, sino que se verifica únicamente en las relaciones que cada una de ellas mantiene con la Santa Sede: el encuentro de lo temporal con lo espiritual.

Esta diferencia de planes, que podría parecer comprometedora para las posibilidades de una colaboración feliz, sirve, por el contrario, para confirmarla plenamente, porque estos dos planos se completan y se buscan; así, se puede decir que, normalmente, las dos partes en cuestión, lejos de perseguir intereses contrastantes o divergentes, más bien coinciden en lo esencial de las metas que deben alcanzar.

¿Cuáles son estas metas? Nos creemos que son dos: por una parte, el bien de cada pueblo considerado individualmente y, por otra, el bien común de la humanidad.

Teniendo en cuenta que la Santa Sede no busca ninguna ventaja personal sino más bien la ventaja de los pueblos, la colaboración con cada uno de ellos debe ser normalmente muy fácil porque, en realidad, ¿qué se proponen las autoridades temporales sino el bien de sus pueblos? El bien espiritual y el bien temporal no son antagonistas, sino que se armonizan en una visión total de la persona y de la sociedad humanas. Y ¿qué decir de la colaboración de la Santa Sede y de las naciones en el plan del bien común de toda la humanidad? Vuestro Decano ha insistido en ello con razón y ha puesto de relieve este punto con expresiones muy felices, demasiado lisonjeras sin duda para los esfuerzos de Nuestra modesta persona, pero que traducen bien las preocupaciones y los ardientes deseos de la Sede Apostólica. Las cuestiones en juego son demasiado graves, en efecto, como para no apelar a la acción coordinada de todos los hombres generosos de la tierra. En definitiva, se trata del destino del mundo, de los derechos humanos que han de ser garantizados a todos, de la elevación de los más débiles, de la educación de todos para la colaboración, del desarme a llevar a cabo, del racismo que hay que eliminar, de la justicia, de la libertad que hay que hacer reinar por doquier, y, finalmente y sobre todo, de la gran cuestión que parece resumir y dominar todas las demás: la cuestión de la paz. «Larga y difícil batalla!», decía justamente vuestro distinguido intérprete. Nos añadiremos: se trata de una batalla que tenemos que librar todos los días, de una conquista que hay que comenzar de nuevo siempre, porque el demonio de la discordia jamás será completamente exorcizado.

Pero, con vosotros, permitid que Nos fijemos más bien Nuestra mirada en aquello que puede constituir un estímulo y una incitación para la colaboración que debe caracterizar nuestras relaciones mutuas. ¿Sería demasiado optimista juzgar que los focos de guerra están al presente, por la gracia de Dios, en vías de extinción? ¿Será temeridad esperar que los trabajosos coloquios de París aporten muy pronto al Vietnam martirizado la paz a que aspira desde hace tanto tiempo? Nos queremos creer también que se abrirán finalmente en África, como Nos lo deseamos en Nuestra alocución de Navidad a los miembros del Sacro Colegio, análogas negociaciones con respecto al conflicto nigeriano. El Medio Oriente sigue siendo sin duda una fuente de graves preocupaciones; pero la diligencia generalmente manifestada a este propósito, con motivo de los últimos acontecimientos, ha demostrado en qué medida la aspiración a la paz estaba profundamente enraizada en las conciencias y en la opinión pública. También allí Nos queremos percibir estos síntomas como un rayo de esperanza y feliz anuncio de tiempos mejores.

Si Nos dirigimos ahora la mirada a la América Latina – y Nuestro reciente e inolvidable viaje a Colombia Nos invita a ello – Nos resulta imposible dejar de percibir las amenazas que siguen pesando sobre la paz social de este inmenso continente. Pero Nos parece distinguir también allí un progreso en la toma de conciencia de los problemas y en la exigencia mejor comprendida de justas reformas.

Finalmente, para concluir refiriéndonos a Europa, nadie osará decir que está enteramente serena y completamente pacificada. Algunas inquietudes se han manifestado últimamente en Irlanda del Norte y nadie se puede resignar, con el corazón alegre, ante los graves atentados llevados a cabo contra la libertad de un valeroso estado de Europa central que ocupa, desde entonces, el primer plano de la actualidad. Pero en este último caso también resulta confortante comprobar que la admiración y la simpatía de una opinión pública casi unánime se han manifestado espontáneamente en favor de la defensa de los valores que constituyen el patrimonio común de la humanidad.

Teniendo presentes los sentimientos mezclados de esperanza y de temor que suscita este breve examen de las amenazas que pesan sobre la paz del mundo, Nos planteamos la cuestión que Nos habíamos elegido como tema de este encuentro: Vosotros y Nosotros – la naciones y la Santa Sede – ¿qué podemos hacer juntos en este dominio? O, con más precisión, porque la cuestión tiene dos aspectos: ¿cómo podéis ayudarnos? Y, ¿cómo Nos podemos ayudaros?

Nos podéis ayudar siguiendo de cerca, como lo hacéis, la actividad de la Santa Sede en favor de la paz, siendo testigos atentos de lo que el deber de Nuestro cargo Nos inspira decir y hacer al respecto, contribuyendo a difundir su conocimiento en vuestros países y favoreciendo su aplicación. ¿Quién no comprende, por ejemplo, lo que la causa de la Paz ganará llevando a la práctica en gran escala las sugestiones de la Encíclica «Populorum Progressio», o mediante una respuesta menos tímida a Nuestras llamadas a la reducción progresiva y recíproca de los armamentos, a la constitución de un Fondo mundial para el desarrollo? Nos parece que vosotros, como diplomáticos, con la autoridad que rodea vuestro nombre y vuestra función, podéis ser una preciosa ayuda para secundar Nuestra acción en lo que atañe a estos problemas y a otros semejantes.

Y Nos, ¿qué podemos hacer por vosotros? En primer lugar, sin duda, conoceros mejor, tenerNos con siempre renovado interés al corriente de la situación de cada uno de vuestros países. Nos ayudáis ya a ello, brindándoNos los elementos de juicio que Nos permiten con frecuencia completar y, cuando es necesario, corregir los datos provenientes de la información general no siempre conformes con la realidad de los hechos. Nos expresamos complacencia por la ocasión que se Nos ofrece de manifestaros Nuestro agradecimiento por esto. Estar bien informado es la primer condición para una colaboración fructuosa.

Lo que Nos podemos y debemos hacer sobre todo es servir siempre más y mejor al bienestar moral y espiritual de vuestros pueblos; Nos seguiremos ocupando de ello, sea que se trate de recordar puntos de doctrina o exigencias morales coherentes con el verdadero bien del hombre, sea que se trate de sostener lo que las mejores energías de cada país emprenden para la elevación espiritual y cultural de los ciudadanos, para el desarrollo en las almas de sentimientos favorables a la paz y a la perfecta armonía. En esto consiste, Nos creemos, el tipo de servicio que se tiene el derecho de esperar de Nos; es Nuestra contribución específica a la solución de los grandes problemas humanos actuales.

¡Que Dios nos ayude, Excelencias y estimados señores! ¡Que El haga fecunda nuestra colaboración para bien de toda la sociedad! Se lo pedirnos con fervor, implorándole su asistencia para vosotros, vuestras familias y vuestras naciones y por la feliz realización de vuestra eleva da misión en el curso de este nuevo año.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.3, p.3, 4.

 



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