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QUINCUAGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL DEL SANTO PADRE 

ENCUENTRO DE SU SANTIDAD PABLO VI
CON LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
*

Lunes 8 de junio de 1970

 

Este encuentro constituye para Nos un grandísimo gozo. Nos estamos realmente conmovidos por vuestro gesto espontáneo, por vuestro deseo de uniros a la celebración del quincuagésimo aniversario de Nuestra ordenación sacerdotal y por la forma personal con que habéis querido participar en la misma.

Una circunstancia como la presente Nos hace ser más conscientes de que todos nosotros formamos una familia, que comparte las alegrías y las penas de todos. Pues, en efecto, vosotros no sois sólo representantes de los intereses de vuestros respectivos países, con la única preocupación de presentar a la Santa Sede lo que les afecta directamente, de acuerdo con los deberes de vuestra elevada misión diplomática. Sois, también, personas sensibles y atentas a lo que se refiere a Nuestra vida, incluso en sus aspectos más personales.

PermitidNos, esta mañana, haceros una confidencia precisamente acerca de esto: todas las actividades del Papa, todas las obligaciones inherentes a su función pastoral, a su ministerio universal, sólo tienen razón de ser dentro del marco del sacerdocio, que es el corazón de Nuestra vida más íntima y más profunda.

Nos, además, somos particularmente sensible al hecho de que, por encima de las diferencias de creencias o actitudes religiosas, vosotros hayáis comprendido esto y os hayáis sentido obligados a participar en este acontecimiento religioso, en este gozo propio de Nuestra condición sacerdotal.

A propósito de esta sugerencia suscitada por Nuestro encuentro especial de esta mañana, Nos sentimos obligado a repetir los dos criterios fundamentales que justifican y caracterizan las relaciones que Nos tenemos el honor de mantener con vosotros, con los países que tan dignamente representáis ante la Santa Sede, y con la vida internacional.

El primero de estos criterios consiste en la convicción, humilde pero firmemente anclada en Nuestro espíritu, de que nosotros en el curso de Nuestras conversaciones podemos recordar constantemente los principios supremos en los que debe fundarse la vida de la comunidad humana para ser buena y progresar constantemente: Nos referimos a la justicia y al derecho, que emanan de una concepción ética segura y sagrada de la vida, tanto de los individuos como de los pueblos.

Estos principios dentro de la sociedad civil encuentran su aplicación en el plan temporal, y es éste el plan en que se desarrolla nuestro diálogo con vosotros; pero para nosotros ellos tienen su fuente y reciben su fuerza de la fe religiosa que Nos llevamos en Nuestro corazón y que tenemos el deber – grave y dulce a la vez – de profesar como creyente y como ministro, como sacerdote, y de forma muy especial desde el puesto que se Nos ha asignado en la Iglesia.

En segundo lugar, este Nuestro carácter religioso, que hoy queréis honrar de manera tan amable, os da la seguridad de que Nuestras relaciones, lo mismo las diplomáticas que las humanas, con vosotros y con vuestros países conservan un aspecto absolutamente particular. Estas relaciones no se basan en contrastes, ni en intereses opuestos a vuestros propios intereses, ni en la emulación o el prestigio sino que son relaciones de servicio, y por tanto de amor a vuestros pueblos. En efecto, Nos procuramos colaborar al bien de vuestros países – en su desarrollo, en su progreso civil, social y moral – reafirmando aquellos principios universales de los que Nos hemos hablado y a los que Nos no cesamos de referirnos. Estas relaciones, en una palabra, están construidas a base de amor a la paz; la paz para cada uno de vuestros países y la paz para el mundo entero. Estas son las perspectivas que Nos abre y a las que Nos obliga Nuestro sacerdocio, al que quiere honrar hoy vuestra visita tan agradable y que Nos agradecemos tanto.

Nos queremos también indicaros lo mucho que Nos ha conmovido el obsequio que Nos habéis hecho en esta ocasión: una beca de estudio para un joven sacerdote o seminarista, que de esta forma podrá prepararse mejor a la grave y grande responsabilidad que pesará sobre sus hombros en el mundo de mañana. Por vuestras funciones ante la Santa Sede, estáis realmente más capacitados que cualquier otra persona para conocer de cerca sus preocupaciones, sus problemas, sus proyectos. Y sabéis que en el momento presente de su historia, la Iglesia se preocupa más que nunca de sus sacerdotes, de sus futuros sacerdotes, de su formación, de su vida. Por esta razón, Nos apreciamos mucho vuestra delicada atención: este regalo colectivo que manifiesta vuestra profunda comprensión humana acerca de lo que está en el mismo corazón de la vida de la Iglesia, preocupación a la que vosotros os habéis considerado obligados a participar.

Esto ya os dice con cuánta gratitud Nos acogemos vuestro gesto, con la satisfacción de ver que de esta forma, superando las exigencias del protocolo y los deberes de nuestros cargos, se estrechan los vínculos humanos y espirituales que Nos unen. Vosotros sois, señores, personas sensibles. Es ésta una de las cualidades más eminentes del diplomático, quizá la más necesaria para el ejercicio de sus altas funciones al servicio de su propio país y de lo que constituye el bien común de todos los hombres: la concordia dentro del mutuo respeto de los diversos grupos que forman la gran familia humana. Si es verdad que Nos disponemos de pocas ocasiones para conversar con vosotros sobre lo que constituye vuestra vida personal y familiar, sobre lo que más queréis en este mundo, Nos podemos por lo menos esta mañana aseguraros a todos que en nuestra plegaria sacerdotal Nos llevamos vuestras intenciones ante Dios Todopoderoso, del que procede «todo buen don y toda dádiva perfecta» (Sant. 1, 17). Al encomendar al Altísimo, junto con vuestras personas, a vuestros seres queridos, Nos invocamos sobre todos la abundancia de las bendiciones divinas.

 


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.24 p.12.

 



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